CAPÍTULO 10

HABÍAN TRANSCURRIDO varias semanas desde que Mary acompañase a Edmund a Copano y desde entonces no había vuelto a la orilla de la bahía. Antes del ataque de los karankawas disfrutaba visitando sus sitios favoritos para coger ostras a lo largo de la costa, pero ahora la visión de toda aquella agua abierta la atormentaba. Mientras conducía el carro de bueyes sobre los acantilados de conchas no lograba apartar la mirada de la superficie del agua, de aquel gran desierto azul del que podían surgir tantas amenazas.

Y no obstante la belleza de aquel paraje le elevaba desafiantemente el corazón. El agua tenía una calma somnolienta y se respiraba un deje salino en el aire que le hacía cosquillas en los huesos fracturados de la nariz. Las garzas merodeaban sobre la línea de la costa y en las aguas más profundas a lo lejos Mary divisó una aleta de marsopa que se arqueaba sobre la superficie, y recordó que cuando estaba tirada en el suelo esperando la muerte la visión de aquella criatura singularmente incognoscible había disipado momentáneamente el terror de su alma.

—¿Por qué está ladrando? —preguntó Edna cuando Profesor empezó a ladrar con furia e indignación a cien metros más adelante. El perro estaba al borde del agua, oculto de la vista bajo uno de los acantilados.

—Espere aquí —dijo Fresada, que espoleó a su montura, dejando atrás a Mary y Edna con el carro. Como no deseaba asustar a la muchacha, Mary refrenó el impulso de empuñar el rifle, pero tomó atenta nota de dónde se hallaba en el carro a sus espaldas y ensayó mentalmente la acción de cogerlo con un rápido movimiento para abrir fuego contra un atacante. Al cabo de un momento, sin embargo, Fresada se dio la vuelta para indicarles que siguieran avanzando y le dieron alcance al borde del acantilado, desde donde estaba contemplando un largo y serpentino arrecife de ostras que las débiles mareas de la bahía habían puesto al descubierto.

Profesor estaba ladrándole a un pez formidable que se debatía tras haberse quedado varado en la superficie del arrecife. Mary juzgó que medía casi seis metros de largo y que más o menos un tercio de dicha longitud se debía al peculiar morro plano que el pez agitaba de un lado a otro en su furia confusa.

—¿Qué es eso? —preguntó Edna.

—No lo sé —admitió Mary—. Nunca había visto a un pez así.

—Es un pez sierra —les dijo Fresada.

Mary y Edna lo siguieron hasta el pie del precipicio, al borde del agua, donde Profesor, agitado, se puso a bailar de un lado a otro, sin dejar de aullarle a aquel pez extraordinario. La sección de arrecife que había quedado al descubierto se adentraba veinte metros en la bahía. El pez se estaba sacudiendo con tanta violencia que se había lacerado la parte inferior del cuerpo contra las afiladas conchas de las ostras y su sangre teñía el arrecife. Mary constató que aquel extraño morro era en efecto una especie de sierra con los bordes tachonados con dientes que apuntaban directamente hacia fuera, y se habría dicho que, en su delirio moribundo, el pez estaba azotando el aire con aquella arma.

Al cabo de un momento Profesor no pudo soportarlo más y empezó a vadear las aguas poco profundas con la intención de nadar hasta el arrecife. Fresada alargó la mano para sujetarlo por la parte de atrás del cuello y lo arrojó de nuevo a la orilla.

—Ese pez puede cortar en dos al perro —observó.

Profesor no volvió a aventurarse en el agua, pero siguió aullando.

—¡Silencio! —exclamó Mary, y el perro obedeció de mala gana, gimiendo agitadamente.

—Entonces ¿es una ballena? —preguntó Edna.

—No —dijo Mary.

—¿Y si nos persigue?

—Se está muriendo —explicó Mary con impaciencia. Cualquiera que tuviese dos dedos de frente habría comprendido que el pez no estaba en condiciones de atacarlos, suponiendo que un ataque semejante formara parte de su naturaleza. La muchacha albergaba los temores salvajes e inconsolables de una niña. Y no obstante la visión de aquella criatura admirable y horrible muriéndose con tanto sufrimiento delante de ellos también inquietaba un poco a Mary.

»¿Es comestible? —le preguntó a Fresada.

—Se puede comer —contestó este—. Y tiene buen aceite.

Mary consideró momentáneamente adentrarse en el agua, quedándose a una distancia prudencial del arrecife, y dispararle. Pero ignoraba cuántas balas podía desperdiciar intentando penetrar el atlas de aquella criatura. Había oído que había peces con varios cerebros, así como las vacas tienen varios estómagos, y era imposible determinar en qué punto residía la consciencia de aquel monstruo.

—Esperaremos hasta que muera —anunció, y los tres se quedaron sentados en silencio durante algún tiempo, observando a la bestia que se estremecía y boqueaba sobre el arrecife de ostras. Su padre le había asegurado en una ocasión que los peces no sentían ningún dolor, pero ella siempre lo había dudado. Sentían algo cuando los arrancaban del agua con un anzuelo o los arrastraban jadeantes con una red. Siempre había creído que si no sintieran nada no les preocuparía tanto la muerte.

—¿Cuánto tardará, señora Mott? —le preguntó Edna.

—No lo sé, niña.

—No me gusta mirarlo.

—Pues entonces vuelve la cabeza.

Pero Edna no apartó la mirada del pez moribundo. Sólo volvería la cabeza si ella también lo hacía. Hacía todo lo que hacía Mary, aunque no a la manera de una imitadora sino más bien como una niña que encontraba seguridad correspondiendo a los movimientos y las expresiones de un ser más sabio y más poderoso que ella. Mary comprendió que para ella el menor gesto de independencia llevaba consigo la amenaza del aislamiento. Nunca había visto a una chica que anhelase tanto el amor, el simple contacto humano. Aquella constante necesidad la irritaba, pero también la conmovía.

Cuando se había presentado en la posada hacía varias semanas tenía una expresión tan confiada y suplicante en los ojos que Mary no habría podido echarla aunque no hubiese anunciado que estaba gestando al hijo de Terrell.

—¿Ahora puedo vivir con usted? —le había preguntado—. ¿Me va a cuidar?

Atónita, Mary había interrogado meticulosamente a la muchacha sobre la fecha de sus últimas menstruaciones, dolores en los pechos y otras indicaciones del embarazo, pero las respuestas de Edna habían sido tan opacas que estaba claro que su embarazo era más un deseo que una realidad.

Al principio Mary tampoco se inclinaba a creer las afirmaciones de que había mantenido relaciones con Terrell, pero el semblante afligido de éste cuando entró en la casa aquella tarde y vio a Edna le arrebató la esperanza en ese sentido.

Le ordenó a Edna que se quedase bebiendo té y le dijo a su hijo que la acompañase. Fueron al río sin decir palabra. Terrell, con las facciones crispadas, se agachaba para coger piedras y se levantaba para arrojarlas ociosamente al agua una detrás de otra.

—¿Está diciendo la verdad? —preguntó Mary—. ¿Habéis estado juntos de esa forma?

Terrell intentó hablar, pero la vergüenza que sentía era tan aplastante que se limitó a asentir con la cabeza mientras empezaban a manarle lágrimas de los ojos.

—Ay, Señor —suspiró ella—. ¿Por qué has hecho una cosa así, Terrell? Está perturbada. No tiene dos dedos de frente. ¿Por qué te has aprovechado de una chica tan tonta?

—No pretendía hacerlo —repuso Terrell.

—Ha dicho que está embarazada.

La expresión de terror que se dibujó en el rostro de su hijo le rompió el corazón. Alargó impulsivamente los brazos para abrazarlo y protegerlo, pero él se apartó, demasiado avergonzado de sí mismo y enfadado con ella para permitírselo.

—No pretendía hacerlo —repitió.

—Está bien. No creo que vaya a tener un niño de verdad. Me parece que se lo está inventando.

Terrell no quería mirarla. En el silencio prolongado que hubo a continuación se enjugó furiosamente las lágrimas de los ojos.

—Nunca he hablado contigo de estas cosas —dijo Mary suavemente—. Del amor entre los hombres y las mujeres. Es culpa mía por no haberte dado más consejos. Siempre esperé que aprendieras esas cosas de tu padre.

Advirtió en su rostro que le resultaba insoportable que su madre le echara sermones sobre la más privada de las cuestiones humanas.

—Por favor —balbuceó cuando abrió la boca para continuar—. Por favor, no sigas hablando de esto.

—Ojalá nunca hubiésemos tenido que hablar de esto, Terrell —repuso ella.

Se proponía seguir hablando pero refrenó su lengua. También refrenó sus pensamientos, puesto que no deseaba imaginar a su hijo compartiendo aquella espuria intimidad con Edna Foley. Estaba enfadada con él pero también estaba desconsolada por él, porque sabía que la gloria del amor sexual no había estado necesariamente emponzoñada para él desde el principio.

—Dejaré que pase la noche aquí —anunció— y la llevaré con sus tíos por la mañana. Dormirá en tu cama y tú dormirás en la fonda.

—Está bien —accedió Terrell, y arrojó otra piedra al río.

Terrell cenó solo aquella noche y a la mañana siguiente se despertó mucho antes del alba y se fue a cazar a las praderas.

Mary dejó que Edna ayudase a Teresa a preparar el desayuno de los únicos huéspedes de la posada, una pareja de hermanos de Tennessee cuyas esposas habían perecido en el mismo incendio y que habían llegado a Texas en busca de una manera de rehacer sus vidas. Llevaban pieles de ante y camisas de caza deshilachadas y dieron cuenta del desayuno en un silencio cortés y melancólico. Cuando acabó la comida y limpiaron los platos llevó a Edna a un lado y le explicó con tono firme que iba a llevarla a casa. La muchacha contestó solamente con un asentimiento devastado y se quedó sentada con aparente resignación mientras Mary le ensillaba la mula. También ensilló a Cabezona (la yegua del señor McGowan se alegraba de cualquier ocasión para salir del establo) y llevó las dos monturas al pasaje, donde Edna estaba sentada con embotada desesperación.

—Vamos, niña —dijo.

Edna, obediente, montó en la mula y siguió a Mary, que recorrió el sendero que discurría junto a la orilla del río. Mary sabía que los tíos de Edna vivían a unos ocho kilómetros río arriba en una fértil hondonada en la que cultivaban maíz, sacaban a pastar a los cerdos y practicaban su religión de una forma tan severa y mortificante que estaban aislados hasta de sus correligionarios católicos.

Durante la mayor parte del camino Edna cabalgó en un silencio solemne y atormentado. Pero cuando se acercaron a la tierra de sus tíos tiró de las riendas de la mula y estalló en llanto.

—¿Qué te pasa? —preguntó Mary, dando la vuelta a Cabezona para encararse con la muchacha.

Ésta lloraba tan lastimosamente como una niña de tres años.

—No quiero volver allí —gimió—. Por favor, no me obligue, señora Mott.

—Cállate. Es tu casa.

—¿Y mi bebé?

—No hay ningún bebé, Edna.

—¡Sí que lo hay! ¡No me eche, señora Mott! No tengo a nadie. Nadie me cuida.

—Tonterías. Tus tíos te cuidan.

—¡No, no lo hacen! ¡Creen que estoy poseída por el diablo!

—Seguro que no creen eso.

—¡Sí que lo creen! ¡Se lo juro!

La muchacha lloraba con tanta violencia que se había provocado hipo y al verla sentada en la silla a Mary le pareció la criatura más desamparada y desesperada que había visto jamás.

—Por favor, no me obligue a ir —repitió Edna, entre hipidos espasmódicos.

Al final Mary no fue lo bastante fuerte para obligarla a volver a casa. La pobre muchacha era frágil y estaba perturbada, pero eso era aún más razón para no devolverla a la cruel existencia que compartía con sus tíos. Aunque no creyeran que el diablo estaba en su sobrina era bien sabido en Refugio que eran hombres amargados e insensibles. Cuando dio la vuelta a su caballo y la llevó de nuevo a la posada Mary trató de convencerse de que era una decisión sensata, pero también sabía que poco bien resultaría de ella. La muchacha sería sin duda una molestia más que una ayuda y su presencia turbaría profundamente a Terrell. Pero Terrell tendría que sobrellevar sus turbaciones. Era culpa suya que se hubiera presentado aquella situación, y Mary decidió que una obra de caridad hacia aquella niña tonta era un modo excelente de enseñarle responsabilidad sobre sus propios actos. Pero más allá de todo eso estaba el hecho de que sencillamente no tenía fuerzas para mirar a aquella niña que sufría y negarle lo que más necesitaba y que ella sabía que podía darle: una presencia adulta firme y reconfortante. Mientras cabalgaba de vuelta a la posada comprendió el profundo deseo que había tenido de criar a Susie hasta que fuese adulta y que al morir siendo una niña había dejado algo eternamente insatisfecho e inexpresado en ella.

—No sé cuánto tiempo se quedará —le había explicado a Terrell aquella tarde—. Lo único que es seguro es que está necesitada, que ha recurrido a nosotros y que tenemos una obligación cristiana para con ella.

Terrell no le contestó, se limitó a asentir con la cabeza a modo de afirmación resignada. Mary no pudo evitar sentir que de algún modo lo estaba traicionando. En el fondo de su corazón, imaginaba ella, había esperado que su madre devolviera las cosas a la normalidad; pero en cambio había acogido en su casa a aquella muchacha que no podía sino recordarle su propia naturaleza corrupta.

La cólera que Mary había sentido al principio hacia Terrell se había apaciguado. Ella sabía, gracias al ejemplo de su propio carácter, que los hombres y las mujeres podían encontrarse indefensos cuando el deseo sexual los ponía a prueba. Le perdonaba aquel impulso a su hijo así como se lo había perdonado a ella misma, pero sabía que Terrell no podía evitar considerar que aquel error era un pecado terrible, gravoso y degradante.

No le preocupaba en modo alguno que el pecado se repitiera; Terrell estaba demasiado avergonzado para eso. En el transcurso de las semanas que Edna se había alojado con ellos había cazado o realizado sus tareas con taciturno aislamiento, sin apenas hablar con nadie, ni siquiera con Fresada, y evitando los ojos de su madre como si tuviera miedo de ellos, como si su mirada atravesara su cuerpo hasta su sórdida alma. Le rompía el corazón ver cómo se alejaba, pero cuando intentaba hablar con él o tocarlo sólo sentía la rigidez de su cuerpo y el incesante desasosiego de su mente.


Cuando al fin, después de una media hora, el gran pez dejó de moverse Fresada fue chapoteando hasta el arrecife y le propinó una fuerte patada en el costado detrás de la aleta, que era gruesa y semejaba un ala. Estaba preparado para apartarse de un brinco si la criatura volvía de nuevo a la vida, pero ésta no se agitó.

Mary y Edna lo siguieron y se detuvieron en el arrecife para examinar el pez sierra mientras Profesor le olisqueaba el costado con audacia. En efecto, era tan grande como una ballena, se dijo Mary. Le habría gustado tener consigo papel y tinta para hacer un boceto o que hubiera un modo factible de llevarlo a Refugio de una pieza para exhibirlo, pues estaba segura de que pocos en el pueblo habían visto nunca algo semejante o imaginaban siquiera que una bestia tan monstruosa habitaba aquellas aguas familiares. Miró a Profesor, que estaba corriendo de un extremo a otro del pez, ladrándole como si tratase de despertarlo de su sueño mortal. El perro la hizo pensar en Edmund McGowan y el oscuro resentimiento que seguía albergando hacia él. Ahora se hallaría en las profundidades de Méjico, si el paquebote no se había hundido en el golfo ni lo habían abordado los piratas, si no había contraído la fiebre amarilla en Veracruz ni lo habían asesinado los bandidos en el camino que llevaba a Ciudad de Méjico. En ese preciso momento sin duda estaba pronunciando un discurso acerca de alguna misteriosa flor o arbusto ante un público de ignorantes conductores de mulas o un aburrido hacendado. Sintió deseos de decirle cuando regresara que mientras él estaba admirando las maravillas de Méjico había perdido la ocasión de ver a un pez sierra de seis metros varado en un arrecife, un acontecimiento que sin duda no podía esperar que se repitiera en toda su vida.

—Lo despedazaremos aquí —le dijo Mary a Fresada— y llevaremos la carne en el carro.

Sólo tenían dos cuchillos, de modo que Mary le encargó a Edna la tarea de llevar la carne al carro mientras Fresada y ella la separaban del cuerpo. La piel del pez era áspera al tacto y su carne era muy firme. Podía ahumarla como la caballa, pensó, o escalfarla. Trabajaron durante varias horas hasta que el carro se combó bajo el peso de la carne.

—¿Qué vamos a hacer con todo esto, señora Mott? —preguntó Edna, exhausta pero sin quejarse, feliz de que la incluyeran en el trabajo—. Es mucho.

—Siempre hay familias hambrientas en Refugio —contestó Mary—. Pero hemos de darnos prisa. Si no la cocinamos o la conservamos en seguida se echará a perder. ¿Dónde encontraremos el aceite, Fresada?

—En el hígado —respondió éste, y serró una de las gruesas aletas en el lado opuesto del cuerpo del pez.

Mary se agachó para abrir el vientre del pez con su cuchillo bowie, dejando que las entrañas cayeran por su propio peso. El hígado cayó de una forma obscena sobre las conchas de ostras, una enorme forma flácida del tamaño de un niño humano.

—Debe de pesar treinta kilos o más —comentó—. Tendremos que atarlo a Daniel y que lo arrastre hasta…

Sus palabras se vieron interrumpidas por el repentino chillido de Edna. Mary se puso en pie de un brinco, aferrando el cuchillo, y Edna se puso detrás de ella y la asió por la cintura.

—¿Qué pasa? —exclamó Mary—. ¿Qué pasa, niña?

—¡Ahí abajo! —respondió ella.

Mary miró hacia abajo y dio un salto hacia atrás. Había media docena de peces sierra en miniatura retorciéndose a sus pies y aún otros resbalando de la brecha en el cuerpo de su madre. Los peces bebé estaban perfectamente formados, completamente vivos, y todos ellos se convulsionaban desconcertados.

Los sollozos aterrorizados de Edna enojaron a Mary, aunque admitió que había algo espantoso, algo siniestro, en todos aquellos monstruos huérfanos estremeciéndose sobre las conchas de ostras.

—No te harán daño —le aseguró Mary—. Ahora vuelve al carro. Vamos.

—Venga conmigo, señora Mott. No quiero estar sola.

—Por amor de Dios, Edna, no pueden hacerte daño.

—¡No me gustan! ¡Los odio!

—Pues no los mires. Venga, márchate ya.

—¡Son obra de Satanás, señora Mott!

Mary se zafó de la presa de Edna y le propinó un suave empujón para que abandonase el arrecife. La muchacha vadeó las aguas hasta la orilla, gimiendo de temor y confusión durante todo el trayecto.

—Nunca había visto a una criatura tan impresionable —le dijo Mary a Fresada. Los dos la estaban observando mientras se encaramaba a la orilla y se detenía junto al pobre Daniel, el buey, como si éste fuera capaz de consolarla—. Todo le da miedo.

—Ve al diablo en esto —declaró Fresada. Contempló los pequeños peces sierra que seguían emergiendo del cuerpo destripado de su madre como en una espantosa parodia del nacimiento humano.

—¿Y tú también lo ves? —le preguntó ella.

Fresada no contestó y siguió mirando aquellas formas convulsas. Tenían algo que a Mary le recordó un miedo profundo y antiguo que ella misma había albergado antaño. Cuando estaba a punto de salir de cuentas con Susie había tenido un sueño en el que daba a luz a una criatura malévola e irreconocible que no era humana en absoluto. Pero el miedo que recordaba parecía venir de más atrás, de los vapores de la primera infancia, una época en la que el mundo era nuevo y peligroso para ella y una sensación de amenaza surgía de cualquier rincón.

Se inclinó, cogió a uno de los pececitos por la cola y lo arrojó al agua. A continuación procedió a hacer lo mismo con los demás, con cuidado de mantenerse apartada de sus morros tachonados de dientes. Fresada la secundó y al cabo de unos instantes habían soltado a todos los jadeantes bebés en el mar.

—¿Por qué hace eso, señora Mott? —exclamó Edna desde la orilla, pero Mary la ignoró. No tenía ninguna razón para rescatarlos, aparte de la predisposición a no permitir que los seres que sufrían muriesen sin ningún motivo. Y aunque aquéllos fueran los descendientes proteicos del diablo, era evidente que estaban sufriendo.

Entre ambos, Fresada y ella, consiguieron llevar el monstruoso hígado del pez al carro sin contar con la ayuda de Daniel. A continuación Mary le indicó a Fresada que volviese al arrecife y cortase aquel pico de aspecto mortífero para llevárselo a casa como curiosidad. Antes de que partiesen hacia Refugio Mary se arrodilló al borde del agua para lavarse de los brazos la sangre y la bilis del pez. La nube de gaviotas que habían descendido para picotear el cadáver era tan densa que apenas lo veía.

En el camino de regreso a Refugio se encontraron con dos vaqueros del rancho de De La Garza y Mary les dio cinco kilos de pescado, advirtiéndoles que lo cocinasen en cuanto regresaran al campamento, pues temía que se estropeara debido al calor del sol. En el pueblo, John Dunn aceptó una donación de pez sierra en nombre del ayuntamiento y le prometió que en adelante lo distribuiría entre los residentes necesitados de Refugio.

—Es usted una mujer admirablemente mortífera, señora Mott —comentó Dunn mientras inspeccionaba el pico del pez sierra—. Primero mata a un kronk merodeador y ahora a esta extravagante criatura.

—Yo no lo he matado, John. Se quedó varado en un arrecife y se murió solo.

—Un pez puede hacer mucho daño con esto —observó, sopesando el pico como si fuera un arma—. Y un hombre también, por Dios. Me recuerda a una espada azteca.

—La carne se estropeará en seguida —le recordó Mary.

—Acabo de leer en el Telegraph que han fundado una empresa en Boston para abastecer de hielo al gobierno de Malta a poco más de cuatro centavos el kilo. Y también al pachá de Egipto. ¿Se lo imagina? ¡Si es posible mandar hielo a la tierra de las pirámides seguro que también es posible mandarlo a Texas! Podríamos comer pescado fresco hasta el día de Santa Brígida.

—Si quisiéramos pagar los aranceles.

—Bueno, en eso tiene razón, señora Mott. Habría que pensárselo mucho antes de pagar un dinero permanente por un artículo tan efímero como el hielo. ¿Y se ha enterado de la noticia?

—No. ¿De qué noticia?

—Santa Ana ha alzado el velo de Mokanna.

—¿Qué ha hecho qué?

—Ha atacado a sus propios compatriotas en Zacatecas. No solamente ha conquistado la ciudad sino que también la ha saqueado. El hombre que Austin creía que iba a defender la Constitución de 1824, el hombre que todos pensábamos que era el salvador federalista, ¡ha resultado ser un tirano centralista después de todo!


Aquella noche en la posada se habló brevemente de la caída de Zacatecas durante la cena, aunque a Mary la atormentaban las catastróficas posibilidades que auguraba. Los dos hermanos de Tennessee, que no tenían inclinaciones políticas ni eran especialmente inteligentes, no querían o no podían reconocer el hecho de que Texas pertenecía a Méjico y no a los Estados Unidos.

—Esto es suelo americano —afirmó Rice, el hermano menor y más pálido— y no podemos consentir que ningún presidente frijolero crea que nos lo puede arrebatar.

—¡Mira quién habla! —repuso el hermano mayor, Montroville, con una burla exasperada—. Hace dos semanas que has llegado y ya estás dispuesto a luchar contra Santa Anita.

—No cabe duda de que ésta es la tierra de los melocotones y la caña, Montro.

—Es la tierra de los frijoleros, eso es lo que es.

Montro se sirvió otro filete de pez sierra.

—Espero que el pescado no le parezca demasiado seco, señor Gleason. Es un tipo que no había cocinado nunca.

—No, señora —contestó éste—. Rice y yo estamos acostumbrados a comer mucho peor.

—Hemos comido diecinueve clases de animales en este viaje —explicó Rice—. A saber: búfalos, mustangs, caballos de granja, vacas salvajes, ciervos, antílopes, panteras, osos, gatos monteses, pumas, mofetas, leopardos, castores…

Y prosiguió la cantinela de sus hazañas cinegéticas como si estuviera leyendo una página de un ejemplar del almanaque Crockett. Su hermano y él entablaron en seguida una encendida discusión sobre si el término «animal» incluía a los peces, las tortugas y las aves o se aplicaba solamente a las criaturas con pelo.

Terrell guardó silencio durante la cena, eludiendo la mirada de Mary y sonriendo débilmente cuando pasaron el pico del pez sierra alrededor de la mesa para la admiración de los comensales. En el pasado Mary esperaba que ayudase a Teresa a servir y recoger, pero ahora que estaba Edna aquella tarea había recaído sobre ella y Mary esperaba que Terrell aprovechara la ocasión para desempeñar el papel de anfitrión. Pero estaba tan inquieto últimamente, y la compañía de aquella noche era tan pobre, que era una esperanza infundada.

Advirtió que tenía especial cuidado de no mirar a Edna cuando ésta se llevó su plato, ni siquiera levantó la vista hasta que ella volvió a la casa. Su actitud hacia ella consistía en evitarla meticulosamente y Edna por su parte parecía satisfecha de que así fuera. Se había adherido a Mary y parecía que el puerto seguro de la bondad de otro ser humano era lo único que ahora ansiaba en el mundo.

—Buenas noches, señora Mott —dijo al anochecer, cuando se dirigía al jacal que compartía con Teresa. Llevaba una vela que protegía de la brisa con la mano y el fulgor de la llama bacía que sus rasgos pequeños e imprecisos parecieran hermosos.

—Buenas noches, Edna —respondió Mary desde el pasaje, donde estaba sentada remendando una de las camisas de franela de los hermanos Gleason.

—¿Terrell está despierto? —preguntó.

—Está en casa. Le daré las buenas noches por ti.

Observó a la muchacha mientras iba descalza al jacal recorriendo un camino que Mary y Terrell, una tarde ociosa, habían bordeado con rocas fosilíferas sacadas del lecho del río. No le faltaba atractivo, físicamente hablando, y, aunque eso no excusaba que Terrell se hubiera portado tan mal con ella, de un modo indefinible hacía que pareciera menos crudo.

Cuando terminó el remiendo se levantó para entrar en la casa. Como todas las noches, Profesor la miró con una sobria expectación cuando abrió la puerta. Parecía que creía que tenía derecho a que lo invitasen a entrar en casa para dormir y noche tras noche no desistía de aquella desesperada convicción.

Dentro, Terrell estaba acostado en el altillo. Aunque el suelo lo ocultaba de su vista Mary sabía que estaba leyendo por la luz de la vela.

—¿Qué libro tienes ahí arriba? —le preguntó con tono neutral.

Ivanhoe.

—¿Te sigue gustando tanto como antes?

—No tanto.

—Los señores de Tennessee se marchan mañana después del desayuno —le dijo—. Van a San Felipe y luego remontarán el Brazos hasta la tierra de los búfalos.

—Vale —repuso Terrell.

—Hoy es el cumpleaños de tu padre.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo ella, sentándose en la silla de piel de caballo—. Habría cumplido treinta y nueve años.

Un autillo ululó en el exterior y su voz hueca y alarmada pareció llenar la casa.

—¿Te gustaría que nos mudáramos? —le preguntó a su hijo, diciendo las palabras en cuanto se le ocurrió la idea—. ¿Que volviéramos a Kentucky?

Terrell no le contestó hasta pasado un buen rato, aunque en el silencio Mary era consciente de algún modo de que estaba deliberando.

—No lo sé —llegó al fin su voz desde el rincón alumbrado por la vela encima de ella.

—¿Quieres mirarme cuando me hables?

—No lo sé —repitió; su rostro había aparecido por encima del borde, tenía el cabello fino despeinado en el punto donde había apoyado la cabeza contra la pared mientras leía.

—Es difícil saber si lo que ha pasado en Zacatecas apaciguará las discusiones acerca de la guerra o las inflamará —meditó en voz alta—. Puede que lo más prudente sea que volvamos a los Estados Unidos y nos llevemos lo que podamos antes de que nos echen con las manos vacías.

—No pueden quitarnos este sitio.

—Sí que pueden, Terrell. Y también pueden quitarnos la vida.

—Si lo intentan se armará una buena.

Ella reprimió una sonrisa ante aquellas tercas palabras de su delicado y pacífico hijo. Y sin embargo era posible que aquellas palabras fueran sinceras. Quizá no fuera tan delicado y pacífico en el fondo. Después de todo, había imaginado que era un muchacho tan inocente y casto como un niño de un cuento de hadas hasta que el incidente con Edna Foley le había demostrado lo contrario; no era malo, sin duda, ni corrupto, pero rebosaba un deseo ingobernable. Y en cuanto al combate, sabía muy bien cuánto disfrutaba cazando, la calma que parecía asentarse sobre su alma después de quitarle la vida a otra criatura. En su corazón, pensó, tal vez fuera un guerrero que esperaba la inminente guerra así como un cazador espera a un ciervo en su escondite.

—¿No quieres bajar a hablar conmigo? —dijo dirigiéndose al altillo—. Vamos a sentarnos y hablar cara a cara en lugar de gritarnos como si fuéramos un par de búhos.

—Sólo quiero irme a dormir —contestó Terrell.

—Terrell, ¿por qué insistes en comportarte como si te estuviera castigando por lo de Edna y en castigarme a mí a cambio? Ojalá pudiéramos olvidarnos de todo esto. Ojalá pudiese mandarla con sus tíos, pero no tengo fuerzas para hacerlo.

—Lo sé —le aseguró él—. Sólo quiero irme a dormir.

Apagó la vela de un soplido y le dijo: «Buenas noches». Mary se las devolvió y se quedó sentada en la oscuridad con el silencio entre ambos, sabiendo a la perfección que Terrell estaba tan intranquilo y desvelado como ella.

Sin embargo se levantó, se puso el camisón y se acostó en la cama. Cuando cerró los ojos se topó con una claridad sobrenatural al gran pez en el arrecife y los convulsos bebés que se derramaban de su vientre muerto. Y fue la idea de aquellos niños primitivos nadando valientemente hacia la bahía lo que finalmente la reconfortó hasta que logró conciliar el sueño.