CAPÍTULO 29
LOS CABALLOS estaban intranquilos y eran difíciles de controlar. Después de casi dos semanas de aterrorizado encierro en El Álamo estaban deseando correr. Pero Crockett sólo les permitía un trote acompasado. El camino de González estaba generalmente en buen estado, pero a pesar de eso, galopar a ciegas en la noche oscura era una imprudencia.
Se quedaron al borde del camino, dispuestos a internarse entre los árboles si oían el menor temblor de pisadas de cascos o rumor de arreos. Finos jirones de nubes delgadas flotaban por el cielo y se había levantado viento. Bajo el sombrero Terrell tenía las orejas entumecidas a causa del frío y lo único que podía hacer para protegérselas era levantarse el cuello de la chaqueta contra el viento. Le envidiaba a Patton el ridículo gorro de piel y a Crockett el amplio gabán.
Le castañeteaban los dientes y le temblaba todo el cuerpo, aunque no acertaba a precisar si era a causa del frío o el miedo. Tenía que forcejear con Verónica para impedir que echase a correr y después de una hora de tirar de las riendas le dolían los brazos. Nadie dijo una palabra, aunque en varias ocasiones Crockett alzó una mano y se detuvieron a escuchar antes de reanudar la marcha. Oyeron búhos y coyotes y en una ocasión vieron a un puercoespín que cruzaba el camino arrastrando los pies.
Habían cabalgado durante unas tres horas cuando Crockett volvió a detenerse y le indicó a Terrell que se adelantase. Crockett asintió hacia el oscuro paisaje de delante. El camino continuaba unos veinte metros y a continuación descendía acusadamente hacia una espesa franja de árboles.
—Creo que eso de allí delante es el cruce —susurró Crockett—. ¿Tú qué opinas?
—Creo que tiene razón.
Crockett deliberó en silencio otro instante, tocó los flancos del caballo con los talones y los condujo más cerca. Continuaron otros cincuenta metros y volvieron a detenerse al oír voces en las oscuras sombras de los árboles más adelante.
—No sé si están hablando en inglés o en español —admitió Crockett—. ¿Alguno de vosotros lo sabe?
Escucharon. Lo único que oía Terrell era el distante rumor de una conversación, las palabras eran tan indistintas como el agua que fluye sobre las rocas. Finalmente Patton alzó la voz y dijo:
—En inglés.
—¿Estás seguro, Will? —dijo Crockett—. No me gustaría entrar ahí y preguntarle «¿Qué tal?» a una patrulla mejicana.
—No estoy seguro, tío. Sencillamente a mí me parece inglés y no mejicano.
Escucharon un poco más y cuanto más escuchaban más convencido estaba Terrell de que Will estaba en lo cierto. La conversación era alta, el ritmo lento y desacompasado y estaba puntuado por estallidos de francas carcajadas.
—A mí también me lo parece —dijo Terrell.
—Bueno, pues vamos a intentarlo —respondió Crockett—. Aunque el corazón me late como un pato en una charca.
Se acercaron. La conversación que se oía desde el otro lado del oscuro banco de árboles se volvió más audible, aunque aún no acertaban distinguir las palabras. Finalmente Crockett amartilló el rifle y exclamó a viva voz:
—¡Hola!
La conversación cesó al instante. En algún punto al borde del camino delante de ellos un centinela exclamó:
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí fuera en el camino?
—David Crockett, de Tennessee. Y dos amigos míos.
Hubo otro lapso de silencio y una voz distinta exclamó:
—Usted y sus compañeros pueden avanzar, señor, pero háganlo con todas las precauciones.
Descendieron por el empinado camino hasta el cruce, donde hombres armados salieron a su encuentro desde la cortina de árboles. No habían encendido hogueras y sus rostros aún eran prácticamente indistintos en las sombras, pero Terrell advirtió que Juan Seguín estaba entre ellos.
—¿De veras es usted David Crockett? —preguntó uno de los hombres al tiempo que se adelantaba con unos andares sorprendentemente despreocupados.
—Así es, señor. Y si no tiene objeción me bajaré de este caballo antes de que me encuentre con un caso de almorranas.
El hombre se rió y Crockett desmontó de la silla sin más invitación. Terrell y Will hicieron lo mismo.
—Capitán DeSaugue —dijo el hombre de delante, alargando la mano—. Francis DeSaugue, de Pennsylvania. Y éste es el capitán Chenoweth. Ya conoce al capitán Seguín y el capitán Tumlinson está aquí con su compañía de montados.
—No esperaba ver a tantos capitanes en el mismo sitio —replicó Crockett—. Estamos listos para una travesía oceánica.
Crockett aprovechó la ocasión para presentar a su sobrino y a Terrell, a los que llamó sus «estimados compañeros de aventuras».
—Espero que estos hombres se dirijan a El Álamo —comentó cuando terminaron de estrecharse la mano.
—Así es, en efecto.
—¿Cuántos fieles tiene en esta congregación?
—Poco más de ciento cincuenta —dijo DeSaugue.
—Esperábamos más. ¿Han llegado los hombres de Fannin?
—El coronel Fannin nos envió al capitán Chenoweth y a mí por delante con la caballería. Debía seguirnos con la infantería, pero tuvieron que darse la vuelta.
—¡Se dieron la vuelta!
—Los bueyes se salieron del camino cuando instalaron el campamento y no pudieron mover la artillería. Además, a Fannin lo preocupaba abandonar el fuerte de Goliad cuando los mejicanos tienen a toda una división acercándose desde el sur.
Terrell nunca había visto a Crockett frustrado, pero ahora estampó con violencia el pie contra el suelo y masculló una maldición para sus adentros. El ataque apenas duró unos segundos, pero Terrell se alarmó al verlo. Comprendió que Crockett estaba tan cansado y asustado como él.
—Williamson sigue reuniendo a hombres en González —ofreció DeSaugue, deseoso de levantarle el ánimo a Crockett— y puede que dentro de un par de días Fannin haya cambiado de opinión.
—No creo que tengamos un par de días, capitán DeSaugue.
Crockett paseó la mirada sobre los hombres que tenía delante en la oscuridad.
—Caballeros —exclamó—, ¿están dispuestos a cabalgar conmigo hasta El Álamo?
La mayoría sonrieron y asintieron vigorosamente con la cabeza, pero tuvieron la prudencia de no prorrumpir en ovaciones por temor a que los oyera una patrulla enemiga.
—Entonces por Dios que nos iremos dentro de diez minutos, aunque nos salgan almorranas —dijo Crockett—. Sólo necesito un momento para reunirme con mi comité ejecutivo.
Se alejó a una corta distancia seguido de Will Patton y Terrell.
—Vamos a encontrar un sitio para sentarnos que no esté cubierto de mierda de caballo —dijo, y cuando se hubieron sentado debajo de un árbol cuyo tronco los resguardaba del viento sacó una bolsa de piel encerada y se la entregó a Patton.
—Estas son las cartas de Travis, Will. Quiero que las lleves a González y te encargues de que alguien las lleve a la convención de Washington-en-el-Brazos. ¿Conoces el camino?
—Sí, señor, pero preferiría volver a El Álamo con usted.
—Pues no lo vas a hacer. Ahora vete.
—¿Ahora mismo?
—Tenemos que darnos prisa, Will. Por si no te habías dado cuenta. —Se levantó a la manera de un hombre poderoso declarando el término de una reunión. Will se levantó con él y Crockett le estrechó la mano.
—Volveré a El Álamo en cuanto pueda —dijo Will.
Crockett le dio una afectuosa palmada en el hombro a su sobrino y lo instó a marcharse. Terrell advirtió que estaba conteniendo las lágrimas y apartó la mirada. Le estrechó la mano a Will y volvió a sentarse delante del árbol mientras Crockett desdoblaba una hoja de papel y sacaba una pluma de un estuche de escritura.
—¿Qué es lo que quiere que haga yo? —preguntó.
—Quiero que te quedes ahí sentado mientras escribo una carta.
Terrell obedeció y a los pocos minutos estaba durmiendo con la cabeza oscilando sobre el cuello. Estaba inmerso en un sueño apresurado y complejo cuando Crockett lo zarandeó para despertarlo.
—¿Está despierto, soldado Mott?
—Sí, señor.
Crockett sonrió y le puso la carta en la mano.
—Esto es para Fannin en Goliad.
—¿Quiere que se la lleve?
—Si consigues mantenerte despierto.
—Claro que puedo —le aseguró Terrell—. ¿Qué hago después de darle la carta?
—Si Fannin puede enviarnos algunos hombres ven con ellos. Si no es así vuelve aquí. Los hombres de Williamson deberían haber llegado para entonces, o de lo contrario estarán en González. No intentes entrar en El Álamo solo.
Diez minutos después todos los hombres que se habían reunido en el Cibolo estaban montados y dispuestos a cabalgar en la ayuda de El Álamo, todos excepto Terrell, que iba solo en la dirección opuesta.
—Mantén un buen ritmo —le aconsejó Crockett cuando se separaron—. Intenta llegar lo más lejos que puedas antes del amanecer y mantente apartado del camino durante el día. Si te encuentras con patrullas de lanceros mejicanos lo único que puedo decirte es que hagas todo lo posible por escapar.
Terrell asintió. Crockett se inclinó hacia delante en la silla para estrecharle la mano y desearle buena suerte y a continuación se dirigió al oeste por el camino junto con los demás hombres. Verónica quería seguirlos y Terrell tuvo que debatirse con las riendas hasta que se resignó a quedarse sola con él. Entonces tiró de ella en dirección al cruce y la ribera opuesta del arroyo y se dirigió hacia el sur a través del campo abierto.
Calculó que era aproximadamente la una de la madrugada. Verónica se mostró reacia y enojada durante el primer par de kilómetros, pero en seguida recobró el ánimo y adoptó un trote rítmico por el tenebroso camino. Terrell no dormía desde hacía días y el cansancio y el miedo se entrelazaron y vio a jinetes tenebrosos en los flancos a los que no conseguía dejar atrás y pájaros malévolos que se precipitaban desde el cielo nocturno.
El tiempo pasó mientras el caballo avanzaba bajo su cuerpo. ¿Estaba dormido? Creía que era muy posible. Los jinetes oscuros quedaron atrás y los frenéticos aleteos de los pájaros nocturnos habían dejado de molestarlo. Ahora sólo quedaban el viento frío que le helaba las orejas y los dedos, de modo que ya no sentía las riendas en las manos, y el áspero sonido de una voz más adelante que exclamaba:
—¡Alto! ¡Alto inmediatamente!
Antes de que su mente tuviera ocasión de despertar y dar alcance a las reacciones del cuerpo ya había espoleado a Verónica en los flancos y estaba galopando en dirección contraria, perseguido por los lanceros.
Oía su respiración y la de sus caballos a sus espaldas. Percibía el movimiento impaciente y el chirrido de las sillas de montar y los chasquidos de los bocados metálicos contra los dientes de los caballos. Nadie volvió a llamarlo. Estaban ahorrando el aliento para abatirlo con sus lanzas.
El paisaje ante él era negro, aunque el miedo contribuyó a que su vista penetrara en las tinieblas. Estaba recorriendo ondulaciones abiertas y herbosas, sin prestar atención a la dirección que tomaba, sencillamente tomando la ruta menos complicada que ofrecía la tierra. Subió y bajó por una colina y vio a lo lejos los márgenes de un bosque. Condujo a Verónica en esa dirección y se agachó en la silla mientras se precipitaban entre las ramas.
El bosque no era más que un fino cinturón y antes de lo que habría preferido se hallaron de nuevo en terreno abierto. Se trataba de una pradera, la hierba era baja y el sonido de sus perseguidores se intensificó cuando los cascos de los caballos se estrellaban contra el suelo sin amortiguación.
Habían recorrido unos ocho kilómetros a través de pastos, praderas y chaparrales, y extensiones de terreno arenoso en las que los cascos de los caballos se hundían buscando asidero en las capas de roca descubierta. En una ocasión Terrell oyó que uno de los caballos que lo seguían tropezaba y el jinete gruñía y maldecía al estrellarse contra el suelo. Los demás no rompieron el paso. Le dijeron algo en español al otro y siguieron cabalgando en pos de Terrell.
Aunque el aire era frío Verónica tenía una pátina de sudor en el cuello y la manta de la silla estaba completamente empapada. Terrell tenía calambres en las piernas y estaba sin aliento, y los lanceros que lo perseguían se mostraban incansables, pacientes y terroríficamente silenciosos.
La respiración de Verónica se hizo más profunda y hueca mientras Terrell la espoleaba despiadadamente, pero la respiración de los caballos que los seguían era aún más laboriosa y percibía que se estaban quedando atrás. A la izquierda había otra oscura masa de árboles y Terrell se preguntó si era mejor internarse con Verónica en el bosque, donde sería más sencillo ocultarse, o seguir intentando dejar atrás a los lanceros en terreno abierto. Mientras estaba intentando decidirse los lanceros abandonaron de repente la persecución. Oyó el pesado resoplido de los caballos cuando los jinetes tiraron de las riendas y el repique de las espuelas cuando saltaron al suelo.
Terrell miró por encima del hombro y vio un destello de pólvora, y antes de que oyera el restallido de la escopeta Verónica y él ya se estaban desplomando sobre la tierra. Sintió el chasquido del hueso del antebrazo derecho y en el mismo momento uno de los frenéticos cascos de Verónica le aplastó la mano del mismo brazo contra una roca inflexible.
Sin embargo Terrell se puso en pie de un brinco y con la mano izquierda buscó la pistola que llevaba en la cinturilla de los pantalones, pero se había caído y no tenía tiempo para buscarla.
Verónica intentó levantarse pero se había roto el hueso de la pata como si fuera un palo y la sección inferior se bamboleaba enloquecidamente al retorcerse de dolor. A lo lejos los mejicanos se estaban gritando mutuamente en español y volviendo a subir a sus cansadas monturas y a Terrell no se le ocurrió otra cosa que correr hacia los árboles, abandonando al caballo en la agonía.
Corrió locamente a través del bosque; en un par de ocasiones trastabilló con las rocas, pero a grandes rasgos tuvo la suerte de mantener el equilibrio. Uno de los lanceros fue derribado de la montura por una robusta parra enroscada y los demás desmontaron cautelosamente y siguieron persiguiéndolo a pie. Mientras corría, Terrell sabía que la persecución era más importante para él que para ellos, y al cabo de un par de kilómetros de loca huida dejó de oír sus voces a sus espaldas y el sonido de sus botas retumbando entre la maleza.
Buscó un punto en el que las sombras fueran más profundas y se desplomó en el suelo bajo varios árboles que estaban entrelazados mediante ramas de vides. Las ramas invernales de los árboles estaban tan estrechamente enredadas que no dejaban pasar la luz de las estrellas. El dolor del brazo y la mano aplastada le parecían asombrosos. El brazo le latía desbocadamente; parecía que bajo la piel había un ratón asustado que iba corriendo de un lado a otro. No importaba en qué dirección doblaba el miembro destrozado o trataba de apoyarlo en la rodilla levantada, el ratón no encontraba la salida.
Aguzó el oído por si oía a los lanceros. Cuando al fin captó sus voces se habían retirado a mucha distancia, hasta el límite del bosque en el que había caído. Supuso que el disparo que resonó entonces era una cortesía que le brindaban al caballo herido.