CAPÍTULO 6

EL CAMINO de Copano atravesaba una planicie costera en la que destacaban esporádicas elevaciones de tierra no más altas que las olas del océano. Se trataba de un camino militar que se hallaba en un estado bastante bueno, puesto que la ruta que comunicaba el puerto de Copano con las guarniciones de La Bahía y Béjar era un enlace de abastecimiento vital y lo sería aún más si Santa Ana decidía enviar a un ejército por mar para someter a sus problemáticos colonos.

Mary y Edmund cruzaron campos de lantana y extensiones de trémulas flores silvestres: milenramas, dientes de león y cornelinas que crecían en los márgenes de los brillantes brotes amarillos como los ribetes de una manta. El aire estaba impregnado de la fragancia de aquellas flores y en los contornos de las marismas saladas se precipitaban desde el cielo bandadas de pájaros de tierra; espátulas rosadas, chochas y pelícanos cuyos absurdos cuerpos eran blancos como sábanas.

Mary y Edmund iban en un carro tirado por Daniel, que atravesaba pacientemente el paisaje. Fresada iba a caballo cuatrocientos metros más adelante. Nunca había sido un buen jinete y Mary comprobó que se bamboleaba en la silla mientras Verónica, de buen humor, bailaba por el camino.

Mary iba a Copano para llevar al señor McGowan al paquebote y adquirir las provisiones o los artículos útiles que el barco hubiese traído de Nueva Orleans. No estaban especialmente apurados, puesto que el barco no zarpaba hasta la mañana siguiente, y Mary y Fresada disponían de toda la tarde para volver a Refugio después de dejar al señor McGowan en la vieja y decadente aduana.

—Es extraño ver plantas salíferas tan tierra adentro —comentó Edmund, después de un tedioso silencio—. Aún debemos de estar a siete u ocho kilómetros de la costa.

—A unos diez. Esa lejana arboleda de robles es el punto intermedio.

—Hay muchas plantas de la familia chenopodiaceae que no esperaba encontrar hasta dentro de algunos kilómetros.

—¿Y a qué se debe eso? —le preguntó Mary, mientras arreaba a Daniel en las ancas con una fina vara de caña.

—Son plantas marítimas sobre todo, señora Mott. Necesitan carbonato de sodio y cloruro de sodio para sobrevivir. Debe de haber mucha sal en estos terrenos, puesto que no la huelo en el aire.

—Preferiría que me llamase Mary y yo lo llamase Edmund.

—Yo también lo prefiero —repuso éste.

Pero no volvieron a hablarse hasta pasado algún tiempo. Mary consideraba que le correspondía a él añadir algo para que ella se relajara y tomó su silencio como una falta de consideración. Cuando se volvió a mirarlo comprobó que estaba incómodo, escrutando las llanuras, calándose el ala de su nuevo sombrero para protegerse la cara del fulgor de la mañana. Ella dejó que se alargara el silencio, preguntándose cuánto tardaría Edmund en romperlo.

—¿Qué hará si estalla la guerra —preguntó al fin— y el ejército mejicano avanza por este camino?

—En esta colonia no hay muchos perros de la guerra —contestó ella—. Estaremos a salvo si no perdemos la cabeza y no nos involucramos en esa tontería de la independencia.

—No estoy seguro de que sea una tontería.

Mary estaba sinceramente sorprendida.

—¿No creerá que es bueno levantarse en armas contra Méjico?

—No, me parece que es una presunción de la peor especie. Sólo he querido decir que la idea de la independencia está muy en boga y que no deberíamos descartarla. Después de todo, es la característica fundamental de los americanos. Si Méjico hubiera accedido a que Texas fuera un estado federado ese deseo de independencia se habría visto satisfecho durante algún tiempo. Pero ahora es necesaria una ruptura total.

—¿De modo que cree que estamos destinados a una guerra a gran escala?

—Creo que estamos destinados a una trágica guerra de pacotilla en la que Santa Ana saldrá victorioso. Por eso me preocupa que viva en un lugar tan señalado.

—Seguiré siendo una posadera nada señalada.

—Será difícil que se quede sentada remendando mientras se libra una guerra a su alrededor.

—¿Ha estado en alguna guerra, Edmund?

—En una guerra propiamente dicha, no. He estado en medio de algunas reyertas amargas y he visto a un par de hombres metiéndoles plomo a otros. Pero me mantengo apartado de las guerras de verdad todo lo posible.

Mary no respondió y en el silencio Edmund miró furtivamente su rostro bajo el sombrero, la nariz deformada que lo atraía en lugar de repelerlo, el cabello castaño en la sien empapado por el húmedo aire de la costa y el contorno definido de la línea de la mandíbula.

Aquella mañana no estaba de buen humor. La conversación que había mantenido con Terrell en el tejado del establo la noche anterior aún lo desasosegaba. Detestaba sentirse inútil. Y detestaba envidiarlo; envidiar a un joven que, por complicada que fuese su situación actual, ya había experimentado el acto supremo de la intimidad humana. Sentado en el carro junto a la señora Mott, lo bastante cerca para sentir no sólo el contacto de la tela de su vestido sino la calidez de su cuerpo, percibía una creciente pesadumbre.

En el transcurso de las últimas semanas había empezado a sentirse incómodo en la posada mientras se recuperaba de la malaria, y ahora se había apoderado de él un horror supersticioso a marcharse. De hecho, semejantes sensaciones no le resultaban extrañas. Al igual que numerosos viajeros perpetuos, se sentía impulsado a vagar por el mundo tanto por la morriña como por la curiosidad. La temprana muerte de sus padres lo había marcado y toda su vida había experimentado la sensación de que lo habían expulsado en un momento crucial, antes de que se hubiera solidificado en su mente la imagen de lo que era un hogar.

—¿Hoy está melancólico? —aventuró Mary—. ¿O solamente lo preocupan los asuntos botánicos?

—Estaba pensando en este espléndido paisaje y en cuánto siento dejarlo por el monótono mar.

—El mar es hermoso —repuso ella—. O al menos a mí me lo parece.

—Sin duda es hermoso cuando se observa desde la orilla. Pero desde la cubierta de una goleta durante una borrasca es otra cuestión.

—Estoy seguro de que el tiempo será espléndido hasta que llegue a Veracruz, Edmund. Tal vez hasta vea una ballena o una manta saltarina.

—A lo mejor —asintió él, como para sus adentros.

Mary encontraba irritante que aún no hubiera usado su nombre de pila, aunque ella había pronunciado deliberadamente el suyo al menos en dos ocasiones.

—Espero no haber sido demasiado franca al considerarlo un amigo —dijo más bien fríamente—, conociéndolo tan poco.

—En absoluto, señora Mott.

—En absoluto, señora Mott —lo imitó ella.

Edmund se volvió ante su tono de reproche y Mary vio que enrojecía.

Al cabo de otro par de kilómetros captaron el olor de la sal en la atmósfera y oyeron el sonido lejano de las olas que rompían en las islas del arrecife. El camino discurría entre marismas relucientes y las canciones tenues y repetitivas de los avetoros invisibles se elevaban desde la espartina.

—Anoche tuve una conversación con Terrell —le dijo Edmund.

—¿Sobre qué?

—Sobre nada en particular. Sobre caballos y mulas. Es un chico estupendo.

—Es demasiado sensible. Se lo toma todo demasiado a pecho.

—Ya hay muchos que son groseros e insensibles.

—Su gramática es horrible. En su caso me temo que se trata de una cuestión de principios.

Mary titubeó un momento, reacia a expresar su mayor preocupación.

—Temo que no consiga mantener la cabeza fría si estalla la guerra. Puede que se vea envuelto en ella.

—Si tenemos suerte —dijo Edmund— escuchará muchas voces tranquilas. Me parece que los irlandeses seguirán siendo neutrales y habrá muy pocos tejanos que se beneficien de luchar contra su propio gobierno.

—Sí, pero ¿a qué gobierno serán leales? La guerra civil ya ha estallado en Monclova.

—Puede que todo eso la venga bien. Cuanto más abstrusa sea la causa más sencillo será mantenerse apartado del combate. Disculpe, ¿quiere parar el carro un momento, por favor?

Mary obedeció, pero antes de que consiguiera que Daniel se detuviera por completo Edmund ya había saltado al suelo y corría a inspeccionar una mata de flores amarillas que crecía en la base de una colina arenosa.

—¿Ha encontrado algo interesante? —le preguntó cuando le dio alcance. Edmund ya había sacado un cuaderno y estaba anotando pacientemente observaciones científicas.

—Un áster que no había visto antes —contestó—. ¿Lo reconoce?

Mary examinó una de las delicadas flores doradas que se mecían sobre los tallos altos y exuberantes. La flor le parecía un tanto pegajosa al contacto y no especialmente aromática, pero poseía una simetría conmovedora; sus filamentos blanquecinos irradiaban de un profundo disco dorado.

—No —admitió—. Es hermoso, pero nunca lo había visto.

—Ni la ciencia —añadió Edmund con una sonrisa—. Hasta este momento.

Mary lo observó mientras cortaba diversas muestras de la planta y las envolvía en hule; las secaría debidamente más adelante, le explicó, cuando estuviese a bordo del barco. Tomó algunas notas más sobre los contornos en los que había tenido lugar el descubrimiento, pidiéndole que lo ayudase a calcular la distancia exacta entre aquel punto anónimo y Copano.

A continuación prosiguieron la marcha. Al cabo de una hora divisaron la superficie azul de la bahía de Aransas y después el propio Copano, una ruinosa colección de jacales y edificios blancos de hormigón construidos en un acantilado sobre el agua. Se veían las minas de un antiguo fuerte español en una lengua de tierra a varios cientos de metros de distancia, siguiendo la curva de la bahía, y había algunos embarcaderos podridos bajo el acantilado, al otro lado de los cuales estaba anclado el paquebote.

Fresada los esperaba en la aduana, un edificio de hormigón de una sola planta cuya fachada se estaba desmoronando como un pastel rancio. Dentro no había personas ni muebles a excepción de una tosca mesa de madera en la que había sacas de correo desatendidas procedentes del paquebote. La tripulación estaba atareada llenando barricas de agua en una voluminosa cisterna y los escasos pasajeros mareados se habían tendido en catres bajo un toldo de tela desplegado junto a la aduana. Edmund y Mary se dirigieron al borde del acantilado y contemplaron el embarcadero.

—Ése es el capitán —le indicó ella, señalando a un hombre que estaba en el muelle instruyendo a una mujer y su joven hijo en el arte de la pesca—. El capitán Whitliff. La goleta se llama Pangea. Suele pasar la noche en la posada, como los pasajeros, pero parece que hoy tiene prisa.

—¿Estoy en buenas manos con el capitán Whitliff? —preguntó Edmund.

—Es bastante hábil cuando está sobrio. Como no suele haber nadie que se encargue de las banderas de señales debe juzgar por sí mismo el momento en el que la marea está lo bastante alta para cruzar el banco de arena.

—¿No hay piloto?

—Se ahogó el verano pasado. Algunos dicen que un tiburón se lo llevó del barco, porque no encontraron su cuerpo. Pero yo lo dudo. La bahía es poco profunda y no cabría un tiburón que fuera lo bastante grande para comerse a un hombre.

—¿Dónde está el agente de aduanas?

—En La Bahía. Rara vez tiene energías para desplazarse. Hay una guarnición mejicana en Lipantitlán, pero los soldados sólo vienen a recibir a la nave de suministros. A resultas de ello esta parte de la costa está abierta al contrabando.

En efecto, lo estaba. Cuando el capitán Whitliff volvió del muelle, Mary adquirió un buen número de mercancías que habrían estado prohibidas o sometidas a aranceles exorbitantes en puertos más celosamente guardados como los de Galveston o Velasco. El capitán estaba deseoso de venderle todo el contrabando que tenía a bordo, puesto que su siguiente parada de la costa era Velasco, donde someterían a sus manifiestos a una escrupulosa inspección. Fresada y Edmund llevaron al carro ocho barricas de harina fina y varios litros de salmuera, así como una caja de música hecha con caparazón de tortuga que reproducía diez tonadas y una exuberante alfombra de Bruselas. Cuando acabaron Fresada fue a sentarse y fumar un puro a la sombra de un mezquite, contemplando la bahía resplandeciente.

—No se encapriche de más fruslerías —le advirtió el capitán—. No pienso arriesgarme. Últimamente hay tantos cruceros mejicanos como algas en el golfo. Si me hubieran pillado con esta carga me habrían confiscado el buque y me habrían arrojado a una prisión infernal junto con mi tripulación. Quizá también incluso con los pasajeros. —Señaló con un gesto a la joven que seguía pescando en el embarcadero con su hijo—. Quizá hasta con la señora Travis y su chico.

El capitán Whitliff estaba impaciente por marcharse antes de que el recaudador de aduanas de La Bahía consiguiera levantarse y le dijo a Edmund que los vientos parecían favorables para partir al día siguiente.

—Lo dejo, pues —le dijo Mary a Edmund, después de que el capitán fuese a supervisar el abastecimiento de agua. Estaban con su equipaje en el ángulo de sombra que proyectaba la oficina de aduanas. Mary sintió la necesidad de evitar su mirada y se volvió hacia la bahía. Un arrecife de ostras se extendía sobre las aguas poco profundas como una medialuna alargada y cerca del centro de la bahía había una bandada de pelícanos que semejaba la espuma de las olas al romper.

—Volveré a por mis animales dentro de unos meses —le aseguró éste.

—Tengo ganas de que vuelva a ser mi huésped.

Le dio un beso impulsivamente, rozándole con los labios el hirsuto vello de las patillas. Era un gesto recatado pero Mary, con una repentina turbación, comprendió que Edmund no estaba preparado para tanto. Reaccionó quedándose quieto como un árbol. El hecho era que sentía una ternura inquietante por él y dejarlo en aquel puerto ruinoso y calcinado por el sol le parecía más un adiós, un final, de lo que había previsto.

Sin saber qué hacer, se dio la vuelta para dirigirse al carro. Edmund la siguió, le ofreció la mano para ayudarla a subir y se quedó plantado como un estúpido sin decir nada.

—¿Estás listo, Fresada? —llamó Mary al indio, que ya caminaba hacia ellos, llevando a Verónica.

Fresada se despidió de Edmund estrechándole la mano y montó en su caballo. Miró a Mary y ésta le indicó con un asentimiento que se adelantara. Fresada espoleó a la yegua, Mary cogió la vara de caña y se quedó un momento sentada junto a Edmund, escuchando los gritos de los marineros en el embarcadero. Observaron a una golondrina que atacó a Fresada cuando éste pasó junto a su sencillo nido. El pájaro descendió planeando desde el cielo y se retiró cuando su afilado pico estaba a escasos centímetros del sombrero de Fresada. Éste ahuyentó a la golondrina con la mano y se rió, sin dejar de cabalgar.

—Me gustaría darle las gracias… —balbuceó Edmund— por su… amabilidad.

Mary se habría reído de su torpeza si no le hubiera decepcionado tanto. Le habría gustado un sentimiento de despedida compuesto con un poco más de atención. Habría preferido que se hubiese comportado como un hombre al recibir un beso de una amiga en lugar de reaccionar como si le hubiese rociado una mofeta.

—Adiós, Edmund —dijo—. Que tenga buen viaje.

Le habló a Daniel, lo golpeó suavemente con la caña y el carro se puso en marcha con una sacudida cuando Edmund se hizo a un lado. Ella no volvió la vista atrás hasta que recorrió varios cientos de metros camino arriba y para entonces Edmund había desaparecido en la oficina de aduanas para guarecerse del sol de mediodía.

Durante todo el trayecto estuvo taciturna; el paisaje que antes le había parecido tan encantador ahora era mudo y ordinario y su propio temperamento se volvía contra ella. En una ocasión se detuvo al borde de la marisma sólo para contemplar la superficie agitada y las pequeñas olas que provocaba el viento que susurraba entre la hierba. Cuando Fresada, preocupado, volvió trotando hacia ella Mary le indicó que siguiera cabalgando, que lo alcanzaría más adelante.

Sobre su corazón pesaba una gran desazón, así como una decepción que no se permitía expresar. No se había sentido tan sola y aislada desde los primeros meses después de la muerte de Andrew y en su imaginación el peligroso estado del país se le figuraba un huracán en reposo, una oscura nube que cogía impulso antes del primer embate caprichoso.

Con ese sombrío humor subió de nuevo al carro, atravesando una vez más los campos de flores silvestres; las flores ya se habían replegado o estaban descoloridas por el fulgor implacable del sol. Llegó a la posada a mediodía. Sabía que Terrell estaba cazando y no esperaba encontrar a nadie más que a Teresa. Pero por alguna razón la chica de los Foley estaba en el patio, con los brazos a ambos lados del cuerpo, sonriéndole mientras ella se acercaba, como para darle la bienvenida a casa.