CAPÍTULO 33

—NO ME dejes quedarme dormido, Joe.

Travis se irguió en la silla con una hoja de papel bajo la pluma. Se trataba de una carta que había empezado a primera hora de la tarde y que había retomado en repetidas ocasiones durante el transcurso del día, eliminando las frases imperfectas con trazos furiosos. A juzgar por el nerviosismo que le causaba la carta Joe decidió que estaba dirigida al joven Charlie. Recordaba el día de la primavera anterior en el que habían salido de San Felipe para recoger al chico de la esposa de Travis y que al principio parecía que Charlie tenía miedo de su padre, de su naturaleza extrovertida y dramática y su voz estruendosa mientras atravesaban las praderas desiertas y los oscuros e interminables cañaverales en el camino de regreso.

El muchacho se había encariñado con Travis en seguida. Era un hombre que daba la impresión de saber naturalmente adónde iba, que siempre tenía un destino en la cabeza, y eso había reconfortado a Charlie no menos que al propio Joe; uno prefería que el hombre que controlaba su vida confiara en la suya. Aquella noche cuando se había dirigido a la guarnición algunos se habían burlado al principio, pero al final del discurso había conseguido que creyeran que de veras era posible que llegasen refuerzos, que Williamson y los demás estaban ahí fuera en alguna parte más allá del círculo de tropas mejicanas, tratando de hallar la forma de entrar en El Álamo.

Lo que preocupaba a Joe era que no pensaba que el propio Travis lo creyera. Solía escribir cartas rápida y furiosamente, pero ahora se debatía con cada palabra de una forma que le hacía pensar que estaba intentado redactar su testamento. Habían pasado tres o cuatro horas desde que había dado el discurso a los hombres y había pasado la mayor parte del tiempo en los muros con Joe, contemplando la negrura del invierno en busca de cualquier indicio de movimiento, ya fuera texiano o mejicano. Había doblado las guardias, pero en el ominoso silencio de los bombardeos interrumpidos los hombres de los parapetos encontraban dificultades para mantenerse despiertos. Ni siquiera el cruento frío lograba impedir que dieran cabezadas y Travis y los restantes oficiales, que apenas estaban conscientes, se veían obligados a zarandearlos repetidamente para devolverlos a la vida.

—Daría mal ejemplo si me acostara —estaba diciendo ahora Travis, dejando al fin la pluma con cansancio y frustración—. No lo permitirás, ¿verdad?

—No —dijo Joe.

—Bien. —Travis lo miró con ojos vidriosos y distantes—. Me has servido de manera encomiable durante estos tiempos difíciles.

—Gracias, señor —contestó Joe, irritado por el cumplido y por la decorosa respuesta que requería. No albergaba malos sentimientos hacia Travis ni le faltaba especialmente al respeto, pero de pronto deseaba atravesarle el pecho de un disparo, pegarle un tiro al soldado Herndon, arrebatarle a la mujer de color de sus manos muertas y adentrarse con ella en el campamento mejicano. Era un pensamiento maligno y le pasó por la mente con la velocidad de un parpadeo. Se preguntó, ya que algo así se le había presentado en la imaginación, ¿significaba que también formaba parte de su naturaleza? Había vivido su existencia de esclavo con un semblante ecuánime y obediente, pero estaba empezando a pensar que también había algo fuerte y amargo dentro de él, algo que le decía que el destino que imaginaba Travis y el suyo quizá fuesen dos lugares distintos.

Soy negro, repetía ahora constantemente en sus pensamientos. Estaba bastante seguro de que era la expresión correcta en español. Al principio del asedio había oído que Crockett le preguntaba jocosamente a Travis cómo se decía «No me dispare», y Travis se había reído y había contestado:

—Limítese a levantar las manos, congresista, y diga no me mate. —Joe había retenido en secreto aquellas palabras en su mente y ahora las unió y las practicó: «Soy negro. No me mate».

Travis se quedó dormido con la espalda recta apoyada en el respaldo de la silla y los brazos descansando en el escritorio como pesas. La boca se le abrió contra el pecho.

—Coronel Travis —dijo Joe, al principio suavemente y después con brusquedad, y Travis se despertó dando un respingo y dijo:

—Gracias, Joe.

Pero después volvió a dormirse, y antes de que tuviera ocasión de despertarlo Joe también se durmió.


Su Excelencia llegaba tarde, de modo que el ataque también se retrasó. Los oficiales superiores lo esperaban en la tienda de campaña que habían instalado detrás de los parapetos defensivos de la batería del noreste. Cos y Castrillón estaban charlando con el extraño y exacerbado desenfado de los hombres que se disponen a entrar en acción; Cos estaba describiendo el elefante que había visto exhibido en Veracruz en el 32, con sus grandes orejas hechas jirones y su desesperada inteligencia, y Castrillón estaba recordando sus estudios sobre las guerras púnicas y cómo los romanos habían aprendido a cortarles la trompa a los elefantes de guerra de Aníbal y a espolear de nuevo a las enloquecidas bestias hacia las filas de los cartagineses para que aplastasen a sus propias tropas.

Mientras ellos hablaban Almonte iba de un lado a otro en silencio, estudiando la cara de su reloj. Telesforo estimaba que eran casi las cinco de la mañana. Habían ordenado a todas las tropas que tomaran posiciones y muchas de ellas estaban a la intemperie en la gélida oscuridad desde hacía horas. El pabellón estaba razonablemente caliente; fuera había una hoguera chisporroteante que llevaba el olor del roble ardiente mezclado con el aroma del café, pues se estaban calentando varias cafeteras sobre las lámparas de aceite. Telesforo había cometido la imprudencia de beber una taza de más y eso, combinado con el frío y sus nervios excitados, lo había obligado a orinar tres veces durante la hora pasada, una debilidad embarazosa y poco manejable para alguien que sólo tenía un brazo operativo. Ahora estaba sentado en un taburete de campamento, estudiando las llamas del exterior a través de la tela de la tienda, mordisqueando un bolillo que había cogido de una bandeja y deseando intensamente que Santa Ana llegase y les ordenase atacar antes del amanecer.

Y eso hizo.

—Buenos días, caballeros —dijo mientras entraba a buen paso en la espaciosa tienda y aceptaba una taza de café de un mozo—. ¿Han desayunado todos? En ese caso vamos a repasar brevemente el plan de batalla.

Exigieron de nuevo los mapas de Telesforo y los oficiales se congregaron a su alrededor, escuchando a Su Excelencia mientras describía los movimientos de las cuatro columnas, la imperiosa necesidad de sorprender al enemigo y abrir una brecha en los muros en una poderosa oleada de movimiento de modo que las tropas no sufrieran un fuego constante y el enemigo no tuviera tiempo de sabotear sus propios cañones durante la retirada. ¿Estaban las dotaciones de artilleros preparadas para entrar corriendo y apoderarse de esos cañones? ¿Estaban los cohetes de señales listos? ¿Estaba la caballería del general Sesma ensillada y en posición, dispuesta a sofocar las salidas al este y el sur?

—Como ya saben, caballeros —dijo Santa Ana cuando le informaron de todo ello a su entera satisfacción—, y ahora se lo repito, en esta guerra no habrá prisioneros. Por supuesto, no escatimarán esfuerzos para perdonar a los obvios no combatientes, así como a los esclavos negros que les pidan piedad, pero el resto de esos aventureros sin ley morirán combatiendo o suplicando, como prefieran. Ahora, si no tenemos que abordar otras cuestiones urgentes, les pido que se retiren a sus puestos y esperen a los cohetes de señales. Que sus hombres avancen a toda velocidad, que no vacilen ni se acobarden. Confío plenamente en que éste será un día de gloria y gratificación para nuestro país. Que Dios nos bendiga, amigos míos, en nuestro empeño.

Les estrechó la mano a uno detrás de otro. Cuando llegó a Telesforo asió su mano con fuerza y lo atrajo hacia delante, para poder hablarle al oído.

—Me tranquiliza mucho —susurró— tener cerca a oficiales como usted, hombres que sé que cumplirán con su deber.

Telesforo salió al frío y se apresuró a ocupar su puesto con los zapadores, que estaban apostados a unos cincuenta metros al este del pabellón de Santa Ana.

—Los hombres están sufriendo con tanto frío —le dijo Robert Talon. El pompón del chacó estaba casi aplanado por el viento y había enterrado las manos en el fajín para calentárselas.

—El ataque se producirá pronto —le aseguró Telesforo—. Antes del alba, sin duda.

—¿Y participaremos en él?

—No lo sé, pero si hay resistencia significativa creo que es casi seguro.

Los dos hombres contemplaron El Álamo en la distancia. Telesforo apenas distinguía a los miembros de las columnas de Duque y Cos desplegadas en el suelo a varios cientos de metros más adelante. Los soldados eran admirablemente silenciosos pero estaban inquietos e incómodos y percibía sus movimientos en el frío. Supuso que serían casi las cinco y media. En menos de una hora empezaría a salir el sol y el ejército quedaría al descubierto. Por lo tanto el momento de la batalla sin duda estaba próximo.


Edmund estaba sentado en un puesto de tiro en el muro oeste, asomándose al otro lado de la barricada improvisada en la oscuridad. La turbación por el reciente encuentro con Mary lo había desvelado indefinidamente, aunque parecía que la mayoría de los hombres que estaban cerca de él en aquella sección del muro (hasta el propio capitán Baker) se habían rendido al sueño. Profesor, acurrucado estrechamente contra Edmund, también dormía, sobresaltándose alarmado de vez en cuando ante algún incidente en sus sueños.

Edmund estaba escuchando a los dos hombres que se encontraban en la batería del muro norte. Hablaban en murmullos, las cadencias no eran conversacionales sino formales, y hasta que uno de ellos se hincó de rodillas no cayó en la cuenta de que estaban rezando. El acto de la oración parecía serenar su espíritu, mientras que el suyo seguía atormentado. Había vivido su vida en un plano elevado y austero y se había quedado en nada, nada. Había edificado una muralla de grandeza, se había aislado de la compañía humana indispensable por motivos que ahora, en aquellas terribles horas de aturdimiento que precedían al amanecer, ni siquiera recordaba. La obra de su vida había desaparecido tan definitiva y completamente como si nunca se hubiera embarcado en ella y la única persona que podía haber franqueado el muro que había levantado ahora lo despreciaba merecidamente por cobarde.

Una figura se encaramó al tejado del edificio en el que estaba sentado y se le acercó agachado, llevando cómodamente un rifle Kentucky en una mano. Pasó junto al capitán Baker, lo despertó zarandeándolo suavemente, intercambió algunas palabras con él (Edmund identificó entonces la voz de Crockett) y siguió recorriendo la línea, hablando con los hombres de uno en uno.

Cuando llegó ante Edmund le dio los buenos días y le rascó las orejas a Profesor. El perro abrió los ojos que la mucosa había sellado y observó a Crockett, que le sonreía con una expresión afectuosa y divertida.

—Siempre he tenido mucho éxito con los perros —le confió a Edmund—. Me consideran una compañía tolerable. No me haga caso. Es que estoy nervioso y me he salido a explorar. ¿Ha visto algo moviéndose ahí fuera, Edmund?

—No.

—El coronel Travis nos ha echado un bonito discurso esta noche.

Edmund asintió distraídamente con la cabeza. No estaba de humor para escuchar ni para hablar y sentía el poderoso impulso de cavilar sobre sus oscuros pensamientos a solas.

—Parece abatido —comentó Crockett después de hacer una pausa reflexiva. Sacó una piedra de afilar y empezó a pasar la hoja de un cuchillo sobre ella, entendiendo el silencio de Edmund como un incentivo para seguir hablando.

»¿Cuántos años tiene? —preguntó.

—Cuarenta y cinco —dijo Edmund.

—Bueno, a mí me faltan unos meses para el medio siglo. Jamás pensé que viviría tanto, pero por Dios, aquí estoy. ¿Cree que podremos mantener a esos mejicanos fuera del fuerte cuando vengan?

—No.

—Yo tampoco. Y eso me preocupa. Esto es algo bastante increíble, ¿no le parece? No esperaba acabar sentado en un fuerte de Texas esperando para combatir al ejército mejicano. Demonios, hace unos años ni siquiera sabía que los mejicanos tenían ejército. Me preocupa ese perro suyo. Espero que tenga el buen sentido de huir cuando empiece el jaleo y no se entusiasme demasiado luchando por la liberación de Texas.

Sin dejar de afilar el cuchillo, Crockett volvió la cabeza para sonreír a Edmund. Éste le devolvió cortésmente la sonrisa. Crockett volvió a guardar la piedra de afilar en la bolsa de tiro y el cuchillo en una elegante vaina perlada.

—En fin, me parece que iré con el siguiente hombre —dijo Crockett— porque no me está levantando el ánimo. ¿Quiere estrecharme la mano?

—Desde luego —dijo Edmund.

Fue un apretón de manos de despedida, emocionante y prolongado.

—Buena suerte, Edmund —dijo Crockett.

—Lo mismo le digo.

—Si eres amigo mío me llamarás por mi nombre.

—Buena suerte, David —dijo Edmund.

Crockett sonrió, empuñó el rifle y siguió recorriendo el muro arrastrando los pies con la misma energía para hablar con la dotación de artilleros que se ocupaba del cañón de dieciocho libras. Edmund estuvo a punto de repetir el nombre de Crockett y pedirle que volviera, tan grande era la soledad que ahora lo envolvía.


—Yo también tengo que ir —dijo Alquisira, cuando Salas regresó después de haberse vaciado los intestinos.

—Adelante —asintió Blas—. Pero date prisa.

Alquisira se apartó sigilosamente de la fila de hombres congelados y se alejó algunas varas en las tinieblas, desabrochándose los pantalones sobre la marcha, y se agachó en las inmediaciones de otros soldados de las compañías de infantería que estaban cumpliendo la misma misión nerviosa y produciendo sonidos gaseosos y expulsivos que perturbaban el obligado silencio. Los lobos habían desaparecido pero los hombres se sentían vulnerables cuando se alejaban de la fila y no se demoraban. Alquisira había vuelto en poco más de un minuto, tomando posiciones nuevamente y contemplando El Álamo, con los hombros temblando incontrolablemente a causa del frío.

Blas sintió que sus intestinos también se agitaban, pero no seriamente, de modo que se quedó donde estaba. La experiencia le había enseñado que era un error preocuparse por las distracciones corporales menores. Se olvidaban en cuanto empezaba la acción.

Se levantó y se puso de nuevo a andar detrás de sus hombres, inspeccionando sus armas, asegurándose de que se hubieran atado correctamente los cordones de los zapatos; una preocupación constante entre hombres que sólo habían llevado sandalias desde la infancia.

—Amanecerá dentro de otra hora —susurró Reina cuando ambos se detuvieron detrás de la línea.

Blas asintió sombríamente. El día traería consigo una carnicería; ambos lo sabían. Pero en el preciso instante en el que Blas estaba a punto de desesperar de que el ataque empezase pronto vio que Loera iba corriendo hacia ellos desde las trincheras, con la espada ya desenvainada.

—Prepárense para atacar —ordenó el capitán—. Cinco minutos.

Blas se aseguró de que se corriera la voz de un extremo a otro lado de la línea, volvió a tumbarse sobre la tierra fría junto a Alquisira y Hurtado y clavó los ojos sobre el objetivo. El Álamo aún parecía silencioso y desprevenido, pero tenían que cubrir un buen trecho de terreno abierto antes de llegar a los muros.

Loera se detuvo delante de los Tolucas. La luz de la luna brillaba sobre su espada. No dijo nada, se limitó a quedarse allí como si estuviera posando para un retrato.

Oyeron una detonación hueca a sus espaldas y a continuación un siseo apagado cuando el primer cohete de señales describió un arco sobre su posición y al cabo de unos segundos explotó en un fulgor blanco sobre el patio del fuerte enemigo. Le siguió otro, y después otro, y entonces una corneta señaló el comienzo del ataque. Loera se irguió ante ellos y, apuntando con la espada hacia delante, los condujo a buen paso, aunque aún no estaban corriendo, hacia los muros de El Álamo.


Mary estaba en el hospital cuando los cohetes estallaron sobre el patio de la iglesia. Acostumbrada al temible ruido y la destrucción de los obuses, se quedó perpleja y hasta momentáneamente animada por la suavidad de la explosión y el repentino fulgor blanco que se filtró entre las vigas bajo la cortina de piel de vaca y bañó la habitación con una luminiscencia fantasmagórica.

—¿Qué es eso? —exclamó Dick Perry, incorporándose bruscamente en la cama de paja.

Pollard se despertó, se levantó de la cama con un movimiento brusco y se detuvo ante la ventana con el rifle en las manos.

—Me parece que vienen a por nosotros —musitó, volviéndose hacia los pacientes de la habitación—. Los que crean que pueden combatir que vayan a los muros.

Dick Perry, que aún tenía la cara destrozada envuelta en vendas, empuñó el rifle y salió por la puerta sin decirle una palabra a nadie. El teniente Main, aunque estaba débil y tan terriblemente pálido como el fulgor blanco de los cohetes, se levantó en camisón, se apoderó de un mosquete cargado del arsenal de emergencia del hospital y salió tambaleándose como un sonámbulo. Frazier y algunos de los pacientes que estaban conscientes pero aún demasiado delicados para aventurarse a salir tomaron posiciones de tiro ante las ventanas junto a Pollard y Reynolds.

Petrasweiz, al que una bala de cañón había arrancado una pierna hacía dos días, se levantó trabajosamente de la cama de paja sólo para desplomarse de inmediato sobre el muñón vendado. Sus gritos se impusieron al pánico de Mary, que atravesó la habitación tratando de ayudarlo a volver a la cama de paja.

—¡Por amor de Dios, no me mueva! —exclamó Petrasweiz—. Sólo deme el rifle y el equipo. Están ahí contra la pared.

Ella siguió sus gestos frenéticos, encontró el rifle y la bolsa de tiro y se los llevó, comprobando antes que el rifle estuviera cargado y cebado.

—Va a tener que moverme después de todo, señora, si no le importa —dijo Petrasweiz, que aún estaba sin aliento por el dolor—. Estoy apuntando en la dirección incorrecta para darles a los mejicanos.

Ella lo ayudó a darse la vuelta de modo que estuviera orientado hacia la puerta. Petrasweiz gritó quejumbrosamente durante el proceso pero no desistió. El muñón empezó a sangrarle de nuevo y sostuvo el rifle con manos temblorosas.

—Bueno, ¿vienen o no? —dijo.

Mary se asomó al patio de la iglesia desde la base de una de las ventanas. Los hombres corrían hacia los muros a la luz antinatural de los cohetes, pero de momento no se oían disparos ni sonidos de batalla, sólo había un escalofriante silencio sostenido que ella presentía que se haría añicos en cualquier momento.

Miró hacia el extremo opuesto del muro oeste, sabiendo que Edmund estaría allí. Le pareció ver que se despertaba y se levantaba mirando hacia el norte al igual que los demás hombres cuando la explosión luminosa de otro cohete de señales recortó sus formas contra la oscuridad.

Fue corriendo a la puerta y lo llamó, aunque ignoraba para qué.

—¡Edmund! —gritó, pero su nombre no había salido de su boca cuando uno de los cañones del rincón noroeste estalló con un estruendo asombroso y todo ese extremo del fuerte desapareció en el humo.


Fue la detonación del cañón lo que al fin despertó a Joe y Travis en el cuartel general de El Álamo. Ambos estaban sentados en sus sillas y se pusieron en pie de un brinco en el mismo momento. A Joe se le habían dormido las dos piernas y se desplomó como un pez convulso.

—¿Te han dado, Joe? —exclamó Travis con una preocupación sorprendentemente sincera mientras alargaba la mano hacia la espada y la escopeta. No había perdido un instante entre el sueño y la vigilia.

—Me parece que no —dijo Joe mientras intentaba recuperar el equilibrio sobre sus pies entumecidos y pesados.

—¡Coge el arma y sígueme!

Travis desapareció fuera. Joe oyó que gritaba («¡Venga, hombres! ¡Los mejicanos se nos echan encima y les vamos a dar su merecido!») y trató desesperadamente de levantarse del suelo pero no pudo hacerlo. Permaneció sumido en un pánico de indefensión hasta que sintió que la sangre fluía de nuevo a sus cosquilleantes y doloridos miembros. Entonces se levantó, fue dando tumbos hasta la puerta y salió al brillante patio.


Al principio iban andando y recorrieron unas cincuenta varas a oscuras en obediente silencio. Los únicos sonidos eran las pisadas de la columna en el suelo, la respiración de los soldados y las esporádicas notas homogéneas de alguna flatulencia nerviosa. Blas percibió los movimientos a su alrededor en la oscuridad y sintió que formaba parte de un gran enjambre. Habían estado sometidos al tedio y el frío inhumano durante horas, pero al menos era cierto que el ataque se llevaba a cabo antes del amanecer. Blas se había apretado tanto la correa del chacó bajo la barbilla que le resultaba incómoda y al tiempo que caminaba subía y bajaba la mandíbula para distenderla un poco. Percibía el hedor del cuero manchado de sudor y era consciente de la áspera lana de la túnica que lo picaba a través de la camisa de algodón. El Álamo estaba más adelante, bellamente iluminado por el fulgor de los cohetes de señales cuyas trayectorias aún se podían trazar en los arcos de pólvora que se disipaban en lo alto.

Siguieron acercándose, apretando el paso de manera natural, Loera enarbolando la espada en lo alto. La luna arrojaba una luz plateada sobre la espada y el interminable bosque de bayonetas. Los hombres de El Álamo aún no habían disparado sobre ellos. Los habían pillado durmiendo después de todo; sólo unas varas más.

Alguien de la compañía de infantería no pudo contenerse más y gritó: «¡Viva Santa. Ana!», el hombre que estaba a su lado coreó el grito y de pronto el paso acompasado del avance se desvaneció y los soldados se precipitaron hacia delante en una carrera frenética y temeraria, enseñando los dientes al entonar el grito de guerra. No se podía hacer otra cosa que seguir el impulso que se había desencadenado de repente. Loera trazó un círculo en el aire con la espada, vociferando igual que los demás y los condujo hacia el muro norte describiendo una trayectoria oblicua.

Los cohetes de señales seguían refulgiendo sobre sus cabezas y la antigua misión despedía un brillo ultraterreno a los ojos de Blas. Vio a los primeros hombres de la columna de Cos acercándose a la esquina del noroeste. Estaban casi a los pies del muro cuando los dos cañones de la batería abrieron fuego, arrojando un largo chorro de fuego que acabó con varias filas de hombres cerca de la cabeza de la columna.

A la descarga de los cañones siguió el chisporroteo de los disparos de los rifles desde las posiciones enemigas. El coronel Duque, que lideraba la columna de Blas, estaba gritando: «¡A los muros! ¡A los muros, hombres!» y Loera coreó aquella exhortación sin dejar de enarbolar la espada en el aire hasta que una descarga de metralla procedente del patio del convento le arrancó la cabeza y el brazo que empuñaba la espada, y su cuerpo decapitado y con un solo brazo se tambaleó unos pasos hacia delante y cayó convulsionándose al suelo. Blas pasó corriendo al lado; otros cuatro o cinco soldados habían caído con Loera, la explosión había estado a punto de partir en dos a uno de ellos, que ahora yacía en el campo de maíz como un saco de grano desgarrado, gimiendo de terror.

—¡De prisa! —gritó a los hombres que lo rodeaban—. ¡A los muros! —Ahora corrieron directamente hacia el muro norte, complemente expuestos al fuego de las baterías, y todos sabían que la única salvación era saltar sobre las defensas lo antes posible. Las balas de rifle salificaban las filas. Al hombre que estaba junto a Blas le estalló la garganta con un torrente de sangre oscura, soltó el rifle y se quedó quieto gorgoteando. El propio Duque había caído, le habían dado en el muslo cerca del borde de la acequia, y estaba indicando con gestos a sus hombres que avanzaran aunque el dolor le había dejado mudo.

El Álamo estaba ya completamente velado por el humo de la pólvora, pero Blas sabía que estaba a su alcance. Él y el resto de la compañía se encontraban a sólo diez varas del muro cuando los dos cañones de ocho libras de la batería del norte dispararon casi en el mismo momento, arrojando a través del humo dos chorros gemelos de llamas y una explosión de esquirlas metálicas abrasadoras entre las filas de los cazadores.


Joe no sabía de dónde venía el ataque; sospechaba que no lo sabía nadie. Parecía que la mayor parte de la conmoción estaba al norte, pero también había disparos de rifle y artillería al sur, de modo que probablemente venía de todas las direcciones al mismo tiempo. La sangre ya había vuelto a sus piernas, pero seguían estando un poco entumecidas y le pinchaban las plantas de los pies cuando atravesó a la carrera la tierra resquebrajada del patio hacia el muro norte. El humo que velaba el complejo combinado con la oscuridad hacía que apenas fuera capaz de ver nada. El perro del señor McGowan pasó corriendo de regreso a la seguridad de los barracones, pero todos los demás estaban corriendo con Joe para tomar posiciones de tiro en el muro.

Remontaba a toda prisa la rampa de la artillería en el preciso momento en el que los dos cañones de arriba estallaban uno detrás de otro, un estallido tan cruento que estremeció la rampa y derribó a Joe. El disparo había sido precipitado y el retroceso había sorprendido a uno de los artilleros y lo había arrojado de la batería con un brazo roto, balanceándose en un ángulo imposible. Joe se puso de nuevo en pie y subió corriendo la rampa adentrándose en el humo sucio. Oía el golpeteo de las balas de mosquete en el exterior de las murallas y sentía que surcaban el aire espeso alrededor de su cabeza. Uno de los artilleros ya había sido abatido de un disparo y el capitán Carey estaba a cuatro patas vomitando grandes bocanadas de sangre.

Se arrastró a través del humo hasta que dio con Travis. El coronel estaba agazapado detrás de una desvencijada barricada de madera, gritándole algo con todas sus fuerzas a Crockett. La pólvora había ennegrecido la cara de los dos y Joe no los habría visto si no hubiera sido por el fulgor borroso de los cohetes que hendían el humo.

Crockett asintió con la cabeza en respuesta a alguna orden, saltó al fuerte desde la muralla y echó a correr hacia el otro lado del patio en dirección a la iglesia.

—¡Ahí estás, Joe! —exclamó Travis cuando ocupó el puesto de Crockett arrastrando los pies. El coronel esbozó una breve sonrisa dolorida, se inclinó sobre el muro para descargar la escopeta y entonces murió. Joe vio que la parte de atrás del cráneo de Travis se abría como una bisagra y salía volando un chorro de tejido ensangrentado y observó con incesante asombro el cuerpo del comandante mientras caía hacia atrás sobre la tierra compacta sin rebotar ni moverse para contemplar el firmamento con sus brillantes ojos blancos y una expresión de repentina y horrorosa satisfacción.

—¡Está muerto! —vociferó Joe a los hombres que lo rodeaban, pero ninguno de ellos lo oyó sobre el furioso restallido del fuego de los mosquetes y los rifles, ni tenía tiempo para darse cuenta de ello.


La metralla que había arrojado el cañonazo del muro norte había trazado un surco en el corazón de la compañía de fusileros de Blas. La cabeza cercenada de un hombre cercano le había golpeado en la mejilla y lo había derribado al suelo. Cuando recobró penosamente el sentido y abrió los ojos vio que la cabeza lo miraba directamente y reconoció el rostro ancho y picado de Hurtado. Los miembros desgarrados de otros siete u ocho soldados estaban desperdigados por el suelo y sus entrañas habían embadurnado a los supervivientes. Blas intentó levantarse pero la tierra se había convertido en una superficie húmeda, resbaladiza y palpitante en la que no encontraba pie. Al fin consiguió erguirse, captando los olores insoportablemente acres de la sangre, la mierda y la pólvora maloliente.

Petralia también intentaba levantarse, pero le habían arrancado la pierna. Blas lo puso en pie tirándole de la bandolera y puso un brazo debajo de su hombro para seguir arrastrándolo hacia delante, pero entonces una bala de mosquete atravesó el pecho de Petralia, que se derrumbó hacia delante escapándose de la presa de Blas y aterrizó boca abajo en la acequia que discurría en paralelo al muro de El Álamo.

El disparo había venido de detrás, de sus propios hombres. Los fusileros de las compañías de infantería, atrapados en el horno de la artillería, abrían fuego con los mosquetes, presas de un pánico ciego.

—¡Adelante! ¡Adelante! —ordenó a cualquiera que pudiese oírlo—. ¡Por encima del muro!

En compañía de Alquisira, Salas y otra media docena de hombres saltó al otro lado de la acequia y fue corriendo hasta el pie del muro. En ese preciso momento los dos cañones de la batería de arriba rugieron de nuevo. Estaban de espaldas contra el muro y la piedra se estremeció violentamente con la detonación. Otros soldados se estaban amontonando a su alrededor. Ahora estaban directamente debajo de los defensores y los artilleros enemigos no podían apuntarles con los cañones en un ángulo tan pronunciado. Los tiradores que estaban sobre ellos tampoco podían disparar directamente sobre sus filas sin exponerse peligrosamente ellos mismos, aunque parecían dispuestos a hacerlo. Las balas repiqueteaban cruelmente sobre las filas y los ardientes tacos de los cañones de los rifles descendían flotando y les abrasaban la cara y el cuello.

Blas recorrió a tientas la base del muro a través del humo y el destello de los disparos en busca de un punto de acceso. Pero en el lado norte no había puertas ni ventanas y las brechas que habían hecho los bombardeos estaban fuertemente defendidas con fuego enfilado. La única forma de entrar en el fuerte era por encima.

—¡Escalas! ¡Aquí! —gritó a una pareja de fusileros muertos de miedo que llevaban una escala entre los dos con los mosquetes echados al hombro. Lo oyeron y se volvieron hacia él, pero antes de que llegaran al muro una nueva ronda de metralla los hizo pedazos.

El ataque estaba fracasando. Todo era confusión. A través del humo que se despejaba intermitentemente, Blas veía a los hombres de la columna de Cos que deambulaban presa del pánico por la esquina noroeste del muro. Ellos tampoco habían instalado ninguna de las escalas.

—¿Qué hacemos? —gritó Salas. La muchedumbre al pie del muro se estaba espesando, los hombres se disputaban el menor espacio para resguardarse de la lluvia de balas. Ahora pocos hombres disparaban siquiera y todavía menos parecían abrigar ninguna convicción de que podían tomar aquella posición.

—¡Avanza y dispara! —le ordenó Blas—. Tenemos que abatir a esos hombres de los muros.

Blas se adelantó unos pocos metros, giró sobre la rodilla y le disparó a un rebelde que estaba apuntando con un rifle de largo alcance sobre el parapeto. Blas tuvo la impresión de que la bala le astillaba el brazo y la culata del rifle, pero se demoró para comprobar los daños. Se arrojó de nuevo contra el muro para recargar.

—¡Fuego! ¡Adelante y fuego! —gritó a sus hombres, y éstos lo obedecieron. A Salas se le encasquilló el rifle y cuando se quedó mirando la cazoleta, perplejo, alguien le atravesó el vientre de un disparo desde el muro. La bala también le desgarró la espalda y Blas vislumbró un fragmento dentado y reluciente de la columna expuesto al aire. Alquisira y él salieron corriendo y lo arrastraron de nuevo hasta el muro. Tenía las piernas estiradas e inmóviles en el suelo y cuando gritaba eructaba tanta sangre que se le formaba una gruesa pátina en la cara. Blas no podía hacer otra cosa que seguir disparando, pero cuando se apartó del muro se le enganchó la pierna en algo y estuvo a punto de tropezarse. Miró hacia atrás y vio que Salas le estaba aferrando el dobladillo de los pantalones y chillaba como un bebé con todas sus fuerzas, suplicándole que no lo abandonase.


Para Telesforo Villaseñor, que estaba observando la batalla con Robert Talon desde la posición de los zapadores, cerca de la tienda que albergaba el cuartel general de Santa Ana, estaba claro que el ataque se había ido a pique. Habían dejado de disparar cohetes de señales y ahora la fortaleza de El Álamo sólo estaba iluminada por los estallidos de los cañonazos y el parpadeo staccato de los disparos. Cuando el fulgor palpitaba en la distancia, al otro lado de aquel frenético retablo, Telesforo aún vislumbraba las siluetas de los hombres en los muros que disparaban con sus rifles a los invasores acurrucados debajo. Esos hombres ya deberían haber caído, engullidos por una oleada imparable de infantería mejicana. Por el contrario, había transcurrido un cuarto de hora de aparente carnicería y confusión.

Telesforo había observado que el general Castrillón se apresuraba a hacerse cargo de la columna de Duque, después de que dos soldados con el rostro ceniciento lo hubiesen retirado del campo agonizando. Quizá él pudiese hacer algo con la desorientada melé al pie de los muros de El Álamo, en los que las dos columnas que habían atacado por el norte se habían fundido en una masa encogida de miedo. Pero cualquiera observador sabía que a menos que se mandara de inmediato una segunda oleada de tropas veteranas el ataque terminaría en desastre.

—Buena suerte, amigo mío —le dijo Robert extendiendo una mano cuando al fin dieron la orden de avanzar—. Ojalá te cubras de gloria cuando termine este asunto.

Y entonces la corneta les ordenó que marchasen y los zapadores partieron hacia El Álamo con confianza en sus corazones.

—¡Viva Santa Ana! —chilló Telesforo con el resto cuando echaron a correr. Delante de él la fortaleza enemiga continuaba apareciendo y desapareciendo de la vista con un chisporroteo, despidiendo un hermoso brillante un instante y sumiéndose en las tinieblas al siguiente, como si fuera una criatura con voluntad propia que se debatiera para ocultarle su terrible forma.


Jacob Roth estaba muerto, le habían atravesado la parte de atrás del cráneo y estaba tendido boca abajo con los brazos a ambos lados del cuerpo y una hacheta en una mano. Un fragmento de roca había golpeado a Sparks en el ojo. El dolor lo había vuelto inusitadamente enérgico y estaba cargando y disparando un rifle de largo alcance con una rabia imprudente. El capitán Baker aún estaba ileso, aunque se arriesgaba constantemente al correr de una posición a la siguiente y Edmund creía que en seguida lo derribarían. Un francotirador mejicano le había destrozado el brazo a Patrick Herndon, que estaba postrado en el suelo bajo ellos aullando de dolor mientras su esclava intentaba desesperadamente detener los palpitantes chorros de sangre.

Eso era lo único de la batalla que Edmund veía mientras estaba agachado detrás del parapeto, disparando lo más metódicamente que podía a las filas de los soldados mejicanos que ahora rodeaban la batería del noroeste intentando acceder a los edificios por el muro oeste. Oía que se gritaban unos a otros con voces estridentes y bajo el continuo repiqueteo de los disparos de mosquete oía los hachazos contra las barricadas de las puertas y las ventanas.

Hacía apenas unos instantes los hombres del muro norte habían prorrumpido en ovaciones cuando los atacantes mejicanos daban la impresión de desistir y retirarse, pero ahora el asalto se reanudaba con el apoyo de tropas de reserva cuyos furiosos «vivas» les llegaban a través del oscuro terreno.

El extremo de arriba de una escala apareció de repente a sus espaldas. Un oficial mejicano estaba ascendiendo por los travesaños dando saltos. El miedo había distorsionado su cara convirtiéndola en una sonrisa histérica. Edmund tenía una carga nueva en el mosquete pero cuando disparó falló miserablemente, y el oficial lo habría partido en dos con la espada si un tirador apostado en el tejado de los barracones, al otro lado de la plaza, no le hubiese acertado en la pierna arrojándolo violentamente al suelo. A pesar de todo el oficial se levantó y se dirigió hacia Edmund, que le arrojó el mosquete, alargó la mano hacia la hacheta que descansaba junto al cadáver de Roth y se la arrojó también. La hacheta pasó de largo, pero el mejicano se derrumbó cuando intentó apoyarse en la pierna herida y se desplomó en los brazos de Edmund, que le aferró el brazo que empuñaba la espada y forcejeó para que no se soltara al tiempo que con la otra mano intentaba zafarse de la presa de su asaltante. El oficial le gritó en la cara y Edmund reaccionó con la misma locura asestándole un mordisco en la mejilla izquierda y arrancándole un trozo de carne, sin pensarlo más que si hubiera sido un lobo. Después le dio patadas en la pierna rota hasta que sintió que la sangre de la herida se derramaba sobre sus zapatos. El oficial cayó al suelo profiriendo aullidos de dolor. Edmund consiguió al fin liberarse con uñas y dientes y, exhausto y ensangrentado, lo dejó allí tirado para buscar a tientas el mosquete que le había arrojado.

Lo encontró justo a tiempo para empuñarlo por el ardiente cañón y blandirlo contra la cara de otro soldado mejicano que se catapultaba sobre la escalera. La culata del mosquete le dio de lleno en la mandíbula y un estremecimiento recorrió los brazos de Edmund, pero el soldado apenas se tambaleó un instante antes de recobrarse. Llevaba el arma echada al hombro y mientras forcejeaba con ella en lo alto de la escala Edmund blandió de nuevo el mosquete. Cuando el mejicano esquivó el golpe perdió el equilibrio y cayó de espaldas de la escala.

Edmund se aprovechó de la confusión para asir los últimos travesaños de la escala y tirar de ella hacia arriba, pero antes de que pudiera pasarla sobre el muro los mejicanos que estaban debajo aferraron el otro extremo y se la habrían arrancado de las manos si Baker y Sparks no hubieran acudido apresuradamente en su ayuda. Juntos le arrebataron la escala al enemigo y la arrojaron al patio.

Edmund volvió a agacharse detrás del parapeto y trató de sobreponerse al temblor de las manos lo suficiente para cargar de nuevo el rifle. Mientras luchaba por la escala alguien le había cortado la garganta al oficial mejicano que lo había atacado. Ahora el oficial estaba sentado con la espalda recta; le manaba sangre a borbotones de la herida y parpadeaba lentamente como si acabase de venir al mundo y todo lo que veía fuera nuevo y maravilloso para él.


Salas todavía estaba gritando. A los oídos de Blas sus quejidos se elevaban a gran altura sobre los sonidos del tiroteo, los gritos de los restantes heridos y los «Vivas» de los reservistas que ahora se precipitaban hacia el muro. Pero lo único que podía hacer era arrancarse los dedos del aterrorizado Salas del dobladillo de los pantalones y prometerle falsamente que todo se arreglaría en seguida. Después le ordenó a uno de sus hombres que se pusiera sobre las manos y las rodillas junto a la base del muro y a otro que hiciera lo mismo sobre la espalda de su camarada; a continuación se volvió hacia Alquisira y exclamó:

—¡Sígueme!

Blas se echó el rifle al hombro y se encaramó a la plataforma inestable y frágil que habían construido sus hombres hasta que consiguió asirse a un madero de refuerzo en lo alto del muro para impulsarse hasta el otro lado. Un imponente norte le disparó con una pistola, falló y lo acometió con un cruento cuchillo. Blas, que aún no había podido incorporarse, tuvo que bloquear el cuchillo con el rifle y darle patadas a su atacante hasta que consiguió ponerse en pie y encontrar el espacio suficiente para hundirle la bayoneta en el tenso músculo del abdomen. El norte profirió un grito de alarma y se debatió histéricamente. La bayoneta estaba alojada tan profundamente en las costillas y la columna que Blas tuvo que poner el pie sobre el hombre que se retorcía y empujar con fuerza para soltarla.

Para entonces Alquisira y algunos otros habían saltado el muro, y aunque fueran pocos sabían que formaban el filo de un asalto imparable. Siguiendo el ejemplo de Blas, y envalentonados por la llegada de los reservistas, los soldados se habían olvidado de las escalas y se estaban encaramando a los muros como podían o abriéndose paso al fin a través de las ventanas y las entradas tapiadas que daban directamente al patio.

Sólo quedaba un puñado de rebeldes defendiendo el muro. Había cadáveres desperdigados alrededor de las cureñas de los cañones y los que no estaban muertos o gravemente heridos estaban huyendo hacia el cobijo de los barracones. Cuando cargaba el rifle Blas vio que Alquisira, que le estaba clavando la bayoneta a un artillero que intentaba sabotear uno de los cañones, se derrumbaba hacia atrás cuando lo acertó un francotirador apostado en el tejado del convento. Blas se volvió hacia el origen del disparo. Una levísima franja luminosa se estaba filtrando desde el este, revelando la silueta del tirador enemigo mientras tiraba un cartucho de papel y se disponía a introducir el escobillón en el cañón del rifle Kentucky. Blas le atravesó el pecho de un disparo y el tirador saltó hacia atrás y se perdió de vista.

Blas acudió corriendo a Alquisira y lo ayudó a levantarse.

—¡El mismo sitio! —estaba gritando—. ¡Exactamente el mismo! —Señaló la parte trasera de la pantorrilla en la que había penetrado la bala y en la que hacía menos de dos meses le había acertado una flecha comanche. Mientras las balas de los desesperados tiradores nortes silbaban en el aire a su alrededor, Alquisira se reía como si fuera lo más gracioso del mundo. Entonces, embargado por una alegría histérica que no le dejaba sentir el dolor de la herida, siguió a Blas cuando éste saltó al patio.


Una bala de rifle había rozado el dorso de la mano de Joe y cuando asió el cañón del mosquete y lo blandió contra el soldado mejicano que estaba franqueando el muro la sangre resbalaba tanto que el arma salió volando de sus manos y se estrelló contra la cara de un texiano cercano. Joe gritó: «¡Negro! ¡Negro!» al mejicano, pero éste era un indio diminuto, apenas mayor que un pájaro, que no daba muestras de entender la súplica de Joe ni de que le importara. A pesar de su tamaño lo acometió valientemente, corriendo agachado, decidido a empalarlo con la bayoneta. Joe se arrojó hacia atrás del parapeto para esquivarlo, aterrizó violentamente sobre la rabadilla y el indio, con su propio impulso, también salió volando y aterrizó aún más bruscamente, y en la confusión del momento Joe se apoderó del mosquete y se puso en pie de un brinco. El movimiento brusco, después de la caída de las murallas, hizo que le diera vueltas la cabeza y vomitó. Oyó que alguien gritaba: «¡A los barracones!» y salió corriendo.

Pero estaba tan confuso que corrió en la dirección equivocada, hacia el muro oeste. Vio a Edmund McGowan, el capitán Baker y algunos otros hombres rechazando a los mejicanos en lo alto del muro. Abajo, en el patio, más mejicanos estaban saliendo en tromba de las casas tras abrirse paso a través de las barricadas de las puertas y las ventanas con hachas y palanquetas. Le clavaron las bayonetas a Patrick Herndon, y ante el horror de Joe no se detuvieron para perdonar a la mujer negra que gemía a su lado pidiendo piedad, sino que también la atravesaron, pisotearon el cuerpo convulso para sacar las hojas y fueron tras Joe.

Joe corrió sobre la tierra removida y los cartuchos de papel desparramados hacia el extremo opuesto de la plaza. Atravesó las mismísimas filas de los mejicanos que ahora estaban saltando del muro norte y avanzaban entre el espeso humo emponzoñado que velaba el complejo de El Álamo. Por algún milagro no reaccionaron lo bastante deprisa para matarlo, y Joe se zafó de la parte delantera de la fila para unirse a los texanos que se estaban retirando hacia los barracones.

Algunos de los rebeldes (el comandante Jameson era una figura prominente entre ellos) se estaban retirando con fría precisión, deteniéndose cada pocos pasos para abrir fuego y recargar. Pocos de los mejicanos que habían entrado en el fuerte tenían los mosquetes cargados y pocos encontraron el coraje necesario para arrojarse con las bayonetas hacia un fuego tan disciplinado, y hubo un instante prolongado y suspendido mientras los texanos se dirigían a los barracones; a Joe le pareció que la batalla se había interrumpido y que tal vez fuera posible rendirse. Pero pasó el momento, el enemigo empezó a avanzar con audacia cuando un oficial que tenía un brazo herido los arengó y enarboló su espada, y los defensores de El Álamo se volvieron y entraron corriendo en las oscuras celdas del antiguo convento de la misión en los que antaño los monjes habían pasado aquella hora venerable antes del alba orando entre susurros.


—¡Retirada! —estaba chillando Baker a los hombres que aún estaban vivos al oeste—. ¡Retiraos a los barracones!

—¡Tienen los cañones! —le gritó Edmund, señalando a la batería del noroeste, en la que los soldados mejicanos ya estaban intentando darle la vuelta a los cañones para que apuntasen hacia el fuerte. Otros soldados estaban haciendo lo mismo con los cañones de la batería del norte. Los artilleros que debían sabotear los cañones estaban muertos o se habían unido a la evacuación hacia los barracones.

Baker consideró al instante la situación. La artillería operativa en manos de los mejicanos convertiría los barracones en un matadero.

—¡Entonces por aquí! —exclamó, señalando hacia el extremo sur del fuerte—. ¡De prisa!

Baker, Edmund, Sparks y ocho o diez hombres más se arrojaron al patio y salieron corriendo hacia la puerta sur. Más adelante, el tejado de paja de una de las casas adyacentes al muro estaba en llamas y los soldados mejicanos estaban irrumpiendo en el patio a través de las puertas. Uno de ellos se interpuso vacilante en el camino de Edmund, apuntándole con el mosquete y la bayoneta. Edmund le gritó en español que se apartara de su camino y para su asombro el mejicano lo obedeció.

Mientras Edmund y los demás huían advirtieron que otra columna mejicana se precipitaba sobre la batería del suroeste, derribando a los hombres de los muros y empujándolos al otro lado del complejo para cobijarse tras el muro bajo que había delante del patio de la iglesia. Los que no se habían refugiado en el patio de la iglesia estaban huyendo a través de la puerta sur. Estaba claro para Edmund que, ahora que los mejicanos controlaban la artillería de El Álamo, la única esperanza de supervivencia estaba fuera de los muros. Pero estaban bloqueados por los soldados enemigos que inundaban el fuerte y no podían dar alcance a los texanos que escapaban por la puerta.

Podían plantarles cara a la desesperada allí mismo o encaramarse a la sección central del muro oeste, donde las tropas mejicanas no estaban tan concentradas, intentando llegar al río. Edmund no consultó al capitán Baker. Se desvió a la derecha, donde un cañón de doce libras abandonado custodiaba un punto bajo del muro, apoyó los pies en el cañón sobrecalentado y se catapultó hacia la oscuridad abierta de los campos. Se quedó agazapado un instante junto a la acequia, apenas capaz de creer que no hubiera aterrizado sobre las bayonetas de los mejicanos que avanzaban. Los enemigos estaban muy cerca, chillando y maldiciéndose unos a otros mientras se encaramaban a los muros a ambos lados del fuerte, pero el terreno parecía despejado delante de Edmund. Esperó con el corazón desbocado a que Baker, Sparks y siete u ocho hombres más se unieran a él y echaron a correr en dirección al río.


—Señora Mott —dijo el doctor Pollard desde la ventana—. Los mejicanos están tomando el fuerte. ¿Quiere hacer el favor de retirarse a la iglesia con la señora Losoya?

Quería que su tono fuera sereno pero no lo consiguió.

Mary escrutó ansiosamente la estancia. Reynolds estaba con Pollard ante la ventana. Petrasweiz aún estaba tendido en el suelo apuntando con el rifle hacia la puerta y la mayoría de los restantes pacientes también empuñaban armas. La excepción era un hombre llamado Darst que había llegado con los refuerzos de González y al poco había enfermado con una fiebre impredecible y desde hacía dos días no sabía dónde estaba ni lo que estaba ocurriendo. Mary fue hacia él, le asió el brazo y empezó a levantarlo de la cama de paja.

—¡Suélteme! —bramó Darst, confuso, pero Mary estaba resuelta a salvar a alguien si podía y lo aferró con más fuerza. La señora Losoya acudió corriendo, sostuvo el otro brazo del enfermo y juntas lo arrastraron escaleras abajo hasta el patio de la iglesia.

—¡Agáchense! ¡Agáchense! —exclamó Crockett desde la oscuridad. Estaba agazapado tras el muro que había delante de la iglesia, disparando a las tropas mejicanas que avanzaban por el patio. Mary y la señora Losoya se dejaron caer al suelo, llevándose consigo a Darst, que gruñó, maldijo y exigió saber lo que estaba pasando.

»¿Sabe cómo se carga un mosquete, señora Mott? —preguntó Crockett, al tiempo que le alargaba una Brown Bess y un puñado de cartuchos. Mary apretó la espalda contra el muro, limpió la mugre de la cazoleta con el dedo pulgar y abrió el cartucho desgarrándolo con los dientes. El sabor de la horrible pólvora granulada en la boca era como el sabor de la propia muerte. Mientras cargaba el mosquete oyó que las balas de los mejicanos golpeteaban como martillitos el otro lado del muro de piedra y vio que una se estampaba contra el abrigo de Crockett, que profirió un gemido.

—¿Está herido? —le gritó.

—En absoluto —le aseguró, pero se echó hacia atrás fatigosamente, resollando.

—Si le cortas los dedos a los pollos no te estropearán tanto el huerto —chilló Darst a pleno pulmón, delirante y asustado.

Crockett tenía una espuma sanguinolenta en los labios, pero volvió a tomar posiciones en el muro y le pidió a Mary el mosquete que había cargado al tiempo que le entregaba el costoso rifle y la magnífica bolsa de tiro perlada que lo acompañaba. Mary se dispuso a cargar el rifle mientras Crockett apuntaba y disparaba el mosquete con brazos temblorosos. Había veinte o treinta defensores más alineados a lo largo del muro del patio de la iglesia, pero los disparos se estaban tomando erráticos y Mary oyó que una corneta mejicana al otro extremo del complejo llamaba a los hombres para que se reagrupasen para cargar.

¡No! ¡No! ¡Siéntese! —exclamó la señora Losoya a Darst, que se había zafado de su presa y se estaba levantando, reprendiéndola por haber doblado los dientes del rastrillo de la alfalfa. Mary y la señora Losoya intentaron que volviera a agacharse pero él se volvió y corrió insensatamente hacia la empalizada de madera. Mary oyó un súbito chisporroteo de disparos de rifle procedentes de las líneas mejicanas, pero las tinieblas seguían siendo opresivas y no lo vio caer.

La corneta sonó de nuevo y los mejicanos rugieron cuando cargaron contra el muro del patio de la iglesia. Los texanos los recibieron con todo el fuego que pudieron antes de echarse atrás y Mary y la señora Losoya retrocedieron con ellos. Por el rabillo del ojo vio que Crockett se desmoronaba cuando una bala de mosquete le arrancaba la mitad del pie. No tuvo la valentía de detenerse a ayudarlo. Siguió corriendo hacia la arcada de la puerta de la iglesia, que estaba mucho más oscura y densa que la noche que la rodeaba, como si fuera la abertura de una cueva.

Oyó un extraño grito feral a sus espaldas y se volvió para ver a Crockett en el suelo con el pie balanceándose en el extremo de la pierna. Le había plantado el cuchillo de caza en el abdomen a un soldado mejicano, pero había otros cuatro que lo rodeaban y lo ensartaban con sus bayonetas mientras intentaba zafarse de ellos, indefenso y gritando como una pantera de rabia y desafío.

Aparecieron destellos de disparos en la puerta y las ventanas de la iglesia; dentro había defensores que estaban cubriendo la retirada desde el otro lado del patio.

—Aquí dentro, si hace el favor —le dijo el capitán Dickinson cuando atravesó la puerta y la empujó hasta la sacristía, donde se habían reunido su mujer, su hija y la mayoría de las mujeres y niños restantes. La señora Losoya la siguió. En la estancia todos estaban gritando. Las madres protegían a sus hijos contra las paredes. El muchacho Wolfe más joven fue corriendo hacia Mary y gritó que no encontraba a su padre ni a su hermano. Estaba tan pálido a causa del miedo que parecía despedir un tenue brillo en la oscuridad como la cara de la luna. Ella lo estrechó fuertemente contra sus faldas pero no tenía palabras para consolarlo. Un muchacho que no era mayor que Terrell irrumpió en la habitación y empezó a farfullarle incoherencias a Susannah Dickinson con la mandíbula desencajada.

—¡No te entiendo! —gritó ella—. ¿Qué es lo que quieres?

El muchacho se sujetó la mandíbula con las manos y trató de encajarla mientras hablaba, pero no consiguió emitir un sonido inteligible. Las lágrimas le rodaban por las mejillas mientras intentaba comunicarse, pero al final se limitó a hacer aspavientos de rabia y frustración y volvió al combate. Mientras Mary lo observaba por la puerta de la sacristía atisbó la primera luz tentativa del alba que se filtraba en la iglesia destechada.


El grupo de Edmund estaba agazapado en las ruinas de una de las casas calcinadas al oeste de El Álamo, con los ojos clavados en media docena de lanceros apostados a escasos cien metros de distancia, en la misma orilla del río. Nadie decía una palabra. Detrás de ellos, en el fuerte, se había moderado el tono de los sonidos de la batalla, pero se había intensificado el salvajismo. Los disparos de los rifles y los mosquetes ahora eran más esporádicos; los cañones guardaban silencio, aunque Edmund y todos sus acompañantes sabían que volverían a rugir en cuanto las dotaciones de artillería de Santa Ana hubiesen apuntado con ellos a los defensores que se habían replegado en los barracones. Lo que oían en cambio eran los gruñidos y los aullidos del combate cuerpo a cuerpo, los hombres que ululaban como simios cuando las bayonetas mejicanas penetraban en su cuerpo.

Edmund oyó un tiroteo renovado y se volvió para ver destellos de disparos esporádicos al sureste. Eran los hombres que habían escapado por la puerta sur: calculó que serían setenta u ochenta. Sin duda los habían atajado cuando intentaban dirigirse al camino de González y ahora les estaban plantando cara en la dirección de La Alameda.

Empezaba a salir el sol, una claridad que se filtraba valientemente en el horizonte. Relucía en las puntas de las lanzas de los jinetes que patrullaban el río. Entonces un mensajero fue cabalgando hasta ellos y espolearon a sus caballos hacia el nuevo campo de batalla en el que estaban atrapados los restantes fugitivos.

Edmund observó a los hombres que lo rodeaban: Baker, Sparks, David Cummings, alguien llamado Crossman, media docena de soldados a los que no conocía. Todos se miraban con una penetrante vehemencia, y sus semblantes traslucían horror y asombro al comprender que allí era donde iban a morir y que aquéllas eran las almas con las cuales las suyas realizarían el tránsito.

—Muchachos —dijo Baker—, me parece que será mejor que salgamos corriendo ahora, pues el camino no va a estar más despejado. Cruzaremos el río y nos encontraremos al otro lado si Dios quiere.

—Yo no sé nadar —repuso Sparks.

—No tengo tiempo para enseñarte. Hazlo lo mejor que puedas y ya veremos qué pasa.

David Cummings, el educado joven de Pennsylvania que había acompañado a Edmund y Mary desde la cabaña de Castleman hasta Béjar, de repente le ofreció la mano a Edmund y dijo:

—Adiós.

—Adiós —contestó Edmund, y salieron corriendo hacia el río por el paisaje que se iluminaba. Una voz en la retaguardia exclamó con tono estridente y frenético: «¡Enemigos! ¡Enemigos allá! ¡Fuego!» y al instante se produjo una descarga de precisos disparos de rifle. Baker, que corría delante de Edmund, salió bruscamente despedido hacia un lado como una montura a la que hubieran echado el lazo.

Edmund sintió que el cerebro de alguien lo salpicaba en la nuca, oyó que Sparks gritaba: «¡Maldita sea!» cuando lo acertó una bala y vio que otro hombre en el flanco parecía alzar el vuelo y elevarse un instante antes de estrellarse de nuevo contra la tierra con absoluta finalidad.

La bala que acertó a Edmund le dio de soslayo en las costillas y le dio un poco la vuelta, pero mantuvo el equilibrio. Otra bala, gastada y desviada tras haber atravesado del cuerpo de otro hombre, le acertó en la parte de arriba de la espalda, hundiéndose en el músculo con una fuerza abrasadora.

Siguió corriendo con los tres o cuatro hombres que habían sobrevivido al tiroteo, entre ellos Crossman y Cummings. Oyó el sonido de cascos y se volvió para ver a la patrulla de caballería que habían visto anteriormente galopando hacia ellos con las lanzas caladas; los jinetes y los caballos eran tan nítidos como siluetas de papel recortándose contra el sol naciente. Los lanceros les dieron alcance antes de lo que parecía imaginable. No se volvió a mirar cuando ensartaron y arrollaron a otros hombres a sus espaldas. Saltó demasiado pronto hacia el río, se arañó la rodilla con una raíz de un árbol y tuvo que adentrarse trastabillando en el agua helada mientras Cummings y Crossman y varios otros la salvaban.

Los lanceros tiraron de las riendas detrás de él. La ribera era empinada y traicionera en ese punto y no quisieron seguirlos. Uno de ellos desenfundó la pistola de caballería y le atravesó el cráneo a Cummings cuando trataba de ganar la otra orilla.

El agua tenía tres metros de profundidad y Edmund se sumergió hasta el último centímetro, abriéndose paso hasta el fondo, donde las espesas hierbas ondeaban a merced de la corriente y los peces sobresaltados se dispersaban bruscamente alejándose de él. Dejó que la corriente se lo llevara, permaneció debajo del agua todo lo que pudo y se impulsó hasta la superficie para aspirar rápidamente una convulsa bocanada de aire. En ese instante miró hacia atrás y vio a Crossman río arriba, de pie en la orilla cercana, con las manos en alto, suplicándole a un lancero que aceptara su rendición. Dos de los hombres que habían saltado al río con él habían conseguido llegar al otro lado y estaban intentando remontar la ribera opuesta, pero ya llegaban tiradores para abatirlos. Todo esto estaba sucediendo a veinte metros más atrás. Sólo había un lancero cerca. Cabalgaba en silencio a lo largo de la orilla, manteniéndose a la altura del avance de Edmund por el agua. Al principio le pareció que el lancero lo estaba mirando directamente mientras cabalgaba, pero comprendió por sus movimientos de cabeza lentos y expansivos que su perseguidor aún no lo había divisado en el agua oscura.

Tomó aliento y volvió a sumergirse. Cuando ascendió de nuevo el lancero seguía allí y la corriente lo estaba arrastrando bajo el puente que salvaba la calle Potrero. Pero había soldados en el puente que dieron la alarma cuando vieron que la cabeza de Edmund aparecía sobre la superficie. De nuevo descendió trabajosamente hasta el fondo, entregándose a la velocidad de la corriente profunda. El día se estaba aclarando cada vez más. Cuando abrió los ojos vio un mundo borroso iluminado tenuemente cuyas propiedades eran inconcebiblemente extrañas. Se esforzó con denuedo para no salir flotando hasta la superficie, sintiendo al mismo tiempo la mano serena y guiadora del río, el mismo impulso sencillo que debe de sentir un halcón cuando flota sobre una corriente de aire caliente. Se sintió como si estuviera pasando de un sueño hermoso a una vigilia terrorífica. Cuando pasó debajo del puente las balas de los mosquetes de los soldados hendieron el agua a su alrededor, aunque a sus sofocados sentidos les parecieron tan inofensivas como las gotas de lluvia. Una tortuga ascendió bruscamente de la hierba delante de él; un ciudadano acuático inadecuado, se dijo Edmund, con ese cuerpo torpe y pesado y esas zarpas. La tortuga pasó a escasos centímetros de su cara, estalló cuando una de las balas le acertó en el centro del caparazón y volvió a hundirse entre la hierba como un fragmento de cerámica rota.

Volvió a romper la superficie del agua al otro lado del puente, resollando ruidosamente, y sintió que el río se apretaba, se estrechaba y se teñía de blanco a causa de la espuma. El agua no era lo bastante profunda para ocultarlo, pero en cambio era rápida, y Edmund dejó que los rápidos se lo llevaran a su antojo, estrellándolo contra las rocas bajo la superficie y estrujando su maltrecho cuerpo a través de conductos de piedra caliza.

Los rápidos terminaban en un remanso de aguas tranquilas que le llegaban a la cintura donde se sintió terriblemente vulnerable. Se encontraba en algún punto debajo de La Villita, su antiguo barrio. Los perros le estaban ladrando. La batalla por El Álamo continuaba a lo lejos, los sonidos de la artillería desgarraban de nuevo el aire y los hombres vociferaban pidiendo piedad mientras los lanceros los atravesaban. Mary estaba allí dentro. Probablemente estaba muerta, pero tal vez no, tal vez hubiera sobrevivido; y mientras se debatía para salvarse se guiaba por la remota posibilidad de que tal vez volviese a verla. No acertaba a imaginar otro deseo.

Justo antes de llegar a una presa poco profunda vio una profunda acequia que desembocaba en el río a la izquierda y remontó el angosto cauce durante unos pocos metros hasta encontrarse en un huerto de La Villita. Un hombre y su hija lo observaban desde la puerta de su casa. Casi había amanecido. La luz tentativa del sol era de un naranja violento a través del denso humo de la batalla que flotaba sobre el barrio.

Por favor —dijo al hombre—, tengo que… —Pero el desconocido metió a su hija en casa y cerró la puerta. Edmund oyó el resoplido de un caballo y el tintineo de los arreos y las espuelas y se volvió para ver al jinete que lo había estado siguiendo a lo largo del río y ahora cargaba contra él al borde de la acequia, con la lanza calada y la punta refulgiendo al sol, tan erguido en los estribos que parecía flotar como un espíritu sobre el caballo. Edmund se apartó pero no lo bastante aprisa y la punta de la lanza le hizo un profundo surco en la cadera y se enganchó en los faldones de la chaqueta. Mientras el jinete se debatía para extraer la lanza Edmund aferró el astil y forcejeó para arrebatársela. El caballo era experimentado y estaba bien entrenado y plantó firmemente las patas en los surcos de tierra al borde de la acequia mientras los dos hombres se disputaban el arma.

El lancero logró al fin extraerla. La punta desgarró la tela de la chaqueta de Edmund, que, desprevenido, cayó de espaldas en la acequia. Se levantó en el agua que le llegaba al muslo para hacer frente a su enemigo mientras éste introducía la lanza en la vaina y empuñaba la carabina para abatirlo.

—¡Lléveme ahora mismo ante el coronel Almonte! —exclamó Edmund en un español forzado.

El lancero lo miró por el cañón de la carabina.

—¿Quién es usted?

—Me llamo McGowan. Soy un espía del coronel Almonte y tengo que transmitirle una información urgente sobre un contingente rebelde que se dirige hacia Béjar. Debe llevarme con él de inmediato.

—Salga del agua —dijo el lancero. El sol refulgía sobre su casco, aunque aún los envolvía la penumbra que precedía al amanecer, y su rostro estaba oculto en las sombras. Edmund salió dificultosamente de la acequia. La ribera era de barro blando que le habría arrancado los zapatos si nos los hubiera perdido antes en el río. Sangraba profusamente por la herida de la cadera y la rodilla desgarrada y cada paso que daba le producía un dolor escalofriante en las costillas. Aún oía la furia del combate en El Álamo. Oyó a una paloma torcaz en los árboles que bordeaban el río.

Edmund se detuvo deliberadamente. El jinete lo escrutó y espoleó a su caballo para acercarse unos pasos, hasta que Edmund atisbó el amanecer inflamado en los ojos del animal.

—Lo llevaré ante el capitán —anunció el lancero— y si él decide que…

Edmund alargó las manos, asió la brida a ambos lados de la cabeza del caballo y tiró hacia abajo con todas sus fuerzas de modo que el freno acodado se le hundiera violentamente en el cielo de la boca y la montura pusiera los ojos en blanco de alarma y dolor. El caballo bailó al borde de la resbaladiza orilla mientras Edmund se aferraba a las riendas por el otro lado y el jinete trataba de apuntarle con la carabina. Pero disparó justo cuando se estaba desmoronando hacia atrás. La bala erró y el retroceso hizo que la carabina golpease al lancero en la nariz mientras caía al suelo. Edmund se envolvió las riendas alrededor de la muñeca para permanecer conectado al histérico caballo. De algún modo consiguió encaramarse a la silla y obligar a la montura a internarse en las calles aún penumbrosas de La Vilita. El lancero efectuó un disparo con la carabina, la bala se estampó en el tejido de la chaqueta de Edmund y siguió su trayectoria sin hacerle ningún daño. La silla en la que cabalgaba ya estaba bañada de sangre y a cada pisada del resentido caballo su cuerpo maltrecho se estremecía violentamente de dolor.


—¡Venid a por nosotros, jodidos hijos de puta!

Joe no conocía al hombre que estaba gritando a su lado, o en todo caso no lo reconoció, puesto que tenía la cara embadurnada de grasa del humo de los cañones y su voz tenía un escalofriante tono de lunático. Tenía los ojos en blanco, los tendones del cuello tirantes y un afilado trozo de metal sobresaliendo de la clavícula. Blandía un cuchillo de carnicero delante de la cara y estaba en una grieta que una explosión de artillería acababa de abrir en la pared de los barracones. Un francotirador mejicano le acertó exactamente en el ojo.

Joe no podía precisar cuántos supervivientes quedaban en los barracones; quizá cincuenta o sesenta. La oscuridad era infernal. Había una gruesa capa de polvo y humo de cañón en las habitaciones que la naciente luz del día no lograba penetrar. En aquella hedionda atmósfera Joe apenas podía respirar y todas las superficies que tocaban sus manos resbalaban por la sangre humeante o estaban cubiertas de un inconcebible légamo de restos humanos. Algunos hombres habían perdido el control de sí mismos y estaban sentados con las manos vacías y sollozando, y otros como el capitán Baugh seguían cargando y disparando afanosamente sus rifles contra las dotaciones de artillería mejicanas que estaban recargando el cañón de dieciocho libras y las restantes piezas.

—¡A cubierto! —exclamó Baugh, justo antes de que los cañones descargasen de nuevo y lo hicieran pedazos. Joe estaba acurrucado con otros hombres en la trinchera que habían excavado en el suelo de los barracones, pero parecía que la metralla, que estallaba sin cesar contra las paredes de piedra, encontraba a los hombres dondequiera que se ocultasen. Un hombre llamado Danny Cloud que estaba junto a Joe gritó cuando una ardiente esquirla metálica se le clavó en la espalda, y Joe sintió que el surco poco profundo de la trinchera se llenaba poco a poco de sangre. Oía un pitido en los oídos que eclipsaba todos los demás sonidos y sentía que le manaba sangre de la nariz y del rabillo de los ojos.

—¡Aquí vienen! —chilló alguien, pero la voz le parecía tenue y lejana, como si alguien estuviera llamándolo desde el otro lado del océano—. ¡Aquí vienen!

Y los mejicanos se precipitaron en los barracones a través del humo negro con las bayonetas caladas. Los texanos que se tenían en pie los recibieron con cuchillos y trataron de contenerlos con los rifles rotos. Joe ya no tenía arma, y lo único que se le ocurrió hacer fue gatear por la trinchera gritando: «¡Negro! ¡Negro!» mientras los mejicanos se adentraban en la oscuridad embistiendo con las bayonetas.

Uno de ellos le clavó la bayoneta en la pierna. Joe siguió gritando: «¡Negro! ¡Negro!» hasta que apareció un oficial que apoyó la mano en el mosquete del soldado para refrenarlo, lo miró y preguntó:

¿Es usted negro? ¿Es usted un esclavo?

Joe no sabía exactamente lo que estaba diciendo, pero asintió frenéticamente con la cabeza y cuando el oficial alargó la mano para sacarlo del suelo ensangrentado Joe la aceptó sin pensar.


Mientras las dotaciones de artilleros mejicanos destruían el bastión del convento, Blas y media docena de supervivientes de su compañía estaban limpiando las habitaciones del extremo sur del complejo, en el que se habían refugiado algunos grupos aislados de defensores. Se estaban abriendo paso hacia la iglesia, en la que los nortes continuaban presentando un fuego persistente y peligroso desde la puerta y las ventanas. Pero ahora los hombres estaban dominados por una rabia asesina y se comportaban como si aquella resistencia fuese trivial. Blas vio hombres que caían mientras hundían las bayonetas una y otra vez en los cuerpos de los defensores que ya estaban muertos o se inclinaban para quitarles los relojes y las ropas ensangrentadas.

Alquisira y él derribaron una puerta que colgaba de una bisagra de cuero y condujeron a los demás a una habitación oscura en la que había un hombre postrado en un catre que sostenía un cuchillo de aspecto temible. Al principio Blas creyó que estaba muerto, pero entonces abrió poco a poco los ojos, alzó una mano temblorosa alargando la hoja y le habló en español.

—Vamos —dijo.

Alquisira lo miró esperando instrucciones y Blas se quedó quieto sin saber qué hacer, sólo sabía que no deseaba clavarle una bayoneta a un hombre moribundo. Los cuatro fusileros que entraron en la habitación tras ellos no tenían tantos miramientos, lo acometieron con una carga concertada que lo arrojó del catre, le hundieron una y otra vez las bayonetas en el cuerpo mientras la víctima se retorcía y estuvieron a punto de volver sus armas unos contra otros para disputarse la posesión de su peculiar cuchillo.

Blas se dio la vuelta y salió. Ahora que estaba saliendo el sol veía hombres muertos en todas partes, en los patios, en los parapetos y en los ensangrentados escombros de las casas derruidas. Aún estaban disparando desde la iglesia y las tropas mejicanas se habían agazapado tras el muro bajo que había delante del patio de la iglesia, haciendo acopio de resolución para otro asalto. Blas y Alquisira fueron corriendo a unirse a ellos, pero cuando apenas habían recorrido unas pocas varas Alquisira palideció y se desmayó, desplomándose hacia adelante.

—Quédate aquí —le dijo Blas, y volvió a atarle el vendaje de la herida para restañar la sangre—. No te muevas.

Alquisira sonrió y abrió la boca para contestar pero en ese momento una bala de rifle bien dirigida procedente de la segunda planta del convento le atravesó el corazón. Blas empuñó su rifle, dejó al muerto donde estaba, atravesó corriendo la plaza y se encaramó a las escaleras de piedra derruidas que llevaban al punto del que había venido el disparo. Irrumpió en la habitación con un movimiento fluido y temerario y vio a un hombre apostado ante una ventana que cargaba desesperadamente el rifle. El tirador se dio la vuelta, Blas le disparó y se arrojó hacia delante para atravesarlo con la bayoneta. El hombre se retorció en el suelo y lo maldijo en su lengua hasta que se calmó lo bastante para morir. Blas extrajo la bayoneta y miró en derredor de la habitación. Estaba llena de cadáveres; algunos todavía estaban tendidos en catres y camas de paja, otros estaban retorcidos en el suelo, y las paredes estaban revestidas de sangre y vísceras que relucían a la luz del día que acababa de empezar. Estaba en el hospital y el hombre que había matado a Alquisira, y al que Blas había dado muerte, tenía una expresión inteligente y compuesta en el semblante incluso en la muerte que le sugirió que se trataba de un médico. Miró por la ventana. Las tropas que estaban al otro lado del muro bajo ahora se estaban precipitando hacia la iglesia, tropezándose con las formas de los muertos que ya habían intentado tomar aquella posición y habían sido rechazados. Un toque de corneta («¡Al ataque!») hendió el aire matutino con una primacía temible, agudo como el grito de un águila. Junto a la garita, un soldado mejicano, dominado por la sed de sangre, sostenía en vilo a un gato amarillo que había ensartado con la bayoneta.


Quedaban pocos hombres para defender la iglesia y sólo hicieron falta unos instantes para que se vieran sobrepasados y cayeran bajo las bayonetas mejicanas. En la sacristía, Mary y las demás mujeres oyeron sus estertores de muerte y sus salvajes juramentos finales. Uno de los defensores entró corriendo en la habitación para tratar de ocultarse entre ellas, pero lo atravesaron con las bayonetas y lo empujaron contra la pared, chillando y retorciéndose. Los mejicanos arrancaron al chico de los Wolfe de los brazos de Mary, y aunque ésta chilló que no era más que un niño y trató de rechazarlos gesticulando frenéticamente lo mataron de todos modos y lo sacaron arrastrándolo con la punta de las bayonetas para arrojarlo en un montón junto a su hermano.

Mary esperó impasible su propia muerte, pero parecía que el asesinato del muchacho había serenado a los soldados y se retiraron. Se oyeron disparos en lo alto de la rampa y en las demás habitaciones de la iglesia, y a continuación un silencio vasto e inesperado.

Un oficial mejicano entró brevemente en la habitación y les advirtió en español que se quedaran donde estaban. Les pareció que esperaban allí mucho tiempo, escuchando los sollozos de los demás y los constantes gimoteos de los niños. A Mary le había dado un espasmo de hipo y cuando otro oficial entró en la habitación y preguntó en un inglés elegante: «¿Está aquí una tal señora Mott?», al principio no pudo contestar.

—Soy el coronel Almonte —dijo cuando se identificó—. ¿Necesita asistencia médica?

Ella contestó con voz hueca que no y él se la llevó a la iglesia, donde los demás no pudieran oírlos. Ya había salido el sol y a través de la puerta abierta veía que el patio de la iglesia estaba lleno de hombres muertos, entre ellos David Crockett, a quien dos soldados mejicanos le estaban arrancando el maravilloso abrigo del cuerpo.

—Nuestro amigo común Edmund McGowan me ha pedido que me ocupe de usted —dijo Almonte—. Y haré lo que pueda, pero tenemos que actuar deprisa, antes de que llegue el presidente.

—Edmund… —dijo ella. Era una pregunta desolada.

—Me temo que debe de estar muerto. Todos están muertos. Esto es lo que debe decidir. Santa Ana sabe que está implicada en el asesinato de don Osbaldo Espinosa. Puede que sea generoso, o puede que no. Personalmente creo que no la ejecutará, pero está decidido a ser implacable y es probable que le imponga restricciones que no le resultarán agradables. Está en su mano quedarse y explicarse ante él o aprovechar esta oportunidad para escapar. Llegará dentro de poco, en cuestión de minutos. Si decide marcharse tiene a su disposición una mula obediente y he escrito una carta que le servirá como salvoconducto entre las fuerzas mejicanas.

—Gracias —dijo Mary—. Acepto su amable oferta de ayuda.

—Pues démonos prisa.

La condujo más allá de los cadáveres desperdigados por el patio de la iglesia y cruzaron la puerta sur. Pasó ante la puerta de la habitación de Jim Bowie pero reprimió el impulso de mirar dentro. Reprimió el impulso de mirar a ninguna parte. El amanecer era gélido. Los soldados mejicanos que no estaban descuartizando o desnudando a los cadáveres deambulaban con aire desconcertado y temblando.

Almonte le entregó el pasaporte. Le explicó que cualquier soldado mejicano que supiera leer lo respetaría, pero que eso no la prevenía de una emboscada fortuita. Le aconsejó que no se ocultara, que se quedara en los caminos principales y que no viajase de noche.

Mary volvió a darle las gracias, espoleó a la mula y partió hacia La Alameda. Allí fuera también había texanos muertos, desperdigados de un lado a otro de las acequias en grupos apretados en los que habían intentado plantar cara a los atacantes. Los examinó, buscando el cuerpo de Edmund entre ellos, como si verlo aunque fuera en la muerte representara un consuelo. Pasó ante la batería de La Alameda. Los soldados la observaron con curiosidad; tenía el rostro tiznado por el humo de la batalla y el vestido empapado de la sangre del muchacho al que no había podido salvar. Pero nadie le dio el alto y ella azuzó a la mula hasta el camino de González y se dirigió con audacia hacia las lejanas colinas, aferrándose mentalmente a la idea de que su hijo podía estar vivo aún.


Blas bajó las escaleras del hospital destruido y se topó con un soldado que estaba intentado clavarle la bayoneta a un perrito. Blas le propinó una fuerte patada en las costillas y lo arrojó contra un montón de rocas.

Blas siguió caminando y el perro, al que su presencia inspiraba cierta seguridad, lo siguió pisándole los talones. Tenía una cicatriz retorcida en lo alto de la cabeza donde alguien lo había cosido, pero aparte de eso estaba ileso. Era un animal perspicaz y no se alejó de sus pasos mientras Blas reunía lo que quedaba de su compañía y esperaba la llegada de Santa Ana.