CAPÍTULO 40
DURANTE LA primera semana de estancia de Edmund en la aldea provisional del Carvajal Lupita fue todos los días a sentarse con él mientras su abuela le llevaba comida y examinaba sus heridas y Flores le comunicaba los rumores más recientes que le había contado su sobrino sobre el curso de la guerra. La muchacha no sentía deseos de hablar con él, pero al cabo de unos días la convenció para que le cantase una canción y ella canturreó con tono monótono sobre un coyote que se llamaba Nano Coyotito y una paloma torcaz que le suplicaba a un pastor que le diera bayas del chaparral. Y esa noche, cuando dio cuenta de su propia comida sólida, consistente en huevos y nopalitos, y se sintió lo bastante fuerte para levantarse, lo había acompañado en su primera expedición fuera del jacal.
Cuando lo vio el caballo del lancero resopló con indignación y tiró de la cuerda de la estaca. La niña le preguntó cómo se llamaba y Edmund contestó que Enemigo. A continuación le preguntó si sabía cómo se llamaban las estrellas, pero ella sólo sabía que la vaporosa franja blanca que atravesaba el firmamento se llamaba Caminito del Santo Santiago y era un camino que había hecho Dios para que los niños muertos lo encontrasen por la noche.
Al cabo de unos días, no obstante, la niña se aburrió de su compañía, y en cierto modo se alegró, pues percibía la carga que representaba para ella la creencia de que era de algún modo el personaje clave de su vida, la figura casi sobrehumana que la había liberado de los comanches. Prefería que no lo tuviera en tanta estima, que sólo fuese otra presencia humana con la que se sentía segura.
Las costillas fracturadas se estaban soldando y las cicatrices casi se habían cerrado, excepto el lanzazo en la cadera, que se abría cuando se incorporaba para salir del jacal y se debatía en sueños. Cada día que pasaba se sentía más fuerte y más febrilmente impaciente y antes de que aquella herida hubiera sanado del todo fue renqueando desde el jacal hasta los barracones para decirle a Flores que había resuelto marcharse al día siguiente.
—No está tan bien como cree —repuso Flores—. Quédese una semana más.
—No. Tengo que irme mañana.
—Se le abrirán las heridas. ¿Por qué tiene tanta prisa?
Edmund ni siquiera intentó articular una respuesta. Él tampoco lo sabía, sólo que a medida que revivía lo había acometido un anhelo intolerable, y ahora se sentía como imaginaba que se sentían los pájaros migratorios que aleteaban sin sentido hacia delante por el cielo.
Flores alegó que los caminos estaban atestados de patrullas mejicanas y vaqueros beligerantes, pero tras tantos años de botánica Edmund sabía que podía hallar el camino a Refugio sin la ayuda de los caminos. Buena parte del campo estaba despejado y era sencillo seguirlo. Podía viajar de noche y esconderse en los bosques y los robledales durante el día, y conocía muchos vados en los ríos, algunos de los cuales desconocían incluso los vaqueros locales y podían cruzarse a pesar de la crecida de las aguas.
Flores desistió y ensilló a Enemigo. El caballo resopló y echó hacia atrás las orejas cuando Edmund se acercó pero se tranquilizó un poco cuando le dio palmaditas, le habló suavemente y le acarició el cuello con la mano. Se había subido a lo alto de un horno para encaramarse a la silla por el bien de su maltrecho cuerpo. A pesar de ello las costillas fracturadas le arrancaron un gemido de dolor y sintió que los bordes del lanzazo en la cadera se separaban tensando las ligaduras.
No se permitió una pausa suficiente para despedirse formalmente cuando montó el caballo. Sencillamente les dio las gracias a todos, le dijo adiós a la niña y espoleó al caballo con los talones.
Tardó seis días. A pesar del ritmo cauteloso y evasivo debería haber tardado considerablemente menos, pero las lluvias recientes habían hecho que los arroyuelos estuvieran aún más crecidos de lo que esperaba y en varias ocasiones se vio obligado a acampar y esperar a que las aguas se retirasen antes de que considerara que era seguro proceder con un caballo tan inexperto y reticente. El cuerpo le dolía constantemente y dormía sin encender hogueras en las tinieblas amenazadoras. Y sin embargo estaba contento, recorriendo el campo en una primavera inesperada; todas las plantas que veía tenían hojas o flores, los líquenes crecían con un verde intenso en las rocas junto a los manantiales y el cielo estaba poblado de toda clase de pájaros. De algún modo, por improbable que fuera, había sobrevivido a la conflagración de El Álamo, y estaba empezando a creer que quizá sobreviviera también a la ruina de su carrera. La guerra acabaría de un modo u otro; y tanto si Santa Ana resultaba victorioso como si no, la lógica de la política mejicana establecía que antes o después lo suplantarían. Habría un nuevo régimen y si Almonte cumplía su palabra y salvaguardaba las notas y las colecciones de Edmund, tendría otra ocasión para recuperarlos y continuar con su Flora texana.
La idea lo alentaba pero, por extraño que fuera, no lo bastante. No lo bastante para contrarrestar la aplastante preocupación que sentía por el bienestar de Mary. Si estaba muerta, también lo estaba su única oportunidad. Volvería a ser igual que antes, un hombre que sólo creía en su supuesta grandeza. Y aunque adquiriese esa grandeza, aunque las ejemplares tribulaciones de su existencia fuesen dignas de ella, ¿qué sería en realidad? Plantas secas en un archivo, notas mohosas, páginas quebradizas de un libro olvidado.
Al tercer día se topó con un tortuoso riachuelo sin nombre que era poco más que un arroyo pero estaba cargado de agua hasta las márgenes y era imposible cruzarlo. Volvió sobre sus pasos durante horas, explorando hasta que halló un entramado de afluentes cenagosos que atravesó sucesivamente, llevando al caballo de las riendas entre matorrales impregnados de agua y lechos de arroyuelos de rocas resbaladizas. El último de estos afluentes era poco profundo y estaba casi seco y el agua ya se estaba estancando en charcos aislados. Edmund estaba cansado y transido de dolor tras haber desmontado y llevado de las riendas al reticente caballo tantas veces durante la jornada, de modo que decidió quedarse en la silla en ese último cruce.
Enemigo avanzó de buena gana, pero el barro que mediaba entre los charcos era más profundo de lo que Edmund pensaba y con los primeros pasos el caballo se hundió hasta los jarretes y sucumbió al pánico como si estuviera atrapado en arenas movedizas. Se le doblaron las patas y se desplomó sobre el flanco, arrojándolo a las aguas poco profundas que había al otro lado del foso de barro. Se levantó en seguida a pesar del dolor en las costillas y consiguió asir las riendas del caballo y convencerlo para que avanzase hasta tierra firme. Edmund estaba cubierto de barro resbaladizo desde la caja torácica hasta los pies. Desprendió el fango de la ropa con el filo del cuchillo y se quedó sentado durante una hora para examinar su respiración. Cuando se aseguró de que no se había roto otra costilla y no corría peligro de que se le perforasen los pulmones volvió a subirse al caballo y a la luz del ocaso atravesó la pradera mientras silenciosas manadas de ciervos murmuraban al borde de los árboles.
Al día siguiente la herida de la cadera estaba cada vez más sensible y cuando desmontó y se bajó los pantalones comprobó que el profundo tajo que le había infligido el lancero estaba de nuevo hinchado y en carne viva y estaba empezando a supurar un pus verdoso. Además sentía el principio de una fiebre que consumía las brillantes esperanzas del día anterior.
Encontró el río Misión y lo siguió durante un día entre la maraña de leños de las orillas, sorteando los cipreses y agachándose para esquivar el musgo barbado y las parras suspendidas. Siguiendo el curso del río de este modo consiguió escabullirse hasta el otro lado de Refugio, pues sospechaba que los hombres de Urrea lo habían ocupado, y acercarse a los terrenos de la posada de la señora Mott desde la ribera opuesta.
Permaneció sentado en el caballo durante largo rato, estudiando la vivienda y los edificios anejos para determinar si estaban habitados por las tropas mejicanas. No vio a Mary ni a Terrell, aunque Teresa estaba tendiendo ropa de cama en una cuerda en el patio.
Al acercarse captó el sonido de pies descalzos chapoteando en el río y cuando miró corriente abajo vio a Fresada vadeando las aguas para inspeccionar el contenido de una presa que había construido en un remolino poco profundo en la otra orilla.
Fresada debió de detectar el sonido de los cascos sobre las ondas del agua, porque cuando Edmund se presentó ante sus ojos el indio lo estaba mirando directamente. Salió del río, se le acercó y le arrebató de las manos las riendas del caballo.
—¿Está viva? —preguntó Edmund. Y entonces la fiebre de la que había intentado escapar durante todo el día le dio alcance y lo cegó, abrasando los conductos de su cerebro.