CAPÍTULO 27

A LO largo de la semana siguiente Mary llegó a odiar las serenatas nocturnas de los músicos mejicanos más que el continuo bombardeo de la artillería. Las granadas y las balas de cañón la mantenían a ella y a todos los demás en una constante agitación, pero había algo peor, algo intencionadamente agresivo y malévolo en la música, una especie de espíritu maligno que la seguía de un sitio a otro recriminándole su estupidez y su desgracia.

La música solía empezar a última hora de la tarde y se prolongaba durante horas. En una ocasión algunos hombres de El Álamo sacaron violines y gaitas al aire libre y trataron de contrarrestarla, pero en cuanto lo hicieron volvieron a bombardearlos y los empujaron al interior.

Cuando no caían bombas los hombres se afanaban reforzando el fuerte. Algunas balas de cañón ya habían atravesado los muros exteriores, aunque milagrosamente no habían herido a nadie, y el único modo de impedir que penetraran más era excavar tierra y amontonarla en montículos fuertemente compactados contra el endeble perímetro. La mayor parte de los esfuerzos en este sentido se concentraban en el muro norte, que seguía siendo dolorosamente estrecho en algunos puntos, de modo que los mejicanos podrían derribarlo fácilmente con la artillería cuando hubiesen terminado las obras al norte.

Durante las horas diurnas, cuando Mary observaba el patio desde la ventana del hospital veía algo que parecía una colonia surcada de madrigueras de animales: trincheras desordenadas e inconclusas y tierra fresca arrojada en todas direcciones. Creía que lo más sensato, ya que estaban llevando a cabo todas aquellas excavaciones, era cavar un túnel subterráneo que los sacara del fuerte hasta las praderas abiertas. El esfuerzo que requería una obra tan formidable no le parecía tan distinto de la indiscriminada empresa que ya habían emprendido.

En un par de ocasiones vio a Terrell trabajando con una pala en el muro norte, pero durante la semana sólo habló con él una vez, cuando subió corriendo las escaleras sin aliento y apareció en la puerta del hospital una madrugada después de un bombardeo especialmente severo.

—¿Está aquí mi madre? ¿Está herida mi madre? —oyó que le preguntaba a Pollard mientras ella estaba sentada al otro lado de la habitación poniéndole cucharadas de caldo en la boca destrozada a Dick Perry.

Alguien le había dicho a Terrell que una bala de cañón había atravesado las paredes del hospital. La información era errónea, aunque durante la última descarga las gruesas paredes de piedra habían recibido el impacto de dos proyectiles de los cañones más pequeños del enemigo.

Cuando condujo a Terrell al calor de la hoguera vio que tenía la cara lívida de miedo; miedo por su seguridad. Le dijo con tono airado que en lo sucesivo debía quedarse en la iglesia, donde los muros eran más gruesos y las posibilidades de sobrevivir mayores, pero ella replicó con firmeza que iría adonde la necesitaran, así como debía hacerlo él si atacaban de nuevo el fuerte.

No hablaron de las grandes cuestiones que mediaban entre ambos. Edmund le había contado a Mary la verdad sobre el bebé de Edna aunque Terrell había sido demasiado orgulloso para hacerlo y ahora, también gracias a Edmund, su hijo era consciente de que ella lo sabía. Que aquella información se hubiera transmitido necesariamente de una forma tan indirecta había dejado de importarle especialmente a Mary. Así eran las cosas, sencillamente. Había sido una ingenua al creer que su introvertido y tímido hijo habría confiado en ella en aquellas cuestiones tan dolorosamente personales, que habría acudido precisamente a ella para intentar desahogarse de su vergüenza. Y allí en El Álamo, donde el peligro era tan agudo y tangible en todas partes, Terrell correría más peligro si seguía pensando en los confusos malentendidos del pasado.

De modo que durante esos breves instantes juntos junto a la hoguera del hospital hablaron de cuestiones de la guarnición. ¿Cuándo llegarían los hombres de Fannin desde Goliad? ¿Cuándo saldrían las colonias en defensa de El Álamo? ¿Las líneas enemigas seguían siendo lo bastante porosas para que salieran mensajeros o las atravesaran los refuerzos?

—Creo que nos ayudarán —le había confiado Terrell, mientras la odiosa y caprichosa música volvía a empezar. Fannin acudiría, así como los montados de González y Bastrop y los tejanos que Seguín congregaría en los ranchos. Y el general Houston estaba sin duda en camino con los hombres que hubiera podido reunir, y hasta se había pospuesto la reunión de políticos en Washington-en-el-Brazos, probablemente para acudir corriendo en ayuda de sus compatriotas. En los barracones se decía que probablemente todos aquellos grupos disparejos se encontrarían en el vado del Cibolo en el camino de González y esperarían hasta que estuvieran en masa antes de intentar atravesar las líneas mejicanas y entrar en El Álamo. Una empresa semejante podía tardar dos o tres días más. No era tan sencillo reunir y abastecer a tantos hombres. Pero vendrían. Nadie dudaba de ello.

Tal vez porque el tema de la conversación había sido tan neutral y tan urgente, ella se había sentido libre para rodear a Terrell con sus brazos cuando éste se marchaba del hospital y él no se había mostrado distante al corresponder al abrazo.

Eso había sucedido hacía tres o cuatro días y no lo había visto desde entonces. Entretanto se habían producido escaramuzas menores, pero la buena suerte de El Álamo seguía prevaleciendo. Ni un solo hombre había muerto ni había sido gravemente herido y la población del hospital seguía siendo la misma. La mayoría de los hombres estaban mejorando poco a poco, sobre todo el soldado Perry, que se había mostrado estoico ante el dolor y jovial sobre su desfiguración. Cuando al fin pudo mover las mandíbulas lo bastante para farfullar algo le dijo a Mary en broma que como no había ganado ningún premio de belleza cuando tenía la cara intacta no podía lamentarse por la pérdida de su atractivo. El caso del teniente Main era más difícil. Desde de palparlo extensamente Pollard había encontrado al fin la bala enquistada que le estaba causando tanta inflamación en el cuerpo, pero el paciente había estado a punto de morir a causa de la operación para extraerla.

—En estos casos hay que cortar con audacia —le había explicado Pollard a Reynolds mientras hundía el bisturí en la incisión que Mary mantenía abierta con los dedos, revelando la diáfana telaraña ensangrentada de tejidos celulares en la que estaba alojada la bala—. No se hace daño al paciente si se practica una incisión un centímetro más larga de lo estrictamente necesario y la extracción del objeto es correspondientemente menos complicada. —Había dicho aquellas palabras como si no oyera los gritos de asombro de Main, aunque cuando al fin acabó estaba empapado de un sudor nervioso al igual que sus ayudantes.

Ahora parecía que el teniente se estaba sobreponiendo al fin de su desierto de dolor y tenía más apetito que Mary. Se obligaba a comer al menos una vez al día el rancho invariable de tortillas y ternera cocinada apresuradamente o sopa aguada que les servían en los intervalos entre los bombardeos. Desde su puesto en la sala de arriba del hospital oía a los cuernos largos cuando iban a sacrificarlos en la plaza. Era un problema ocuparse de los cadáveres cuando los habían despojado de la carne. Al principio habían pensado en enterrarlos en el patio de la iglesia, pero cuando apenas habían cavado unos metros dieron con los huesos de los indios de la misión que habían sido enterrados allí, de modo que trasladaron la operación a un terreno menos consagrado en el centro del fuerte.

Mary ignoraba cuántas reses quedaban; tal vez quince, y al menos otros tantos caballos si llegaban a ese extremo. Aunque los mejicanos habían cortado el agua de la acequia que discurría justo delante de los muros, los pozos que había en el fuerte estaban siendo adecuados. Lo que más los preocupaba era la pólvora y la munición, sobre todo la de las piezas de artillería. Algunos hombres que no estaban ocupados en los terraplenes cortaban herraduras y las mezclaban con una amalgama de clavos y esquirlas metálicas para usarlas como metralla, aunque se decía que el mismo acto de disparar proyectiles tan deteriorados produciría orificios tan profundos en los cañones que al cabo de apenas unas cargas saltarían en pedazos.

Las reservas médicas eran casi inexistentes. No había láudano, ni opio, ruibarbo, calomelanos, yeso adhesivo ni catéteres. Habían amasado algunas telas y palos para confeccionar entablillados y vendajes cuando fuera necesario, pero si había muchas bajas aquella reserva de materiales se agotaría en seguida, al igual que las cantidades restantes de todo desde aceite de castor hasta jabón de Castilla.

Sólo los refuerzos podían salvarlos, refuerzos con abundantes reservas de municiones y medicamentos. Pero se preguntaba si alguien compartía sus dudas sobre la prudencia de comprometer a más hombres en El Álamo. ¿Y si Houston y los demás grandes hombres de Texas decidían que no servía de nada hacinando a sus tropas dentro de aquellos muros cuando podían ser más efectivos como luchadores libres? ¿Y si sus planes para El Álamo consistían en dejar que cayera como sacrificio?

Estaba reflexionando sobre aquellas cuestiones durante una pausa en el bombardeo el quinto o sexto día del asedio cuando un disparo de rifle horadó el silencio de la tarde y los hombres de El Álamo prorrumpieron en una ovación.

—¿Qué está pasando? —preguntó Dick Perry—. ¿A qué vienen tantos gritos?

Mary, la señora Losoya y los dos médicos fueron corriendo a las ventanas, pero en cuanto apartaron las pieles oyeron la detonación de los obuses de las baterías mejicanas y tuvieron que cobijarse precipitadamente. Hasta que acabó el bombardeo y el congresista Crockett se presentó en el hospital para hacer su visita nocturna no consiguieron averiguar el motivo de las ovaciones.

—Pues que mi sobrino ha matado a un mejicano —explicó Crockett—. Ha sido un disparo precioso, desde ciento ochenta metros por lo menos. Antes de que nos fuéramos de Tennessee le di a Will un antiguo rifle mío y ha hecho buen uso de él.

Crockett recorrió de un lado a otro la hilera de pacientes como hacía todas las noches, estrechando manos, contando chistes y repartiendo sus últimas hebras de tabaco. Aquella campaña divertía a Mary, o lo habría hecho en circunstancias más livianas. En ese lugar y en esas condiciones no parecía más que otra compulsión irremediable, una propuesta desesperada de reclamar una vida anterior. Crockett le había parecido bien alimentado y lujosamente vestido al conocerlo, pero durante el asedio había perdido mucho peso y el lustre de su piel se había desvanecido. No se había afeitado y le estaba creciendo una barba oscura bajo las patillas enfatizando la intensidad severa y hambrienta de sus ojos.

Ella trataba de no pensar en su propio aspecto. El día anterior el soldado Perry había exigido ver su reflejo en el espejo que el doctor Pollard tenía en su maletín médico y después del sobrio examen al que se había sometido el joven Mary vislumbró un atisbo de su propia cara mientras guardaba el espejo. Vio de inmediato que había perdido mucho más peso de lo que había supuesto y que la cara delgada y hundida no la favorecía la nariz rota. ¿Había tenido ese aspecto aquella noche junto a la hoguera durante la fuga del rancho cuando en esencia se había ofrecido a Edmund? Se estremeció al pensar en ello, en la irreflexiva vanidad que le había proporcionado la ilusión de que aún era posible que un hombre encontrara atractivos sus rasgos.

—He ido a ver a nuestro amigo Bowie —le dijo Crockett cuando terminó la ronda de los pacientes—. Estaba más o menos lúcido cuando crucé la puerta; «Aquí viene el medio hombre medio caimán», dijo, pero luego se puso a divagar de nuevo. Tenía el cuchillo en la mano. La señora Alsbury y su hermana me dijeron que les había dado instrucciones estrictas de devolvérselo cada vez que se le cae.

Crockett tomó asiento en el suelo junto a ella. Su magnífica ropa de caza apestaba y no la había lavado desde hacía tiempo, pero en aquella sala, con una miríada de olores hediondos, el olor apenas se notaba.

—Supongo que Bowie pretende morir sujetando ese cuchillo —le susurró Crockett.

Reynolds, que estaba aquejado de retortijones, había salido a las letrinas. La señora Losoya estaba junto al fuego, echando trocitos de madera robada a la hoguera. El doctor Pollard había desarrollado la habilidad de quedarse dormido al instante y estaba sentado erguido en una silla al otro lado de la habitación con la boca abierta y emitiendo beligerantes ronquidos. Algunos pacientes estaban sentados, mirando fijamente a las paredes, aunque la mayoría estaban dormidos a su vez, algunos inquietos, otros con una profundidad que rayaba en la muerte.

En aquella hora tranquila hasta el ánimo de Crockett parecía repentinamente sombrío. Cuando volvió a hablarle, aún en un susurro, su tono era un tanto vulnerable.

—Ojalá pudiéramos salir y luchar en la pradera —dijo—. No me gusta estar encerrado en este fuerte. En la guerra de los maskoki estuve en el ataque a Tallsuhatchee. Aquellos indios estaban en la misma tesitura en la que ahora nos encontramos nosotros, encerrados en una aldea mientras los rodeábamos por todas partes. Les disparamos como a perros y los quemamos dentro de las casas. Los veíamos cuando nos disparaban mientras se les derretía la grasa. El recuerdo me ha perseguido hasta hoy.

—Me parece que es bastante probable que nos ayuden —repuso Mary, menos por convicción que por la egoísta necesidad de apartar a aquel hombre fundamentalmente optimista del borde de la duda.

—A mí también me lo parece —asintió Crockett, con una sonrisa rápida y jovial—. Y si quieren que los dejemos pasar será mejor que tengan el buen sentido de traernos un poco de café. ¿Puedo darle una carta, señora Mott, por si acaso muero?

—Claro.

—Es para mi hijo. He encontrado un buen sitio para solicitar una concesión de tierras en el río Rojo y la carta le indicará dónde se encuentra, aunque como es mi hijo probablemente se perderá en un cañaveral en alguna parte y no encontrará la salida.

Mary se guardó la carta en un bolsillo de la chaqueta, donde se unió a la carta que Dick Perry le había dictado el día anterior desde el catre de paja, lleno de palabras altisonantes sobre «retirar el yugo de la opresión» y advirtiendo a su familia, sobre todo a su querida hermana, que no llorasen su muerte sino que «se regocijaran» de que hubiera tenido la fortuna de dar su vida por Texas. Mary había anotado las palabras del muchacho tal como éste las había balbuceado con la boca rota y había odiado su falsedad arrogante. Ya había oído bastantes efusiones patrióticas hueras para creer que El Álamo no era otra cosa que una isla de retórica que se estaba hundiendo.

—No me he olvidado de su hijo —le aseguró Crockett, anticipando la pregunta que ella se había esforzado para no hacerle—. Si Travis me manda que salga lo recomendaré para la expedición. Pero yo no diría que las cosas están mucho mejor ahí fuera, con tantos lanceros cabalgando por ahí. Nunca se sabe cuándo te va a tocar la negra.


Travis estaba durmiendo con la ropa puesta, tumbado boca arriba bajo una manta con el perfecto reposo de un hombre muerto. Aquella noche había habido tres detonaciones de obuses, todos los cuales habían aterrizado dentro del fuerte aunque no habían causado daños sino a una de las reses, que se había quedado ciega por el metal volador. El cañón de nueve libras instalado al otro lado del río también había disparado dos balas; una de ellas había impactado en las barricadas de la batería del suroeste pero no había dañado al cañón de dieciocho libras que habían colocado en una nueva cureña y reconstruido laboriosamente hacía unos días.

Joe estaba demasiado agitado para dormir, pues temía que la descarga empezase de nuevo en cualquier momento, y le parecía un misterio que el coronel Travis pudiera sencillamente cerrar los ojos y aceptar la posibilidad de que una bala de cañón podía partirlo en dos antes de que despertase. Esa era una idea terrible para Joe: morir mientras dormía. ¿Y si la muerte te sorprendía en medio de una pesadilla? Le parecía que quedaría atrapado en ella para siempre.

Deseaba que hubiera música. La banda mejicana había dejado de tocar hacía más o menos una hora, poco después de medianoche, y aunque no le gustaban las melodías broncas que interpretaba, al menos la música le daba a su mente algo a lo que aferrarse para no sumirse en el sueño. Quería permanecer despierto hasta la mañana. Durante el día se sentía más seguro y tal vez conseguía dormir unas horas razonablemente tranquilo hasta que Travis lo despertara y lo obligase a volver a trabajar.

Joe estaba tan cansado en cuerpo y mente que a veces se sentía flotando en un plano del pensamiento que no tenía nada que ver con el sueño ni la vigilia, sino que equivalía a una especie de suspensión del conocimiento de su propia existencia. Ahora se estaba dirigiendo hacia ese lugar y sólo el lejano restallido del trueno lo apartó de él.

Travis no se movió. El coronel tenía la boca abierta y roncaba levemente, pero su cuerpo seguía inmóvil como una estatua. Joe decidió salir sigilosamente de la habitación y respirar un poco de aire fresco mientras no caían obuses. No tenía mucho sentido para él quedarse sentado observando a Travis mientras dormía.

Cogió el mosquete y la caja de cartuchos y salió. Las nubes de tormenta habían engullido a las estrellas y el complejo era traicionero en las tinieblas. Habían recogido la mayoría de las balas de cañón mejicanas pero aún quedaban fragmentos metálicos dentados de los obuses, así como trincheras y cráteres inesperados. La lluvia aún no lo había convertido todo en barro, pero se oía el furioso sonido del trueno que se acercaba y olía agua en el aire. El relámpago hendió el cielo hacia el norte y en aquellos breves destellos Joe vio las siluetas de los centinelas en los muros y un boyezuelo que de algún modo se había escapado de los establos que había detrás de los barracones y estaba en el complejo abierto, confuso y balanceando sus enormes cuernos de un lado a otro.

Joe lo rodeó cautelosamente y prosiguió hasta el muro norte, donde se encaramó a una de las plataformas de tiro que habían erigido en el montículo de tierra que apuntalaba los ruinosos restos del muro original de la misión. A su izquierda, en la batería del suroeste, la dotación de artilleros se había congregado alrededor de un brasero y estaban hablando a grandes voces de política, desprestigiando a Andrew Jackson y los banqueros y algo o alguien llamado Locolocos.

También captó voces más suaves, las de un hombre y una mujer junto al muro a su derecha. Joe los vio un momento después en un destello del relámpago: se trataba del hombre llamado Herndon y de la esclava que éste había llevado consigo a Béjar. No oía lo que estaban diciendo; no era una conversación, sólo murmullos, y su mente cansada tardó un momento en percatarse de lo que estaban haciendo.

Bueno, pues que lo hicieran, se dijo. No era asunto suyo. Joe había visto a la mujer en la línea de tiro, cargando los rifles de Herndon mientras éste apuntaba y disparaba, y quizá tuvieran la misma familiaridad en todo lo que hacían los maridos y las mujeres de verdad.

La mujer era hermosa. Joe se había fijado en ella, aunque ella jamás se había molestado en mirarlo, sino que lo asimilaba al entorno como si ella misma fuera blanca y él no fuera más que otro negro que iba corriendo de un lado a otro con algún recado.

Pero su presencia en El Álamo lo había alterado. Sólo había estado con mujeres cuatro veces en su vida y cada una de ellas se destacaba ahora como un recuerdo inflamado. Lo enfurecía pensar que estaba a punto de morir defendiendo un fuerte destartalado por una causa que era confusamente oscura y distante y que jamás conocería de nuevo un momento semejante.

La idea daba vueltas sin cesar en su mente. ¿Y si no hubieran disparado al soldado mejicano que los estaba precediendo al otro lado de la ventana? Joe se imaginó escapando de El Álamo y atravesando a la carrera el campo de maíz en dirección al río. ¿De veras le habrían dado la bienvenida? Algunos de los hombres que habían visto avanzando hacia El Álamo tenían la piel casi tan oscura como la suya y cuando se precipitaban a salto de mata en la tormenta de fuego enemigo mientras sus oficiales lo aguijoneaban con las espadas en alto le habían parecido tan impotentes como cualquier esclavo.

Travis y todos los demás blancos de El Álamo hablaban constantemente de la libertad, pero Joe no acababa de comprender la naturaleza del cautiverio del que trataban de liberarse. Para empezar habían sido libres para no ir a Texas y para marcharse cuando decidieron que Méjico ya no los quería allí. A Joe aquella guerra le parecía frívola. Pero la liberación que le habían prometido los dos soldados mejicanos tampoco era especialmente tangible. Quizá si pudiera marcharse de Texas y adentrarse en las profundidades de Méjico, en las profundidades de los bosques que según le habían dicho estaban llenos de monos y enormes pájaros con plumas relucientes, quizá en un reino tan exótico la libertad fuese algo real en lugar de otra palabra por la que la gente creía que tenía que conmoverse.

El trueno se volvió más acompasado. El relámpago hendió el nuboso tejido del cielo. Bajo el trueno Joe percibió un suave chasquido y bajo el alcance del relámpago vio destellos luminosos erráticos que al principio le parecieron chisporroteos eléctricos. No cayó en la cuenta de que eran disparos hasta que oyó gritos humanos y el estruendo de los cascos de los caballos.

Cuando vio a los hombres que salían cabalgando de las tinieblas alzó el mosquete para disparar pero por alguna razón que no acertaba a precisar titubeó.

—¡No dispares! ¡No dispares! ¡Somos texanos! —exclamó al fin uno de los jinetes que iban en cabeza mientras se presentaban galopando ante sus ojos—. Dispara a los malditos mejicanos que nos persiguen.

Para entonces había una docena de hombres en el muro y estaban abriendo fuego sobre las cabezas de los jinetes, aunque aún no se veía a los mejicanos que los perseguían.

—¡Abrid la puerta! ¿Dónde demonios está la puerta? —exclamó el líder cuando él y sus hombres tiraron de las riendas bajo el muro. A pesar del restallido de los disparos en los oídos Joe oyó los resoplidos de los extenuados caballos.

—¡Está al otro lado del fuerte! —contestó.

El contingente dio la vuelta como una bandada de pájaros y recorrió el muro oeste hasta la garita del extremo sur. Los hombres siguieron disparando a los mejicanos que los perseguían, pero ahora eran lejanos e invisibles. Joe cogió el mosquete y atravesó corriendo el patio para alertar a Travis. Tropezó con un montículo de tierra y se cortó el talón de la mano con un fragmento de metralla, pero al cabo de un instante ya se había levantado de nuevo. Cuando llegó a la puerta de Travis el coronel ya estaba saliendo a la carrera y parecía que toda la guarnición estaba despierta y vitoreaba frenéticamente mientras los refuerzos franqueaban la puerta. Ahora iban a pie, conduciendo a sus caballos, y los hombres resollaban igual que las bestias.


—Hemos cruzado el río bajo el viejo molino de caña de azúcar —estaba diciendo el capitán Martin cuando Joe entró en los aposentos de Travis con dos tazas de una bebida caliente elaborada con agua y maíz reseco—. Supuse que cortarían primero el camino de González, de modo que nos escabullimos lejos por el norte. Habríamos llegado sin dificultades si esa patrulla no nos hubiera visto.

Joe le ofreció una taza a Martin y la otra a John Smith. Martin aceptó la suya con un asentimiento brusco. Tenía la edad de Travis. Smith era mayor y apuesto y tenía un aire competente, aunque al igual que Martin estaba temblando a causa del frío y la humedad. Riachuelos de barro les resbalaban por la ropa y formaban charcos en el suelo de tierra en el que habían tomado asiento.

—Como puede ver, John —dijo Travis con una sonrisa cuando la bebida le produjo una arcada a Smith—, no nos han traído café desde que se fue.

Travis había enviado a Martin y Smith fuera como mensajeros hacía una semana, poco después de que llegasen los mejicanos, y ahora estaba visiblemente complacido de que hubieran vuelto, aunque los hombres que habían llevado a El Álamo (la Compañía Montada de González) sólo ascendieran a treinta y dos. Eran treinta y cuatro, le explicó Martin, pero dos de ellos se habían separado del grueso del grupo durante la batalla con la patrulla mejicana y nadie sabe dónde estaban.

—Pero no somos los únicos que vendrán —aseguró Martin—. La carta que escribió ha agitado a toda Texas.

—¿Y Fannin?

—Lo último que supe era que estaba a punto de partir. Tumlinson también tiene hombres y Seguín está ahí fuera en alguna parte reclutando una brigada. Se supone que todos se encontrarán en el Cibolo.

—¿Dónde está Houston? —preguntó Travis.

—Nadie sabe dónde está ese hijo de puta. Supongo que ahora estará en la convención de Washington, si es que no se ha emborrachado y se ha caído del caballo. Aquí tiene una carta de Williamson.

Martin rebuscó en sus ropas, sacó una hoja de papel de una bolsa de tela encerada y se la alargó a Travis justo cuando una bala de cañón se estrellaba contra el muro detrás de ellos. Joe había pasado casi dos días apuntalando la pared con tierra, de modo que ahora la habitación medía la mitad que antes, y el tosco terraplén había impedido que la bala la atravesara. Pero el impacto apagó las velas delante de ellos y llenó la estancia de una nube de polvo tan densa que los expulsó a todos tosiendo y carraspeando al aire frío. Los obuses estaban cayendo intensamente y todos los hombres atravesaron corriendo el patio para ponerse a salvo en los barracones mientras el metal retorcido de las granadas chillaba a su alrededor.

—¡Me cago en la leche! —exclamó John Smith dirigiéndose a Travis mientras se acurrucaban contra las paredes de los barracones—. ¿Cómo lo soportan?

—No nos molesta demasiado, John —contestó al fin Travis cuando cesaron las explosiones.

»¿Está bien todo el mundo? —exclamó a la habitación. Un número considerable de defensores se había congregado en los barracones, pero sólo unos pocos musitaron una respuesta. Joe oyó que alguien sollozaba al otro lado de la habitación.

»¿Qué es lo que pasa? ¿Hay alguien herido? —preguntó Travis.

—Sólo es el joven Bill —dijo el capitán Carey—. Supongo que está un poco histérico.

Joe miró al otro lado de la habitación. Había una hoguera que ardía débilmente en la chimenea y la luz era tenue, pero distinguía a Carey y la forma temblorosa del joven al que estaba intentando consolar, un soldado llamado Bill Smith que no era más que un muchacho.

—Estoy bien —dijo el joven, aunque cada palabra estaba separada por una especie de hipido mientras trataba de contener los sollozos—. Lo siento, coronel.

—No hay razón para disculparse. Habéis estado sometidos a mucha presión y os habéis comportado heroicamente sin lamentaros, algo que os honra a todos. Ahora déjeme ver la carta, capitán Martin.

Martin sacó la carta que le estaba entregando a Travis antes del impacto de la bala de cañón. El coronel se levantó y se dirigió a la chimenea, soltando nubes de polvo a cada paso. Joe lo observó junto con los demás hombres mientras sostenía la carta a la luz y la leía en silencio.

Cuando acabó se volvió y escrutó a los cansados hombres que estaban acurrucados en la habitación. Había una expresión satisfecha en el semblante de Travis que infundió esperanzas a Joe pero también lo puso un poco nervioso. Parecía que cuando Travis estaba más confiado era cuando se metía en los peores líos.

—Capitán Baugh —dijo—, ¿quiere presentarle mis respetos a los comandantes de las compañías y pedirles que reúnan a los hombres en el patio de inmediato?

Casi había amanecido cuando se corrió la voz y se reunieron los hombres. Era una hora extraña para una convocatoria, o más bien lo habría sido si el tiempo no hubiera perdido su significado durante los días y las noches en vela del asedio. Travis empezó dirigiendo a la guarnición una ovación por los valientes de González que habían atravesado las líneas enemigas para estar a su lado en aquella hora decisiva e histórica. Después leyó en voz alta la carta que había recibido del comandante Williamson, detallando los esfuerzos que se habían emprendido para ayudarlos. En ese mismo momento, decía la carta, las colonias estaban respondiendo a la magnífica carta de Travis con rapidez, determinación y valor desinteresado. Fannin había movilizado a sus hombres en cuanto se había enterado del aprieto de El Álamo y ahora marchaba a través de las praderas hasta el Cibolo, donde se encontraría con más hombres de González, de Mina y de los ranchos y los asentamientos de toda Texas.

—¡Lo hemos conseguido, caballeros! —exclamó Travis mientras doblaba la carta—. Hemos rechazado al enemigo y hemos soportado sus bombardeos, y seguro que dentro de pocos días nos ayudarán.

Travis continuó con sus exhortaciones. Desafió a los hombres a que fueran tan atentos y valientes en las horas críticas que se avecinaban como en el pasado. Les recordó que era vital que la gran batalla tuviese lugar en Béjar, donde podían rechazar a Santa Ana del mismo umbral de Texas de modo que los hermosos campos y asentamientos de las colonias no fueran expoliados por sus ejércitos.

—¡Por Dios y Texas! —gritó Travis—. ¡Victoria o muerte!

Los hombres prorrumpieron en ovaciones y repitieron la consigna. Edmund, en las filas de la compañía de Baker en el gélido amanecer, guardaba silencio; no debido al resentimiento ni al desdén, sino a la soledad que lo había acompañado toda la vida. Y estaba medio dormido de pie, de modo que presenciaba el discurso de Travis como si fuera un desfile onírico que tenía poco que ver con él.

Sparks estaba a su lado, enarbolando el rifle en el aire y repitiendo el grito de victoria o muerte; Herndon estaba junto a Sparks y luego estaban Roth, Terrell y el capitán Baker, que estrechó la mano de todos sus hombres mientras proseguía la ovación. Edmund le devolvió el apretón y saludó a algunos de los hombres de González, que se filtraban entre las filas diciéndoles hola a los viejos amigos y presentándose a los miembros de la guarnición a los que aún no habían conocido. Todos querían conocer a Crockett. La energía y el buen humor de los hombres de González eran embriagadores. Alguien sacó un violín y se puso a tocar. La canción era «Oft in the Stilly Night», pero habían reescrito la letra para celebrar la victoria de los texanos sobre Cos y los que habían tomado parte en aquella batalla se unieron con grandes voces.

Edmund vio que Mary los miraba desde una de las ventanas de las habitaciones del hospital situadas encima de los barracones. Sus ojos se encontraron y ella le sonrió con una cautelosa esperanza. La mayoría de las demás mujeres habían abandonado la protección de la iglesia y estaban entre los hombres. La señora Dickinson, a la que Edmund jamás había visto soltar a su hija pequeña, dejó a la niña en el suelo y permitió que fuera gateando hasta el otro lado del patio con su padre. Si los mejicanos escogían aquel momento para iniciar otro bombardeo, reflexionó Edmund, la mitad de los ocupantes de El Álamo serían abatidos antes de que pudieran ponerse a salvo. Y aquella idea debió de habérsele ocurrido también a todos los demás, porque en seguida el complejo estuvo desierto una vez más. Sólo se quedaron los que estaban montando guardia.


La tormenta que Joe había visto en el horizonte en las primeras horas de la mañana se desvió hacia el este más allá de las colinas y el sonido del trueno se atenuó cada vez más en el seno de las aterciopeladas nubes grises.

Joe entró en el cuartel general para dormir un poco, pero encontró a Travis presa de un jovial exabrupto de diligencia, pasando el polvo que había caído sobre los muebles cuando la bala de cañón se había estrellado contra el muro.

—Hiciste un buen trabajo apuntalando este sitio, Joe —dijo Travis—, pero me parece que hace falta más tierra.

—Lo que a mí me hace falta es dormir un poco.

—Ya has tenido tu oportunidad. No creas que no te he oído merodeando en mitad de la noche. No tengo ni idea de por qué querrías malgastar la ocasión de dormir, pero ahora hay trabajo que hacer. Coge el otro extremo de esta manta.

Joe cogió la manta y ayudó a Travis a sacudirle el polvo. A continuación ordenó el resto de la habitación lo mejor que pudo mientras Travis se sentaba a escribir más cartas.

—Me parece que la marea se está poniendo de nuestra parte, Joe —comentó Travis mientras firmaba con su nombre en la parte inferior de una página—. Lo único que tenemos que hacer es aguantar unos días más y habremos obtenido una espléndida victoria en este lugar.

Joe asintió en silencio y siguió trabajando mientras Travis sacaba el cuaderno en el que estaba escribiendo su autobiografía. Cuando consideró que había terminado los quehaceres domésticos Joe se acostó en el catre sin pedirle permiso y se quedó dormido como había hecho tantas otras noches antes, escuchando el sonido de la pluma de William Barret Travis.