CAPÍTULO 37
EDMUND OYÓ el sonido de un caballo paciendo hierba con sus grandes dientes, los cencerros en el cuello de las cabras y las voces graves de los niños que pasaban delante del jacal en el que estaba postrado, confinado en una férrea jaula de dolor. El mundo resonaba de repente. ¿Cuándo había remitido al fin el pitido de sus oídos, el estruendoso aullido de la batalla?
Una anciana se asomó por la puerta, entró arrastrando los pies y se dedicó a una serie de tareas entre las que se contaba cambiarle las cataplasmas de nopal de las heridas. Edmund profirió un grito cuando lo movió para examinar la herida de bala detrás del hombro.
—Habrá que extraer la bala —dijo Edmund en español. La anciana tenía sesenta años, quizá más. Le resultaba un tanto familiar, pero sus recuerdos de dónde estaba, quiénes eran aquellas personas y cómo había llegado hasta ellos eran fragmentarios e inexactos.
—Ya está fuera —repuso ella—. Se la saqué hace dos días. ¿No se acuerda?
—Sí —asintió—. Ahora sí.
Ella alargó la mano hacia un estante y le entregó un disco de plomo aplastado.
—Tuve que sacarla del hueso del hombro con la punta de un cuchillo.
—Me parece que tengo otra bala en el costado.
—No. Entró y salió sola. ¿Lo ve?
Retiró una inmensa cataplasma del costado derecho para revelar un enorme moretón que brillaba un arco iris y el túnel de carne desplomado que había horadado la bala. También debía de haberle fracturado las costillas, porque cuando inhalaba era cuando la jaula de hierro se estrechaba con más fuerza.
La última cataplasma que retiró la mujer cubría un tajo profundo y punzante en el borde de la cadera. Los bordes de la herida estaban cosidos con hilo de tripa. Cuando apretaba la herida manaba pus claro y savia de nopal. Edmund gritó a pesar de sus esfuerzos, y cuando la anciana volvió a taparlo con la manta cerró los ojos y se entregó a agotadoras reflexiones, poniendo a prueba la veracidad de sus recuerdos. Había habido un combate desesperado por El Álamo, pero si había sido tan cruento y desesperado como lo recordaba era un disparate que aún estuviera vivo. Pero lo estaba, y poco a poco los recuerdos fragmentarios de cómo había sobrevivido empezaron a encajar y asumir una fuerza incontrovertible: la sensación de alocada indefensión cuando los mejicanos invadieron el fuerte; su frenético aliento visible en el frío amanecer mientras corría hacia el río con Baker y los demás; la extraña sensación cuando había recibido los disparos de que le asestaban un golpe desde atrás en las costillas con un bastón rígido; el mejicano que lo había ensartado con su lanza.
—Oigo un caballo fuera —le dijo Edmund a la mujer. Pero debía de haber pasado el tiempo. Debía de haberse dormido. Ella se había marchado.
Pero volvió en seguida con un cuenco de caldo. La acompañaba una niña. Se sentó en una estera al otro lado del jacal, sosteniendo una muñeca hecha con hoja de maíz como si se tratara de un arma, y miraba fijamente a Edmund mientras la mujer le servía el caldo en la boca.
—¿De quién es ese caballo? —le preguntó.
—Es suyo. Es el caballo con el que llegó.
—¿Una yegua ruana?
—Sí. Con una silla del ejército mejicano.
Recordó el peso húmedo y ensangrentado de la ropa mientras espoleaba al caballo por los suburbios de Béjar y tomaba el camino de Goliad. Nadie le dio el alto ni una vez cuando se abrió paso entre los lanceros que impedían la huida de El Álamo. El pelo del caballo también tenía una costra de sangre, la criatura lo odiaba y se mostraba desafiante y confusa mientras Edmund la azuzaba despiadadamente. Durante todo el día se había esforzado para permanecer en la silla, consciente de que si el caballo lo arrojaba o se resbalaba de otra forma no tendría fuerzas para volver a montar. Los lobos trotaban junto a ellos a plena luz del día, enloquecidos por el aroma del torrente de sangre, y por una vez Edmund y el caballo pensaron lo mismo y huyeron por el camino perseguidos por los lobos.
Volvió los ojos hacia la niña, a la que ahora reconoció como la niña a la que había liberado de los comanches de Verga de Toro el año anterior. De modo que allí era donde se encontraba: en los antiguos barracones de la guarnición española en el cruce de Carvajal.
—¡Los mejicanos me buscarán aquí! —le dijo a la mujer—. Conocen este sitio.
—Cálmese, señor —contestó ella—. Estamos en la casa de un pastor. Está a un par de kilómetros de los barracones y no pueden vernos desde allí. Creemos que está a salvo de momento. El ejército está muy ocupado en Béjar. Allí hay muchos soldados y mucha confusión.
Volvió a dormirse y cuando despertó la niña seguía al otro lado del jacal, sin soltar la muñeca. La mujer se había ido.
—¿Te acuerdas de mí? —le preguntó a la niña, que asintió con la cabeza.
»¿Me traes un poco de agua?
Ella cogió una jarra de cerámica y se la llevó. Después de que hubiera bebido retomó su puesto al otro lado de la estancia y siguió mirándolo fijamente. Edmund se preguntó qué era lo que veía: ¿el hombre destrozado y derrotado que él sabía que era o el misterioso agente de Dios que la había rescatado de los comanches?
No se le ocurría nada que decirle y ella seguía tan muda como el día en el que la encontró. Edmund alargó el brazo y abrió la mano y ella cruzó el suelo de tierra arrastrando los pies y depositó su diminuta mano en su palma. Edmund se quedó dormido y cuando despertó seguía teniendo la mano allí, aunque estaba oscuro y un estridente viento nocturno zarandeaba el techo de paja. Flores, el hombre al que Bowie había estado a punto de ahorcar, se ocupaba de una cautelosa hoguera en el centro del jacal.
—Buenas noches, señor —dijo Flores con voz áspera.
—Le ha mejorado la voz.
—¿Usted cree? Espero que tenga razón. Lupita, vete con tu abuela.
La curandera volvió a salir de las sombras del jacal, cogió la mano de la niña y salió con ella a la noche de regreso a los barracones en los que vivía el resto de la familia.
—Cuénteme lo que sepa sobre El Álamo —le pidió Edmund al señor Flores.
—Mi sobrino estuvo en Béjar hace dos días. La caballería vino aquí y le ordenó que llenase el carro de maíz y lo llevase al pueblo para alimentar a los soldados. Además nos requisaron casi todas las cabras. Los bejareños le dijeron a mi sobrino que hasta el último de los hombres de El Álamo había muerto en la batalla. Todos menos usted, según parece. Quemaron los cadáveres en La Alameda. Durante mucho tiempo olimos algo en el viento… Puede que fuera eso.
—¿Y las mujeres y los niños?
—Mi sobrino dice que perdonaron a la mayoría, aunque es posible que algunos muriesen accidentalmente durante el combate.
—Había una mujer que se llamaba señora Mott.
—Sí. Nos acordamos de ella. Mi sobrino intentó averiguar algo sobre la suerte que había corrido, pero los bejareños con los que habló no sabían nada y le dio miedo abordar a los soldados. Puede que sobreviviera. Me parece que es muy posible. De ser así, es probable que la mandasen a González.
—Tengo que ir allí —dijo Edmund.
Flores meneó la cabeza.
—Hemos oído que el ejército rebelde ha prendido fuego a González. Huye presa del pánico a la frontera de los Estados Unidos. Y además, aún no se ha recuperado lo bastante para ir a ninguna parte. Ha perdido mucha sangre y mi esposa sigue preocupada por sus heridas. No, amigo mío, debe quedarse aquí con nosotros una temporada.
—Gracias —dijo Edmund.
—Somos nosotros quienes jamás podrán dárselas.
Flores durmió aquella noche en el jacal al otro lado de la hoguera. Edmund empezaba a recordar que había dormido allí todas las noches; por las mañanas su esposa había ido a examinar sus heridas y llevarle comida y por las tardes había estado la niña pequeña, que lo contemplaba con la intensidad de alguien que intenta descifrar el misterio de su propio destino y el lugar que ocupa en el mundo.
Los ronquidos de Flores eran tenues y entrecortados como su voz, aunque el viento encrespado los sofocó en seguida. Edmund se quedó dormido y se puso a gritar cuando el viento se intensificó y el terror de los recuerdos invadió sus sueños.
—No tenga miedo, señor —dijo Flores, que lo despertó zarandeándolo—. Dios está con usted, y está entre amigos.
Flores concilió de nuevo el sueño en seguida. Pero Edmund se resistió con todas las fuerzas de su mente. Se quedó escuchando al caballo del lancero que se debatía inquieto al final de una cuerda atada a una estaca, tan alejado del mundo que conocía.