CAPÍTULO 16
—¿CÓMO SE puede ser tan simple, tan completamente… distraída? —exclamó Mary mientras Edmund y ella estaban sentados a la sombra en el borde del pasaje, contemplando la elevada ribera de árboles que ocultaban el río—. ¡Tener un bebé creciendo dentro sin saberlo!
Edmund carecía de una respuesta magistral y como no tenía ningún deseo de aventurar una a la ligera guardó silencio, sujetando la cabeza inquieta de Profesor entre las rodillas mientras le cortaba el pelo por encima de las cejas con unas tijeras de Mary. Edmund había advertido desde su regreso que Profesor se tropezaba con las cosas (un cubo de ropa sucia y un montón de leña que Teresa había apilado y arrojado al patio) y había comprendido que hacía mucho tiempo que tendría que haberle cortado la mata de pelo que le crecía sobre los ojos.
—Necesitará un poco de luz —observó Mary al cabo de un momento—. Así le puede sacar un ojo a oscuras.
Pero Edmund ya había terminado. Bajó del porche y tiró el pelo del perro al paño, donde se lo llevó una fría brisa nocturna. Entretanto Profesor se había ocultado corriendo bajo la casa, indignado.
—Cree que no soy buen barbero —comentó Edmund, confiando en que Mary se animara. Pero había sido un día triste y ella se limitó a sonreírle cortésmente a modo de respuesta. Se apretó el chal alrededor de los hombros.
—¿No tendrá un puro? —le preguntó.
—No. No tengo ese vicio.
—Pues yo sí —repuso ella con cierto tono desafiante.
Edmund volvió a subir al porche y tomó asiento, esperando a que ella volviese a hablar.
—Supongo que es una bendición —dijo al fin—. Si iba a perder al bebé ha sido mucho mejor para ella que fuera pronto. Y aunque me considere cruel por decirlo, para el bebé ha sido mucho mejor perderse que nacer.
—No la considero cruel, Mary —contestó Edmund.
Ella volvió su rostro hacia él y le habló con un tono repentinamente suave.
—Pensaba marcharse a Béjar hoy.
—Dudo que posponer el viaje un par de días suponga una gran diferencia —explicó Edmund, aunque a cada hora que pasaba aumentaba la preocupación que sentía por el destino de sus colecciones en Béjar.
—Espero que tenga confianza para irse por la mañana en cuanto quiera —dijo Mary—. En todo caso, aquí no puede hacer nada más.
Alargó la mano para tocarle ligeramente el brazo.
—Aunque le estoy muy agradecida por lo que ha hecho.
La verdad era que había hecho poca cosa en el transcurso de aquella torturada jornada excepto mantenerse silenciosamente al margen. Se había encargado de recoger una forma reconocible de la descarga sanguinolenta que teñía el suelo de tierra, envolverla con un trapo de cocina y enterrarla al borde de una pradera a un par de kilómetros de la posada. Cuando regresó por la mañana Edna aún estaba histérica. Sólo entrada la tarde, después de que la joven se hubiera calmado y dormido, el gélido silencio entre Mary y Terrell había estallado finalmente en una franca discusión. El muchacho se había negado a defenderse cuando su madre la había tomado con él, acusándolo de haber infringido todas las formas de conducta responsable al volver a acostarse con aquella pobre chica aunque había prometido que no lo haría, sin pensar en el futuro de ella ni tener en cuenta su propia reputación ni su sentido del honor.
Terrell, con una expresión de vergüenza y furia en la cara, se había marchado a lomos de la yegua moteada justo antes de que anocheciera. Después, Edmund había eludido a Mary. Aquella noche no sirvieron la cena, de modo que se adentró en el pueblo a solas y comió una cena miserable consistente en bagre seco y gofres de harina de maíz en una taberna de grog. Cuando volvió encontró a Mary sentada en el porche con la mirada perdida en la oscuridad.
—Lamento no haberle dado de cenar —le dijo ahora.
—Yo estoy bien servido, pero usted debe de estar hambrienta.
—He comido unas galletas hace unas horas. Por supuesto, le descontaré el precio de una comida de la cuenta. Quiero que reciba un servicio honrado por su dinero. ¿Ha visto esto?
Le entregó una hoja de papel doblada.
—¿De qué se trata?
—Ha pasado un mensajero a primera hora de la mañana, mientras usted se había ido a… hacer ese recado. Es una circular de Sam Houston. Espere aquí un momento y le traeré una vela.
Edmund leyó la florida proclama, aguzando la vista para distinguir las palabras a la débil y trémula luz de la vela. No conocía a Sam Houston, pero lo vio claramente en su retórica: era un hombre excitable y dramático que creía haber llegado a la pleamar de su destino. Los opresores deben ser expulsados de nuestra tierra. El usurpador comprenderá la falacia de sus esperanzas de conquista. La santidad de nuestros hogares debe protegerse de la contaminación.
—¿Qué le parece? —preguntó Mary.
—Me cansa.
—A mí me asusta.
—A mí también —admitió Edmund. Las esperanzas que había depositado en que aquella insignificante insurgencia en la frontera mejicana simplemente se extinguiera estaban palideciendo cada vez más. Houston era un petulante, era el hombre de confianza de Jackson, y se encargaría de elevar las apuestas todo lo posible. Tras el escándalo conyugal de Tennessee y la subsiguiente debacle alcohólica prolongada entre los cherokees era indudable que su carrera política en los Estados Unidos había terminado. Pero Edmund sospechaba que Houston estaba resuelto a encontrar otro país que gobernar. Y en aquella ofendida proclama estaba implícito que creía que Texas ya le pertenecía en lugar de al «usurpador» que era su presidente.
Edmund le devolvió la proclama a Mary, que la dobló y dio golpecitos distraídamente en el brazo de la silla con ella.
—Voy a echarle un vistazo —anunció; se puso en pie, cogió la vela y atravesó resueltamente el patio hasta el jacal de Edna. Sólo estuvo ausente durante unos instantes y a continuación Edmund vio que regresaba con la mano delante de la llama de la vela para protegerla del viento y el rostro preocupado iluminado por la luz cambiante.
»Está durmiendo tan plácidamente como hace unas horas —dijo—. Ni siquiera ha cambiado de postura.
—¿Espera que Terrell vuelva esta noche? —le preguntó Edmund.
—Ya no sé qué esperar de Terrell. —Se volvió hacia él. Su rostro aún estaba iluminado por la llama de la vela. Parecía tan vulnerable y necesitada de consuelo como una niña asustada y el impulso de alargar los brazos hacia ella para que descansara la cabeza sobre su pecho era tan poderoso que Edmund sintió que al resistirse estaba desafiando un imperativo de la naturaleza.
»Estoy muy confusa —le confió—. Me siento muy desgraciada.
—Lo sé. Ha sido un día muy difícil para usted.
—Tóqueme, por favor —susurró ella—. Sólo un momento. Tóqueme la mejilla con la mano.
Edmund la obedeció. Mary tenía la piel fría y poner la mano sobre ella le parecía manifestar una intimidad extraordinaria, hasta el punto de propasarse. Sintió el diminuto vello invisible de la línea de la mandíbula. Con el dedo pulgar acarició la carne imposiblemente tierna del labio inferior y ella comprimió levemente la boca en algo que podría haber sido un beso. Y después sonrió, le cogió la muñeca y le apartó suavemente la mano.
—Entonces ¿se marcha mañana? —le preguntó.
—Sí.
—En ese caso me encargaré de que se vaya con un desayuno como es debido. Buenas noches, Edmund.
Apagó la vela de un soplido con cuidado de conservar el precioso sebo y entró en la casa.
Edmund estaba demasiado agitado para acostarse. Cogió la silla del pasaje y se la llevó al otro lado del patio, hasta el borde de la terraza del río, donde se oía el sonido del agua que fluía en el canal y las ramas de los árboles que crujían en lo alto cuando el viento abanicaba las hojas. Se abrochó la chaqueta y trató de concentrarse en cuestiones de importancia inmediata y vital: rescatar sus colecciones, trasladarlas si era necesario y organizar la expedición a tiempo para la primavera. Pero se habría dicho que aquellos pensamientos se evaporaban de su mente en cuanto los proponía y en cambio se le presentaban con insistencia todas las cosas en las que se había propuesto no pensar: la extraña criatura nonata, diminuta como un ratón, con la cabeza en ciernes desprovista de rasgos y los miembros en forma de remo que había sepultado aquella mañana en un trapo de cocina; o la sensación de la piel de Mary Mott bajo la mano y la presión de sus labios sobre el dedo pulgar.
Estaba intentando ordenar mentalmente los especímenes de las praderas al oeste del Brazos (euphorbia corollata, cassia chamaecrista, eryngium aquaticum, etcétera) cuando oyó unos pasos sobre las hojas secas y se volvió en la silla para ver la forma oscura de una muchacha que deambulaba entre la casa y el río con un camisón de algodón. Estaba descalza y tenía el cabello suelto y enmarañado tras haberse retorcido en el suelo de tierra del jacal. Era Edna Foley.
—Hola —le dijo—. No deberías salir. Hace frío y aún estás débil.
La chica volvió la mirada hacia el sonido de su voz.
—¿Quién es usted? —le preguntó.
—Me llamo Edmund McGowan. ¿Estás sonámbula?
—He oído que me llamaba la Santa Madre. ¿A usted también lo llamaba? ¿Por eso está aquí?
—No.
—¿Quiere llevarme a verla? ¿Puedo subirme a su carromato?
Edmund se levantó y le tocó el codo a la muchacha.
—Ven conmigo —dijo—. Te llevaré a casa para que puedas volver a la cama.
—No, ella quiere verme.
—Estás sonámbula.
—No, no, no —gimoteó Edna, pero no se apartó de su contacto—. Estoy despierta. Lo veo. Lo veo todo. ¿Cómo voy a estar dormida? ¿Dónde está Terrell?
—Está fuera. No ha vuelto a casa.
—¿Lo sabe?
—¿El qué?
—Lo del bebé.
—Me parece que sí. Ahora ven conmigo.
La llevó por el sendero bordeado de piedras fósiles. Ella no se le resistió. Su expresión y su carácter estaban adormecidos, obedientes y aturdidos. Teresa los oyó llegar cuando se acercaban al jacal y se quedó en la puerta esperándolos.
—Asegúrate de que vuelva a la cama —le indicó Edmund en español. Antes de volverse para marcharse le tocó la frente a Edna para comprobar si tenía fiebre. Estaba fría. La confusa muchacha lo llamó mientras se alejaba.
—Lo vi —dijo—. Todos creen que no, pero yo lo vi.
—¿Qué es lo que viste? —le preguntó Edmund.
—Vi lo que salió de mi cuerpo. Lo que el diablo me había metido para que creciera dentro.
Edmund estaba demasiado sobresaltado para contestar.
—Usted se lo llevó, ¿verdad? —dijo ella.
—Sí.
—Entonces, ¿es usted un ángel?
—No, niña. Ahora vete a dormir.
La muchacha dejó que Teresa la llevase de nuevo al jacal. Edmund volvió a poner la silla en el porche, entró en la fonda, se estiró bajo las mantas y trató de obligarse a dormir. Pero sólo pudo quedarse tumbado escuchando los reclamos de los pájaros nocturnos y observando el tenue fulgor plateado que se filtraba por las troneras. Cada vez que su mente inquieta empezaba a sumergirse en el estanque del sueño se alejaba repentinamente de un salto como una piedra que rebota. Pero para su sorpresa, justo antes del alba, descubrió que se despertaba de un sueño que no sabía que había conseguido. Profesor estaba gimoteando delante de la puerta y cuando Edmund la abrió encontró al perro, que normalmente estaba sereno e indiferente, en un estado de gran agitación, gimiendo, alzando el hocico al viento y mirando a Edmund en busca de alguna señal de aprobación.
Edmund se puso los zapatos, cogió la escopeta y le hizo un asentimiento al perro. Profesor pasó corriendo junto al establo, ladrando, siguiendo la pendiente del terreno río arriba. Edmund pensó en ensillar a Cabezona, pero algo le decía que el problema, fuera lo que fuese, estaba cerca. Cuando pasó trotando junto al establo se percató de que los caballos y las mulas también eran conscientes de ello. Oyó que resoplaban nerviosamente en sus compartimentos.
Veía el sol naciente al este, violento y desnudo, a través de la maraña de ramas de roble. La neblina del suelo se aferraba a la hierba bajo sus pies y los reclamos de las palomas torcaces reverberaban en el aire frío. Edmund se sentía pesado al remontar corriendo la colina y respiraba frenética y desacompasadamente, con el alma embotada por el miedo. El sol naciente proyectaba una áspera oleada luminosa sobre el paisaje gris que precede al amanecer y Edmund inclinó la cabeza para que el ala del sombrero le protegiera los ojos.
Corrió durante unos ochocientos metros, siguiendo un antiguo sendero de ciervos que atravesaba la hierba quebradiza y los espesos matorrales. Profesor iba cien metros más adelante y cuando estaba a punto de perderse de vista al otro lado de la cumbre de una colina baja Edmund le ordenó que volviera, y el perro retrocedió unos pasos hacia él de mala gana, pero después echó a correr de nuevo, desafiante, antes de que Edmund pudiera darle alcance.
En cuanto Profesor se desvaneció por encima de la colina empezó a aullar y ladrar de una forma incontenible. Edmund se detuvo, se tomó un instante para escrutar la cima de la colina y amartillar la escopeta y avanzó de nuevo experimentando una creciente alarma, tratando de aclararse los oídos de los gañidos enloquecidos de Profesor y concentrarse en lo que podía revelarse ante sus ojos al otro lado de la cumbre de la colina.
Vio algo que le pareció un lago de sangre antinaturalmente definido y vívido bajo el intenso fulgor de la mañana. Manaba del cuerpo de la muchacha durante unos veinte metros antes de formar un charco en el entramado de raíces nudosas expuestas de un roble solitario. Los lobos se habían congregado alrededor de las raíces para beber la sangre a lengüetazos o lamerla de la hierba. Edmund jamás había disparado a una criatura impulsado por la cólera pero apuntó con la escopeta a uno de los lobos que tironeaban del cuerpo. Apretó el gatillo presa de un odio terrible y el animal dio una voltereta hacia atrás sobre la hierba, gañendo y mordiendo el aire al morir.
Los demás lobos huyeron ágilmente. Profesor salió en su persecución, pero Edmund chilló: «¡No te acerques!» con el tono más áspero que jamás había empleado con el perro. Profesor se detuvo de inmediato y se sentó sobre los cuartos traseros, debatiéndose entre la confusión y la excitación, volviéndose a mirar a Edmund como si estuviera a punto de darle una explicación.
—¡Quieto! —repitió Edmund. Recargó la escopeta por si volvían los lobos o los buitres que planeaban atentamente en lo alto decidían descender. A continuación se dirigió al punto en el que Edna Foley estaba tendida boca arriba con los ojos clavados inexpresivamente en el cielo.
Se había apuñalado hasta la muerte. Seguía asiendo violentamente con una mano la empuñadura del cuchillo de carnicero que tenía alojado entre las costillas y había numerosos tajos menos mortíferos en toda la pechera del vestido empapado de sangre. El hedor de la sangre era tan espantosamente acre que por un momento Edmund se quedó sin respiración. Dejó la escopeta, se alejó algunos metros y cayó sobre las manos y las rodillas para vomitar. Cuando alzó la vista del suelo se encontró mirándole a los ojos a un lobo atrevido que estaba volviendo sigilosamente hacia el cuerpo. Pero en cuanto alargó la mano hacia la escopeta el lobo desapareció.
Volvió a levantarse y contempló a la muchacha. No le cabía la menor duda de que se lo había hecho ella misma, apuñalándose y cortando caóticamente, golpeando el hueso, errando los puntos vitales, gritando de dolor y miedo frenético pero oyendo constantemente una voz que le decía una y otra vez que lo hiciera hasta que acabó destruyendo uno de los grandes conductos que alimentaban el corazón. Lo vio todo en su mente con una precisión grotesca, vio la prueba con sus propios ojos, pero apenas concebía que un acto semejante fuera posible.
Contempló el rostro de la joven, los ojos abiertos, la boca abierta, los labios contraídos sobre los dientes como si hubiera muerto en el acto de inhalar una laboriosa bocanada. No sabía qué hacer. Advirtió que le temblaban las manos, y no sólo un poco. Avergonzado, se mordió la palma de la mano derecha para recuperar la compostura, se sentó y trató de pensar.
Tenía que llevársela de algún modo. Estaba lo bastante cerca para cargar con ella, pero odiaba la idea de asustar a Mary Mott presentándose en la posada dando tumbos con el cadáver ensangrentado de la muchacha en brazos. Prefería regresar al establo a por la mula, pero eso significaba dejar el cuerpo de Edna con los lobos y no podía hacer eso.
Se estaba inclinando para cogerla cuando oyó que Mary pronunciaba su nombre y la vio con Fresada en lo alto de la colina. Mary abrió la boca para gritar cuando vio el cuerpo, pero no emitió ningún sonido. La sangre abandonó su rostro dejando una máscara blanca e inexpresiva.
—Es inútil que se acerque más —le advirtió Edmund.
Pero ella se adelantó de todos modos y contempló a la muchacha. Le asió el codo con ambas manos y lo apretó con fuerza.
—Dios Santo —musitó—. Ay, Dios Santo.
—Así es como la he encontrado —dijo Edmund.
Mary miró fijamente el cuerpo un instante, le soltó el brazo y se alejó unos pasos. Al cabo de un momento miró al lobo muerto.
—¿Ha matado a ese lobo? —le preguntó a Edmund.
—Sí.
—Oímos el disparo. Sabía que había pasado algo malo. Creía que a lo mejor…
Dejó de hablar y escrutó con aire angustiado la pradera desierta.
—¿Dónde está Terrell? —le preguntó a Edmund—. ¿Lo ha visto? ¿Volvió anoche?
—Me parece que no.
—¡No estaba con ella cuando pasó! ¡Es imposible que estuviera!
—No, Mary, claro que no estaba. Estaba sola. Se lo hizo ella misma.
—Traeré un caballo —intervino Fresada al cabo de un instante—. Y una manta para envolverla.
Se volvió y descendió pesadamente por la colina. A lo lejos, Edmund alcanzaba a ver la posada y una delgada columna de humo de la chimenea que era apenas más sólida que la vaporosa niebla de la madrugada que emanaba del río.
—¿Tiene frío? —le preguntó a Mary mientras estaban allí de pie en un silencio sombrío, esperando a que volviera Fresada.
»Anoche estaba dando vueltas —le explicó cuando ella no contestó—. Sonámbula, como yo pensaba. Según parece creía que el bebé era el hijo del diablo. La llevé de vuelta al jacal. Debería haber estado más atento, no podía haber imaginado que…
—Claro que no —lo atajó Mary—. Nadie habría imaginado una cosa así. Ella solía decirme que hablaba con la Virgen. Creo que aquí era donde se celebraban sus reuniones. Debe de haber sido la Virgen la que le dijo que se hiciera esto.
»¿Cree que ahora está con Dios, Edmund? —preguntó Mary. Le castañeteaban los dientes al hablar.
Era casi mediodía cuando volvió Terrell. Había pasado la mayor parte del día anterior cabalgando sin rumbo por la orilla de la bahía. Se dijo que estaba cazando, pero no había matado nada en todo el día, excepto una ardilla que había abatido para cenar, y había pasado la noche envuelto en una manta debajo de un árbol y contemplando una hoguera de leña que había preparado con atento cuidado, puesto que no tenía otra tarea en la que ocuparse. La ardilla no había sido suficiente para alimentarlo, pero el hambre y las privaciones se correspondían con su estado de ánimo. ¿Qué debía hacer ahora?, se había preguntado. Su madre creía que el hijo nonato de Edna era suyo y aunque Terrell sabía que había sido concebido la noche de los soldados mejicanos no sentía el menor deseo de convencerla de la verdad. Que pensara lo que quisiera. Ya no le interesaba cultivar la opinión de su madre. Le habían sucedido tantas cosas en los últimos meses que le parecía que había saltado al otro lado de una gran línea divisoria y que volver a su ánimo anterior no sería sólo un paso hacia el pasado sino un paso hacia el olvido.
Cuando volvió a casa estaba mareado a causa del hambre y la falta de sueño. No vio a nadie, aunque era día de colada y se había preparado para encontrarse con su madre trabajando en el patio. Profesor acudió trotando a saludarlo cuando llegó, lo que significaba que el señor McGowan aún no se había marchado a Béjar. Terrell se dispuso a llevar a Verónica al establo, pero la desacostumbrada calma, así como la ausencia de su madre, Fresada y Teresa, le infundieron una repentina aprensión. Ató las riendas de la yegua alrededor de la baranda que había delante de la fonda y se dirigió a la casa, más convencido a cada paso de que algo andaba mal.
Probablemente su madre estaba sentada en casa, esperándolo para reprenderlo una vez más por su naturaleza cobarde y sus abyectos apetitos. Pero el día y la noche que acababa de pasar solo reflexionando hacían que se sintiera más fuerte de lo que se habría sentido de otro modo. Había decidido que le dijera lo que le dijera su madre no le contestaría más que un par de palabras amables. Se metería a la cama y se iría a dormir, y dejaría que todo se arreglara al día siguiente. Y al día siguiente o al siguiente se uniría al ejército en Béjar, donde debería haber estado hacía mucho tiempo.
Pero cuando abrió la puerta de casa vio el cuerpo desnudo de Edna Foley tendido en una tabla, una súbita debilidad se apoderó de sus piernas y se desplomó al suelo.
—¡Ay, Terrell! —exclamó Mary. Dejó el paño con el que estaba lavando el cuerpo y fue corriendo para ayudarlo a levantarse, pero Terrell ya estaba de nuevo en pie y le apartó la mano de un empujón. Miró con la boca abierta, incrédulo, el cadáver desnudo de la muchacha mientras Teresa extendía una manta sobre él, dejando el rostro muerto y atónito al descubierto.
—¿Qué…? —musitó.
—Se ha suicidado, Terrell —explicó su madre—. La hemos encontrado esta mañana.
Trató de asir a su hijo, pero éste ya estaba saliendo rápidamente por la puerta.
—Terrell, cariño. Espera.
Pero él no respondió. La fuerza había vuelto a sus piernas y sentía que la sangre fluía por sus miembros en un flujo incontenible mientras se dirigía a la baranda en la que estaba atada Verónica.
—¡Terrell! ¡Detente! —exclamó su madre, que se aferraba a él mientras caminaba.
—¡Suéltame! —gritó sin mirarla a los ojos—. ¡Suéltame, madre! ¡Ahora mismo!
Se zafó de ella de un empujón, desató las riendas de Verónica y montó al cansado caballo.
—¿Adónde vas? —le suplicó ella—. Dime por lo menos eso, Terrell.
—A Béjar —contestó, y espoleó a la yegua sin volverse a mirar el rostro lloroso de su madre. Cuando entró en Refugio pasó junto a Fresada y el señor McGowan, que regresaban de la carpintería con un ataúd en el carro, pero tampoco los miró, sino que simplemente advirtió la expresión de asombro de ambos cuando pasó atronando a su lado, hacia Béjar y la sede de la guerra.