CAPÍTULO 38

MARY ACOMPAÑÓ al ejército, uniéndose a la marcha a través de las praderas hasta el ferry de Burnham en el Colorado, en el que Houston había anunciado que plantaría cara a las fuerzas mejicanas que los perseguían. Pero luego cambió de opinión, condujo al ejército río abajo y acampó en un bosque al otro lado del cruce de Beason. La lluvia había hecho acto de presencia y era constante, un frío remolino que convertía el camino en un interminable foso de barro que absorbía los zapatos de los hombres y atrapaba las ruedas de los carros hasta los ejes. Los refugiados civiles que acompañaban al ejército estaban hambrientos y exhaustos y padecían toda clase de aflicciones, desde la conjuntivitis hasta la tuberculosis. No disimulaban la falta de confianza en que el ejército de Houston los protegiera, y cuanto más reparaba en el aspecto desaliñado y desmoralizado de éste, más pensaba Mary que los atemorizados colonos estaban en lo cierto.

Le parecía que Houston fingía que sus maniobras eran caprichosas e impredecibles, como si fuera una exaltada figura de la antigüedad que decidía su rumbo no conforme al consejo de sus camaradas sino al humor cambiante de los dioses.

Al menos no parecía borracho mientras estaba con sus oficiales en el cruce, observando con satisfacción la crecida de las aguas del río que en la práctica alzaba una barrera entre su ejército y los mejicanos. Día tras día, los hombres le tenían menos afecto. Era evidente que era más político que soldado y los titubeos y las deliberaciones le resultaban más naturales que el compromiso firme a una batalla. Algunos hombres desertaron, pero muchos más dieron con el ejército. La derrota de El Álamo había llevado la crisis hasta los colonos que hasta entonces se habían mantenido apartados de la guerra y cada día que pasaba más se unían al ejército de Houston, junto con los que llegaban de los Estados Unidos, hasta que la población en Beason aumentó hasta cuatrocientos hombres.

Mary salía al encuentro de los grupos de recién llegados que recorrían penosamente los caminos embarrados o cruzaban el Colorado crecido en peligrosos transbordadores improvisados. Escrutaba el rostro de cada hombre e interrogaba a los oficiales pero nunca encontraba a nadie que hubiese visto a su hijo o supiera de su paradero. Finalmente se hizo patente que debía de estar muerto, fulminado en un camino por una patrulla mejicana, o con los hombres de Fannin en algún punto de la ruta desde Goliad. Si estaba vivo, lo único que tenía que hacer era quedarse con el ejército de Houston hasta que Fannin se uniese a ellos.

Habían pasado dos días en Beason cuando el ejército mejicano se presentó ante sus ojos al otro lado del río y empezó a excavar trincheras bajo la lluvia. Mary se encontraba con el coronel Hockley y una muchedumbre de hombres en la cumbre de un precipicio fuera del alcance de los mosquetes y observaba a los lejanos soldados. La lluvia se abatía sobre ellos, pero Mary estaba tan empapada que había dejado de darse cuenta. Llevaba un impermeable prestado y un sombrero masculino de ala ancha que canalizaba el agua en una cascada delante de su cara. El agua marrón del río discurría peligrosamente rápido y se sumía en espumosos bajíos en el punto en el que había estado el cruce.

—¡Por Dios, deberíamos atacarlos ahora, antes de que puedan cavar! —le gritó a Hockley a través de la lluvia un impetuoso joven de Kentucky llamado Sherman.

—El general Houston no lo permitirá —vociferó Hockley.

—¡El general Houston no tiene más carácter que un conejo! ¡Lo único que hace es huir!

Hockley le advirtió que dejara de hacer esos comentarios sediciosos o por Dios que lo arrestaría. Sherman apretó la mandíbula y se quedó quieto, dejando que la lluvia empapase la túnica del elegante uniforme azul que se había llevado de Kentucky. A Mary le caía aún peor que Houston. La idea de atacar a los mejicanos cruzando un río desbordado, cuando ni siquiera habían estimado con precisión el número de las tropas que había al otro lado le parecía ridícula.

Sin embargo, a medida que pasaban los días, Houston demostró que estaba de un humor marcial. Cabalgó de un extremo a otro del río, inspeccionando posibles puntos para atravesarlo cuando las aguas se retirasen. Estaba decidido a atacar en cuanto se presentara la ocasión, le confió Hockley a Mary. Era muy consciente de que los hombres querían dejar de huir y plantar cara, y compartía su deseo. Pero por el momento, mientras las aguas estuvieran crecidas, la prudencia debía refrenar su mano.

Las tablas se prolongaron durante casi una semana: los mejicanos excavaban al otro lado del lecho del río y los texanos esperaban en la orilla vociferando maldiciones y probando a dispararles de tanto en tanto con rifles de largo alcance; las lluvias no remitían, de modo que el río, en lugar de decrecer, seguía creciendo. El ejército había quemado la mayoría de las tiendas al retirarse de González, salvando sólo la tienda de mano de Houston y otras para guardar la pólvora y las provisiones. Pero algunos de los recién llegados habían llevado toldos y los cosieron para confeccionar extensos pabellones de tela bajo los árboles para que los soldados pudieran apretarse y protegerse de la lluvia. Se erigieron otros pabellones semejantes para los refugiados, y mientras estaba sentada en uno de estos imperfectos refugios, intentando que la pobre y desalentada Susannah Dickinson comiese al menos un pastel de maíz empapado, Mary oyó un estallido de furiosas maldiciones furiosas del campamento del ejército.

Mary se puso el impermeable y se adentró en la lluvia atravesando la tierra húmeda y elástica hasta los soldados que pataleaban y mascullaban «hijos de puta», «joder» y «maldita sea» al cielo implacable.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó a uno de ellos.

—El general Urrea ha capturado a Fannin, señora.

—¿A Fannin y sus hombres?

—Eso creo. Hasta el último de ellos.

Se dirigió a la tienda de Houston. Las portezuelas estaban cerradas, pero se oían voces acaloradas en el interior: Sherman exigía un ataque inmediato, Houston replicaba que él era el comandante en jefe, maldita sea, que no escuchaba las exigencias de sus subordinados y que si Sherman no estaba dispuesto a acatar sus órdenes se fuera de la maldita tienda y del maldito ejercito con su jodido uniforme de petimetre.

Sherman salió airadamente de la tienda y Mary entró corriendo para ocupar su lugar antes de que los guardias pudieran detenerla. Houston estaba de pie en el centro de la tienda con los brazos sobre la cabeza y las manos apoyadas en el caballete como si estuviera planteándose derribar aquella estructura.

Los guardias habían seguido a Mary, pero Houston los despidió con apenas una mirada y se quedó mirando fijamente la tela enmohecida que tenía delante con la concentración de alguien que mira un cuadro.

—Yo no me deprimo fácilmente, señora Mott —dijo—, pero ésta es una hora aciaga. Fannin tenía cuatrocientos hombres que necesitábamos desesperadamente. Se ha dejado sorprender en campo abierto, en la extensa pradera a la luz del día. Es un hombre desafortunado y si las cosas no cambian para mejor dentro de poco es posible que Houston también lo sea.

—¿Dónde están los hombres?

—Se los han llevado al fuerte de Goliad.

—Santa Ana los matará —dijo Mary.

—Que nosotros sepamos, Santa Ana aún no ha salido de Béjar. Los ha capturado Urrea. Y se dice que es un hombre honorable.

—Está a las órdenes de Santa Ana.

Houston se quitó la máscara de galantería y le dirigió una mirada de enojo.

—Seguro que me perdonará, señora Mott, si le pido que se marche para celebrar un consejo de guerra como es debido.

Mary se fue, volvió a la lona y le pidió prestado el saco de tela a la señora Dickinson. A continuación se dirigió a la tienda de la intendencia del ejército y le dijo al joven atontado que estaba de guardia que necesitaba galletas y ternera seca, y tenía un aire maternal tan enérgico que éste la obedeció sin rechistar.

Su mula estaba atada con los caballos del ejército y la silla y las bridas estaban en la tienda del establo. Cuando entró en la tienda para cogerlas apareció un guardia que sonrió nerviosamente y le preguntó si podía ayudarla en algo.

—Voy a coger la mula y marcharme —contestó ella.

—No estoy seguro de que pueda hacer eso, señora —repuso el guardia con tono intranquilo.

—Si le molesta puede pegarme un tiro —espetó ella.

Ensilló la mula mientras el resto de soldados que custodiaban la manada de caballos se miraban los unos a los otros, confusos. Uno de ellos fue a consultar a un oficial, pero Mary ya había espoleado a la mula y estaba siguiendo el curso del río hacia el sur en dirección al camino de Atascocita.

Durante el trayecto cesó la lluvia y salió el sol, que se reflejaba en la pradera húmeda y en las hojas relucientes de los árboles. Mary cabalgó a buen paso durante todo el día y llegó al camino y el cruce antes del anochecer. Tenía que pasar al oeste, pero las aguas todavía estaban demasiado crecidas y había una patrulla mejicana acampada al otro lado. La visión de los soldados hizo que el corazón se le desbocase por el miedo, pero se obligó a acercarse a la orilla y saludarlos como si su presencia no la inquietara.

Pasó una noche desgraciada, sola, contemplando la hoguera del campamento de los mejicanos al otro lado del río, pero a la mañana siguiente las aguas habían bajado sustancialmente y el cruce estaba casi al descubierto. Le sorprendió que la mula estuviese dispuesta a llevarla al otro lado del río. Procedió con toda la deliberación y el cuidado posibles y la condujo hasta la patrulla mejicana.

No soy enemiga —dijo.

El oficial que estaba al mando de la patrulla la miró, se rió, comentó: «No me diga» y la invitó a desmontar. Le ofreció una maltrecha taza de hojalata llena de chocolate caliente y se dirigió a ella con un español amable pero apresurado que Mary no entendió. De un bolsillo del impermeable sacó el salvoconducto que le había proporcionado Almonte. Durante la retirada de González había robado un retal de tela encerada de uno de los carromatos del equipaje y había envuelto el precioso documento con ella, pero a pesar de todo el papel estaba húmedo y en algunos puntos la tinta había empezado a correrse.

El oficial leyó el documento con intensa concentración, se lo devolvió y la invitó a desayunar. Intentó darle conversación y le preguntó para qué iba a Goliad, pero Mary fingió que su español era aún peor de lo que era en realidad. No quería que adivinase que iba a Goliad para intentar rescatar de algún modo a su hijo de la ejecución.

Le dieron comida para complementar sus escasas raciones, ella les dio las gracias y se puso de nuevo en marcha antes de media mañana. El camino de Atascocita discurría en línea recta hacia el oeste hasta Goliad, pero estaba a ciento sesenta duros kilómetros de distancia y habían pasado casi tres días cuando divisó a lo lejos el pueblo y el presidio, enclavado en un precipicio sobre el río como una fortaleza medieval.

Nadie le dio el alto cuando entró en el pueblo, aunque los lanceros la adelantaron al galope en el camino y en dos ocasiones oyó ráfagas de tiroteos lejanos. Alguien estaba quemando algo en los campos lejanos, o lo intentaba. El humo oscuro se elevaba tenuemente sobre las copas de los árboles y se disipaba en el cielo desprovisto de viento.

Le habían dicho que Fannin y sus hombres habían combatido desastrosamente en el arroyo Coleto y que se los habían llevado a Goliad como prisioneros. Ahora sin duda estaban encerrados en su antiguo bastión, el presidio que confiadamente habían rebautizado como Fuerte Desafío.

Cabalgó hacia el presidio decidida a ver a su hijo, rescatarlo si podía y morir con él si no podía. En su mente cansada y destrozada no había espacio para ninguna otra idea.

El pueblo estaba silencioso. No se veía a sus habitantes pero oyó los gemidos de una mujer que exclamaba una y otra vez: «pobrecitos, pobrecitos» en una de las casas. Antes de llegar al presidio oyó cantos procedentes del río y llevó a la mula por el camino que conducía al vado que había debajo de la colina. Allí vio, alineados en ambas orillas del río, a cientos de soldados mejicanos haciendo la colada en el agua. Algunos alzaron la vista y la miraron fijamente, pero ninguno dijo nada mientras golpeaban la ropa húmeda contra las rocas. A Mary le pareció curioso que hubiera tantos hombres, que seguían vistiendo sus uniformes hechos jirones, lavando la ropa al mismo tiempo; también era curioso que aquellos harapientos reclutas mejicanos tuvieran ropa de recambio.

Entonces se percató de que las rocas en las que estaban golpeando la ropa estaban manchadas de sangre y que la colada había teñido de rojo el agua del río. Lo que estaban lavando no eran uniformes mejicanos, túnicas de lana azules y trajes de algodón blanco. Eran camisas de franela, casacas y pantalones caquis.

La cabeza le zumbó horriblemente. Se le erizó la piel de los hombros y la nuca se le erizó anticipando la tragedia que sabía que descubriría a continuación. Golpeó salvajemente a la mula y ascendió por el camino hasta la cumbre de la colina, hasta las puertas del presidio, y de algún modo logró que los guardias la dejaran pasar al complejo. Vio carromatos llenos de cadáveres desnudos y espantosamente pálidos. El muro de la capilla estaba recubierto de sangre y sesos.

—¡Señora! ¡Señora! —exclamaron los soldados mientras ella corría frenéticamente de una habitación del complejo a la siguiente, llamando a Terrell a gritos. Cuando abrió la puerta de los barracones se topó con un hedor tan intenso que estuvo a punto de derribarla. La habitación estaba llena de soldados mejicanos heridos que gemían y se retorcían en sus catres mientras los gusanos palpitaban en las heridas infestadas de moscas. También había americanos en la habitación: un hombre con una descolorida chaqueta roja que buscaba una bala a tientas con un bisturí y otro sentado en una silla en el frente de la estancia con un delantal manchado de sangre y una expresión ausente e incrédula.

—¿Sí? —le dijo simplemente a Mary cuando la vio.

—Me parece que mi hijo está aquí —le explicó Mary.

—No, señora. Todos estos son mejicanos, heridos en la batalla del Coleto.

—Mi hijo se llama Terrell. Terrell Mott. Ayúdeme, por favor.

Él la miró. Su rostro, a pesar del dolor que traslucía, era exquisitamente amable.

—Lo siento, pero están todos muertos. Los mejicanos se han llevado a los prisioneros esta mañana; les dijeron que iban a llevarlos a Matamoros. Les dispararon a todos al borde del camino. Puede que algunos hayan escapado, pero los lanceros los están persiguiendo. Los hombres que estaban heridos y no podían marchar fueron fusilados en el patio de la iglesia.

Señaló con la cabeza al hombre de la chaqueta roja.

—Sólo yo, el doctor Shackleford y los demás médicos nos hemos librado. Nos necesitan para atender a las bajas mejicanas. Todos los demás han muerto.

—Mi hijo… —murmuró Mary.

El hombre le asió la mano.

—Lo siento —dijo—. Yo he perdido a dos hijos hoy.

Un oficial mejicano entró en la habitación, sufrió una arcada, salió a respirar, volvió y se dirigió en inglés al hombre de la silla.

—Doctor Kenner, ¿quién es esta mujer?

—No lo sé, coronel. Ustedes han matado a su hijo.

Se llamaba coronel Portilla. Era joven, presentaba una figura extraña, y (como le explicó cuando la llevó a su despacho en una de las casas fuera del complejo) estaba atormentado por la abyecta pero necesaria tarea que había llevado a cabo. El solemne deber de un soldado, tan solemne, se podría alegar, como su deber para con el mismo Dios, era obedecer sin rechistar las órdenes de sus oficiales superiores. Lo recitó en un inglés imperfecto mientras leía la carta de Almonte.

—Por favor, ¿dónde le dieron esta carta? —preguntó mientras le devolvía el documento.

—En El Álamo.

—¿Estuvo allí?

—Sí.

—Y su esposo… ¿estaba en la guarnición?

—No. ¿Han matado a mi hijo? Tengo que saber si está muerto.

Portilla apartó la mirada, incómodo. Se levantó, se dirigió a un escritorio, sacó un fajo de papeles de un cajón y volvió a sentarse.

—No puedo decírselo con seguridad, señora Mott. Pero tengo aquí las listas de nombres; las listas de reclutamiento, me parece que las llaman ustedes. Puede que el nombre de su hijo aparezca en ellas.

Eran las listas que tenían los comandantes de las compañías. Pasó de cada línea y cada nombre al siguiente, esperando ver las letras que le sellarían el corazón y le permitirían al fin abandonar aquel insoportable desierto de esperanza. Mientras leía, uno de los hombres de Portilla les llevó a ambos una taza de chocolate. Él bebió sorbos del suyo, observando su rostro. Ella no cogió la taza y sintió que se enfriaba junto a su codo. Llegó al último nombre de la última lista de reclutamiento y lo miró. No podía permitirse sentir alivio, aún no, cuando había en el aire tantos crueles infortunios.

—¿No está ahí? —dijo Portillo.

—No.

—Qué bien. Espero que esté vivo. Pero debo decirle, señora, que me parece que había muchos hombres que no estaban en estas listas.

Mary estaba segura de que era cierto. Suponiendo que Terrell hubiese ido a Goliad, habría llegado tarde, en los días confusos y frenéticos posteriores a la caída de El Álamo. En el caso de que lo hubiesen asignado formalmente a una compañía era probable que nadie se hubiese tomado la molestia de inscribirlo en la lista.

Portilla apuró el chocolate, lo dejó en el escritorio y se quedó mirando fijamente la taza vacía. Mary alzó la vista de las hojas de reclutamiento, observó su rostro solemne y se obligó a articular las palabras:

—¿Dónde están los cadáveres de los hombres que han fusilado?


La mayoría de los cadáveres aún yacían donde habían caído. Algunos habían sido arrastrados hasta las piras funerarias cuyo humo había visto Mary cuando entraba en Goliad, pero el empeño de quemarlos había sido desordenado y efímero. Las más de las veces los mejicanos se habían limitado a quitarles la ropa a los cadáveres y los habían dejado a merced de los lobos.

A la mañana siguiente Portilla permitió que ella y el doctor Kenner fueran en busca de sus hijos a la escena del fusilamiento bajo custodia. Primero visitaron las piras. Los soldados no se habían molestado en acumular el combustible suficiente para quemar adecuadamente los cadáveres y las hogueras se habían extinguido al cabo de unas pocas horas. Cuando llegaron los lobos estaban sacando cuerpos medio quemados de los montones. Los guardias les dispararon, pero había demasiados para disparar con eficacia y se mostraban audaces. Mary y el doctor Kenner ignoraron a los lobos e inspeccionaron la horrible maraña de miembros, observando atentamente cada una de las caras muertas y estupefactas. Algunos cuerpos estaban calcinados por el fuego y se habían abierto, y la grasa que había brotado de ellos se había coagulado alrededor de la base de la pira. Los lobos se acercaban sigilosamente y la lamían del suelo.

No encontró a Terrell y Kenner tampoco halló a ninguno de sus hijos. Por la tarde inspeccionaron los hinchados cadáveres rosados que yacían en los campos y los bordes del camino. Sus rostros estaban tan hinchados que era difícil distinguir los rasgos de un hombre de los de otro. Mary contuvo el aliento para protegerse del olor pero atravesó los campos de cadáveres con una resolución inquebrantable. Los moscardones se posaban en los cuerpos y describían espirales densas como la ceniza en el aire.

A media tarde oyó que Kenner exhalaba un jadeo y se desplomaba de rodillas. Acudió corriendo a su lado y le rodeó los hombros con los brazos mientras él contemplaba el cuerpo de un joven al que le habían volado la sien.

—Ese era Miles —dijo cuando pudo articular palabra—. No sé dónde está Toby.

Los guardias se conmovieron ante el sufrimiento de Kenner y le pidieron que se apartara mientras ellos mismos envolvían el cuerpo con una manta y trasladaban el peso putrefacto y cimbreante a un carro.

Buscaron a Terrell y el otro hijo de Kenner, no sólo entre los montones comunales de los muertos sino a lo largo de las orillas del río, donde los hombres habían sido tiroteados o alanceados en sus desordenados intentos de fuga. Al anochecer no quedaban más cadáveres que inspeccionar y volvieron andando al presidio. A sus espaldas descendieron los moscardones y los lobos salieron trotando de los árboles.

Mary se quedó una semana en Goliad, ayudando a Kenner, Shackleford y el resto de los médicos que atendían a los heridos mejicanos en el hospital. Cada día Portilla le daba permiso para volver a buscar el cuerpo de su hijo y recorría en la mula las orillas del río de un extremo a otro durante una distancia considerable hasta las praderas. Encontró media docena de cadáveres más, pero ninguno era el de Terrell.

—Señora Mott —le dijo al fin Portilla—, ¿quiere hacer el favor de volver a casa?