CAPÍTULO 20
A JOE le gustaba San Antonio de Béjar más que cualquier otro sitio en el que hubiera estado nunca. Experimentaba una sensación de paz paseando por sus calles, aunque estuvieran asoladas por la guerra. Había habido cruentos combates en los confines de la ciudad cuando los texanos se la habían arrebatado a Cos varias semanas antes de que Joe llegara con Travis y edificios enteros se habían visto reducidos a montones de escombros de adobe y muebles astillados. Los flancos de muchos edificios presentaban singulares orificios que habían hecho los rebeldes armados con palancas que habían ido de casa en casa demoliendo paredes a su paso. Y aún quedaban algunas balas de cañón desperdigadas, aunque habían recogido la mayoría para llevarlas a El Álamo, donde las usarían de nuevo contra Santa Ana, pues al parecer todos creían que llegaría al mando de un ejército a los pocos meses para recuperar el pueblo.
Pero en el corazón de Béjar había una calma que no se veía afectada por la destrucción. Joe volvió a sentirla aquella mañana al recorrer la calle Potrero en dirección al río. Era un pueblo mejicano, quizá se tratara de eso: los edificios de adobe o piedra, bajos y desprovistos de rostro, que nunca tenían más de una planta y por dentro parecían fríos y oscuros como almacenes; la ausencia de bullicio o urgencia en las calles, en las que sólo había gente que se ocupaba de sus asuntos como si el día se extendiese ante ellos como un regalo; y la forma en la que lo miraban al pasar, sin otra cosa que una curiosidad pragmática. No parecía importarles que fuese negro. Creía que podía acercarse y atreverse a entablar una conversación con cualquiera de ellos en cualquier momento si hablara español como el señor Travis.
Le costaba creer que aún estuviera en la provincia de Texas, tan diferente era Béjar de San Felipe. No se trataba sólo del idioma ni de la actitud de sus habitantes hacia la piel negra. Era un sitio en el que todo iba por dentro: se habría dicho que la gente se reservaba sus pensamientos del mismo modo en el que edificaban sus casas con patios secretos que no se veían desde la calle. En San Felipe todo era visible, todo eran acciones y conversaciones fulminantes, y las altas casas de madera con pintura blanca parecían pedir a gritos que les prestasen atención.
Cruzó el puente de madera que salvaba el río. Era menos caudaloso que el Brazos, quizá midiese unos treinta metros, pero el agua era tan diáfana y gélida que contemplarla era como asomarse a un precipicio. Los peces flotaban en el agua transparente. Las orillas estaban bordeadas de tocones de cipreses (Cos los había talado todos para incrementar el campo de fuego entre Béjar y El Álamo) pero en el punto en el que la corriente serpenteaba de nuevo hacia el pueblo las ramas hojosas formaban una especie de túnel sobre ella. El día era frío. Unas nubes sólidas como el petre flotaban sobre las rocosas colinas del oeste, colinas surcadas de resquicios y sombras que Joe sentía un novedoso impulso de explorar. Se imaginaba ascendiendo por aquellas colinas a lomos de un caballo o una mula, con un saco de harina de maíz y un poco de tocino, sin la menor intención de volver con aquellos texanos y su guerra.
El Álamo se alzaba a cien metros del río, frente a las lejanas colinas. Los campos de maíz que lo rodeaban por todas partes habían sido aplastados durante los combates y la tierra estaba desnuda y pétrea bajo el sol del invierno. Joe ignoraba el aspecto que debía tener un fuerte pero creía que debía transmitir una impresión de fortaleza en lugar de debilidad. Incluso a corta distancia parecía que casi se podía pasar por encima de El Álamo. Los muros de la misión eran bajos, apenas se elevaban unos metros sobre su cabeza en la mayoría de los puntos, y formaban un extenso rectángulo que a Joe le parecía difícil de defender con los pocos hombres que tenían. La mayoría de los hombres estaban desfallecidos. Los que tenían fuerzas se habían marchado hacía mucho tiempo para tratar de tomar Matamoros y se habían llevado consigo la mayor parte de las provisiones de la guarnición. Joe no estaba seguro de cuántos hombres quedaban; unos ciento cincuenta más o menos, muchos de los cuales estaban enfermos o se estaban recuperando de las heridas que habían recibido al arrebatarles el pueblo a los mejicanos. Pero parecía que la noticia de que el ejército de Santa Ana había llegado al río Grande les había insuflado un poco de vida y había más actividad en el fuerte que desde que había llegado con Travis hacía diez días.
Joe cruzó un puente de tablas que salvaba un pilón y se dirigió a la puerta sur, en la que había una docena de hombres fortificando un reducto de piedra frente a la garita. El comandante Jameson, el ingeniero que estaba a cargo de convertir El Álamo en un auténtico fuerte, empuñaba una pala al igual que los demás.
—Buenos días, Joe —dijo. Era un hombre afable y de pecho amplio con las patillas tan pobladas que parecían pellizcarle la cara—. ¿Te apetece amontonar tierra con nosotros?
—El coronel Travis me ha dado una nota para el congresista.
—Me parece que encontrarás al honorable señor Crockett trabajando en la abatida.
—Ese negro no sabe de qué estás hablando —intervino uno de los demás hombres al percatarse de la mirada inexpresiva de Joe—. Nunca ha oído hablar de una abatida.
—Una abatida es una barricada de árboles derribados, Joe —explicó Jameson con tono razonable, asintiendo en la dirección de la capilla—. Como la que usó Montcalm en Ticonderoga.
—Tampoco ha oído hablar de Ticonderoga —repuso el otro.
Joe dejó a un lado la rabia que le inspiraba ese hombre, como era su costumbre, y cruzó la puerta que daba al patio de El Álamo, repitiendo mentalmente aquella palabra una y otra vez: «Ticonderoga», una palabra estridente como el graznido de un cuervo. Salía olor a grasa de tocino de una casita que hacía las veces de cocina, aunque el desayuno había terminado y las mejicanas que estaban dentro ya estaban amasando tortillas para alimentar a la guarnición. Había otro reducto al otro lado de la puerta. El capitán Carey estaba intentando sin mucho éxito adiestrar a una dotación de artilleros, exclamando: «¡Atención!» y «¡A la carga!» mientras los cañoneros manejaban torpemente las esponjas y los botafuegos.
Joe encontró a Crockett delante de la iglesia, apuntando con el rifle a través de la empalizada que habían levantado para salvar el espacio que separaba el borde exterior de la iglesia del muro sur. Hacía apenas unos días no había más que tierra desnuda en ese punto, nada que impidiese que los mejicanos entrasen en tromba cuando quisieran, pero ahora la empalizada le parecía incluso más fuerte que el resto del fuerte. Estaba compuesta de leños verticales y tierra amontonada y al otro lado se hallaba la abatida, una espesa maraña de mezquites espinosos que detendrían una carga de la caballería mejicana.
—La estás amontonando, Bill —le estaba gritando Crockett a un hombre que estaba al otro lado de los maderos—. Extiéndela más para que podamos darle a algo más que a las ramas de los árboles.
Joe no sabía si tratar a Crockett de señor, honorable o congresista. Algunos habían dado en llamarle coronel, aunque él insistía en que nunca había sido coronel de nada ni tenía intención de serlo. Finalmente Joe se limitó a entregarle la nota y dijo:
—Aquí tiene un papel del coronel Travis, señor.
—¿Has desayunado ya, Joe? —preguntó Crockett mientras desdoblaba la nota.
—Sí, señor.
—Encuentro esas tortillas suyas cada vez más tolerables. —Crockett siguió hablando mientras leía, como si hasta un instante de silencio lo pusiera nervioso—. ¿Crees que me estaré convirtiendo en un frijolero?
—No lo sé, señor.
Crockett le devolvió la nota a Joe. Estaba escrita en una hoja en blanco arrancada de un viejo diccionario geográfico. El papel escaseaba en Béjar.
—Me encantaría parlamentar con el coronel Travis —anunció Crockett—. Déjame coger el abrigo.
Crockett desapareció en uno de los edificios cercanos y salió con un sombrero negro y un abrigo de lana de color marrón oscuro, la prenda más espléndida que Joe había visto jamás. Le llegaba hasta los tobillos y flotaba a sus espaldas cuando andaba. Joe no había estado caliente ni un solo minuto desde que había soplado el último viento del norte y la visión de aquel gabán voluptuoso lo dejó debilitado por el deseo. No sólo lo maravillaba el propio abrigo, sino la naturalidad con la que Crockett poseía algo tan magnífico. Lo llevaba sin más contemplaciones que si fuera una vieja camisa de caza remendada.
—Apuesto a que Travis está que trina —comentó Crockett mientras cruzaba el puente que llevaba al pueblo con Joe— después de lo que pasó ayer con Bowie.
—Yo diría que no está contento —observó Joe.
Crockett prorrumpió en una carcajada y le apretó amigablemente el hombro con una mano voluminosa. Joe dividía a los hombres blancos en dos categorías: los que no le prestaban demasiada atención y los que parecía que deseaban que fuera testigo de su buen humor. Los hombres de la segunda categoría no querían que se riera de sus chistes, sino simplemente que estuviera presente cuando los contaban, como si de algún modo fueran más graciosos gracias a su sobria presencia. Algunos de esos hombres fáciles de complacer eran odiosos en el fondo, pero Crockett no era así en absoluto. Parecía que tenía un corazón blando y le interesaban cosas que a otros hombres no. Le caía bien a Joe, al igual que a todos los demás hombres del fuerte, aunque algunos aún no se creían que estuviera delante de ellos en carne y hueso el hombre más famoso de América con excepción del presidente Jackson.
Hasta los habitantes de Béjar, tejanos que no hablaban una sola palabra de inglés ni tenían la menor noción de la lejana política de los Estados Unidos, observaban con interés a Crockett cuando pasaba, y éste a su vez les dedicaba a todos una sonrisa sencilla y les saludaba como si estuviera desfilando.
—Buenos días —le dijo a una pareja de ancianas que caminaban cogidas del brazo—. ¿Ya has aprendido algo de español, Joe?
—Sé las palabras que se usan para decir «buenos días» y «buenas noches». Y sé decir cómo estás y muy bien si alguien me pregunta lo mismo.
—Que me cuelguen si no es el idioma más bonito que he oído en mi vida. Por supuesto, cuando el bueno de Santa Anita empiece a hablarnos en él es posible que tenga una opinión completamente distinta. ¿Travis ha estado en una guerra alguna vez?
—Estaba en la milicia en Alabama y ha estado en un par de escaramuzas desde entonces.
—Un par de escaramuzas —repitió Crockett, y pareció reflexionar sobre ello como si realmente le importase lo que pensara Joe. El congresista tenía la nariz afilada y el cabello oscuro hasta los hombros y se lo peinaba con la raya en medio. No tenía canas, aunque en una ocasión Joe le había oído afirmar que tenía casi cincuenta años. Era alto y bien proporcionado, aunque estaba engordando un poco en la cintura. A medida que caminaban el abrigo de Crockett arrastraba por la calle una sombra semejante a un par de alas negras. Joe apartó la mirada cuando la vio. Crockett era uno de los pocos hombres del ejército que le inspiraba cierta confianza, que no parecía preocupado por el temor ni las expectativas nubladas. Pero aquella sombra en la calle hacía que pareciese que la muerte ya lo había abrazado.
Travis había instalado el cuartel general en una casa de la plaza de las Islas, apenas un par de puertas más abajo de la iglesia de San Fernando. Cuando Joe y Crockett entraron había una refulgente hoguera crepitando en el hogar y Travis y el capitán Baugh, su ayudante, estaban sobre una mesa estudiando un mapa y pelando nueces.
—Gracias por venir, coronel —dijo Travis mientras estrechaba la mano de su distinguido invitado. Joe había advertido que Travis siempre estaba un poco agitado en presencia de Crockett, como si no acabara de creerse que aquel hombre estuviera delante de él.
—El coronel es usted, señor —replicó Crockett mientras se quitaba el pesado abrigo y se lo daba a Joe—. Yo no soy más que un pobre soldado. Cuantas más órdenes me dan más contento estoy.
Crockett se sentó en una silla de respaldo alto y se balanceó en ella con la cabeza contra la pared, como si no tuviera intención de hacer otra cosa en todo el día que quedarse sentado hablando.
—Es un abrigo estupendo —comentó Travis mientras Joe lo colgaba en un perchero cerca de la puerta.
—Es lana de Nueva Inglaterra, coronel, y me aprieta tanto que creo que podría detener una bala de cañón. Joe, busca en uno de esos bolsillos a ver si encuentras un poco de licor.
Joe sacó una petaca de güisqui de uno de los numerosos bolsillos interiores del abrigo y se la entregó a Crockett. El congresista le alargó la petaca a Travis, que meneó cortésmente la cabeza. Travis tenía vicios específicos y generalmente se limitaba a fornicar.
Baugh rechazó asimismo la petaca, alegando que aquella mañana había tomado un incendiario desayuno mejicano y estaba teniendo una digestión corrosiva. Pero Baugh solía tener un talante desenfadado y Joe opinaba que parecía un hombre que bebía de vez en cuando. Había ido a Texas con los Grises de Nueva Orleans y llevaba el bonito uniforme de aquella unidad, aunque la chaqueta estaba desgarrada y deshilachada y había perdido tanto peso que el fondillo de los descoloridos pantalones estaba abultado como el de un anciano.
Charlaron un rato sobre el progreso de las fortificaciones en El Álamo. Crockett aseguró que había estado en un par de fuertes durante la guerra de los maskoki y que le parecía que Jameson sabía lo que estaba haciendo.
—Pero le voy a decir una cosa, coronel —le dijo a Travis—, no me gustan los fuertes. Soy un hombre de espacios abiertos. Y si nos queremos defender en este lugar y no acabar muertos en el intento yo diría que necesitamos más o menos cuatro veces más hombres de los que tenemos. Y sería agradable que el supuesto gobierno de Texas nos diera un par de dólares para que estos muchachos no tuvieran que pasearse con harapos y quizá hasta pudieran llevarse algo a la boca de vez en cuando.
—Ayer le mandé una carta al gobernador Smith y esta tarde saldrá otra.
—Lo último que supe del gobernador Smith era que lo estaban impugnando.
—Sí, pero ha depuesto al consejo que lo impugnaba.
Crockett se rió y partió dos nueces una contra otra en una de sus grandes manos.
—Me da nostalgia de la política, coronel.
Se tomó su tiempo en extraer el fruto de las nueces, se levantó y arrojó las cáscaras a la hoguera.
—Si quiere que le dé un consejo —prosiguió Crockett—, yo diría que debemos largarnos de aquí como alma que lleva el diablo. Estoy de acuerdo con Houston; volemos El Álamo por los aires. No tenemos hombres para defenderlo ni un gobierno digno que nos respalde.
—Sin embargo, es el único gobierno que tenemos. Y no está de acuerdo con Houston y yo tampoco. Béjar es la llave de Texas, señor Crockett.
Joe se alegraba de oír el tono desafiante de Travis. Demostraba que estaba recuperando la confianza. Durante los últimos meses había sido una compañía insoportable. Por mucho que hubiera deseado que estallara la guerra le había costado mucho acostumbrarse a ella. Primero le había preocupado que no le dieran un buen puesto, después que su bufete de abogados se arruinara mientras él estaba en el ejército y por último que no reclutase a suficientes hombres para la tropa de caballería. Al principio no había querido ir a Béjar, pues pensaba que en lo sucesivo todos los combates se librarían en otra parte. Pero el variopinto gobierno de Texas le había ordenado que fuese y al cabo de menos de una semana el coronel Neill, el comandante de la guarnición, se había visto obligado marcharse para atender a su esposa enferma. Cuando Neill se fue puso a Travis al mando y al principio eso lo había dejado hecho un manojo de nervios. Y con razón, pensaba Joe, porque Travis apenas tenía la mitad de años que Crockett y ni siquiera había estado en una verdadera guerra aún.
En el transcurso de los meses precedentes Joe sólo había visto a Travis de buen humor cuando fueron a Montville a visitar a su hijo. Travis y Charlie se sentaron en un banco junto a un árbol al borde del patio a leer un libro y eso había parecido serenar un tanto los pensamientos del coronel. Pero la última vez que habían ido a Montville, para después continuar cabalgando hasta Béjar, Travis estaba aún más agitado que de costumbre. En el camino le pidió disculpas a Joe por su mal genio. Le aseguró que se debía a que creía que moriría luchando contra los mejicanos y jamás volvería a ver a su hijo.
—Este fuerte es el centinela de la frontera —le estaba diciendo ahora Travis a Crockett— y han muerto muchos hombres para conquistarlo. Si lo abandonamos ahora le abriremos la puerta a Santa Ana para que se adentre directamente en las colonias.
Crockett volvió la mirada hacia Baugh.
—¿Qué opina usted, capitán Baugh?
—Creo que hay que defender Béjar a toda costa, señor.
—En fin, caballeros —dijo Crockett, dirigiéndole a Joe una mirada divertida—, vamos a defender este maldito sitio.
—La pregunta es —repuso Travis—: ¿qué hacemos con Bowie?
—Ya me imaginaba que estaba intentando llegar a eso. ¿Hoy está otra vez fuera de control?
—No, en este momento está apaciblemente borracho, desmayado en la casa de los Veramendi, pero puede estar seguro de que en cuanto se despierte empezará a sembrar el caos de nuevo. Y no pienso tolerarlo, señor.
Travis se puso a enumerar los recientes desmanes de Bowie. Al principio le había enojado que le ordenasen ir a Béjar, y en secreto lo preocupaba que lo pusieran al mando, pero en cuanto Jim Bowie había tratado de arrebatarle el nuevo cargo se había aferrado a él como si fuera lo que más amaba en la vida. Había mala sangre entre ambos hombres, uno de los cuales aspiraba a convertirse en un pilar del decoro mientras que el otro era un ladrón por naturaleza. El día anterior Bowie había sido presa de un pánico ebrio cuando uno de sus informantes tejanos le había asegurado que el ejército mejicano ya había partido del río Grande y que llegaría a Béjar el día menos pensado. Había declarado la ley marcial y había desfilado como un bárbaro junto con sus hombres, disparando con los rifles, permitiendo caprichosamente que los reclusos salieran de la cárcel y ordenando a los ciudadanos honestos de Béjar que abandonaran las calles y volvieran a sus casas.
—Ya vi lo que pasó ayer —lo atajó Crockett, interrumpiendo la lista de las transgresiones de Bowie—. No me cabe la menor duda de que fue un alboroto desafortunado. Pero Bowie estaba agitado por un motivo. A alguien como él, que se ha mantenido un paso por delante de la ley durante toda la vida, acaban saliéndole antenas como a las chinches. Y si las antenas de Bowie le dicen que los mejicanos están más cerca de lo que creíamos es posible que nos convenga escucharlo.
—Santa Ana no llegará hasta dentro de un mes por lo menos —casi gritó Travis—. No puede marcharse del río Grande hasta que crezca la hierba, ¡y Bowie lo sabe! ¡Esto no tiene nada que ver con la posición de las fuerzas mejicanas y tiene absolutamente todo que ver con el flagrante deseo que tiene Bowie de usurpar mi autoridad sobre este fuerte! ¡Y no pienso aguantarlo! Si él y sus voluntarios no acatan mis órdenes habrá un ajuste de cuentas en estas calles antes de que llegue Santa Ana.
—Lo reconozco, señor —admitió Crockett—. Es usted un hijo de puta apasionado. Pero si le habla en ese tono Bowie sacará el cuchillo y se le bajarán los humos.
—Por eso necesito que alguien tan serio como usted hable con él en mi lugar —dijo Travis—. Aquí hay un objetivo común y él tiene que comprenderlo.
Crockett bebió un último trago de la petaca y se la arrojó a Joe para que volviese a guardarla en el abrigo.
—De acuerdo —asintió—, pero no pienso menear un hueso delante de la cara de Jim Bowie a menos que tenga un poco de carne.
—¿Qué es lo que sugiere?
—El mando conjunto. Usted se encarga de los regulares y él de los voluntarios. Firman las órdenes los dos juntos.
Travis miró a Baugh, inseguro.
—Es probable que no nos pongamos de acuerdo en las órdenes que debemos firmar.
—Eso no es problema —repuso Crockett—. En el caso de que haya una sincera diferencia de opinión honesta ambas partes acceden a que prevalezca el sentido común.
—¿Quién decidirá cuál es el sentido común? —preguntó Baugh.
—Yo —contestó Crockett—. En virtud de mi larga experiencia en la materia en la Casa de los Representantes de los Estados Unidos.
—No me gusta nada, Joe —reflexionó Crockett mientras paseaban por la calle Soledad—. He matado a demasiados osos en sus madrigueras para no ponerme un poco nervioso al esconderme en un sitio como éste.
El congresista se dirigía a la casa de los Veramendi para hablar con Bowie. Joe tenía un hato de ropa de Travis debajo del brazo que le llevaba a una lavandera mejicana que vivía en una casucha en el confín más alejado al oeste del pueblo y que sin duda querría dinero por sus servicios en lugar del recibo del gobierno provisional de Texas con el que Travis le había dicho que intentase pagarle antes.
—Yo nunca he visto a un oso —respondió Joe, sin saber qué otra cosa decir.
—Bueno, es que hay que ir a buscarlos —repuso Crockett, como si estuviera ligeramente enojado por el comentario—. No suelen salir a tu encuentro. Dime una cosa: ¿sabes disparar un rifle?
—Sé disparar un mosquete y un rifle, pero no sé si le daré a algo.
—Bueno, ¿entiendes que es posible que el coronel Travis te pida que lo hagas? Demonios, es posible que acabes disparando un cañón, teniendo en cuenta que andamos escasos de hombres. Cuando los mejicanos carguen contra nosotros como las langostas de Egipto ya puedes olvidarte de la colada.
—Sí, señor.
—¿Y qué te parece eso?
—No sé a qué se refiere.
—Me refiero a qué te parece disparar a los hombres que dicen que vienen a liberarte de la esclavitud. ¿Crees que podrás apretar el gatillo?
—Supongo que sí —dijo Joe. Esa idea ya se le había ocurrido varias veces, pero era inútil que especulase sobre pasarse al otro bando porque sabía que no iba a hacerlo.
—Bueno, entonces eres un patriota —concluyó Crockett mientras llegaban a la casa de los Veramendi— y Travis tiene suerte de tenerte.
Joe había oído que la gente se refería a la casa de los Veramendi como si fuera un palacio, pero a sus ojos no era sino una versión más grande de las restantes casas de Béjar: un edificio alargado enclavado al borde de la calle, sencillo como una caja a excepción de las imponentes puertas de madera y las estrechas ventanas. Había dos de los hombres de Bowie custodiando aquellas puertas como si esperasen que los atacaran en cualquier momento no sólo los mejicanos sino los hombres de Travis. Pero fueron amables con Crockett; todo el mundo era amable con Crockett. Lo saludaron con amplias sonrisas y le franquearon una entrada más pequeña, del tamaño de un hombre, que se recortaba en las enormes puertas. Cuando Crockett entró Joe siguió recorriendo la calle Soledad bajo el mordiente viento del invierno. Sentía que algo se agitaba en su sangre, que se avecinaba un cambio importante, pero se concentró cuanto pudo en pensamientos mundanos normales por miedo a que aquella tumultuosa sensación no fuera sino la muerte susurrándole al oído.
Terrell estaba detrás del palacio de los Veramendi, desenterrando un cofre repleto de plata doméstica que estaba sepultado en el jardín al borde de la cochera de piedra. Sparks y él habían estado trabajando durante una hora y acababan de desenterrar la roca ancha y plana que cubría el tesoro como la tapa de un sarcófago.
—Por Dios, sí que está apretada —rezongó Sparks mientras expectoraba un gran escupitajo de tabaco en el jardín arruinado. Se tomó un momento para quitarse el sombrero y secarse el sudor de la frente calva con la manga de la camisa—. Si quieres que te diga mi opinión, Bowie no va a encontrar un escondite mejor que éste.
Mientras Sparks se quedaba mirando el agujero con aire contemplativo Terrell se posó en la roca y empezó a extraer la tierra de los márgenes con la pala. Había escuchado las opiniones de Sparks durante toda la hora que habían estado cavando (opiniones acerca de las putas, la estrategia militar, el patinaje sobre hielo, la frenología, la parra brava, los baptistas y los arados de hierro) y no le interesaba lo más mínimo escuchar sus argumentos sobre si había que trasladar la plata o no. Lo importante era que Bowie quería que la trasladaran. La plata le había pertenecido al gobernador Veramendi, que había perecido en Monclova junto con toda su familia (incluida su hija, la esposa de Bowie) en el año del cólera. Ahora la gran casa y todo lo que había en ella le pertenecía a Bowie. Había ordenado que enterrasen la plata en el jardín al oír que Cos se dirigía a Béjar, y allí se había quedado sin que la descubrieran durante el asedio y la batalla por la ciudad. Pero ahora Bowie había empezado a inquietarse; no sólo le preocupaba que el ejército mejicano que se acercaba se enterase y la desenterrase sino que también temía que Travis se le adelantara, confiscara la plata para el gobierno de Texas y le entregase un recibo sin valor a cambio. Las órdenes de Terrell consistían en exhumar el cofre, llevarlo con una guardia armada al rancho de Seguín y volver a enterrarla.
Al cabo de media hora Terrell y Sparks habían excavado la tierra suficiente para desprender la roca y levantarla con una palanca. El cofre de la plata descansaba bajo ella envuelto en una tela mohosa.
—Será mejor que busques a la señora Alsbury —le dijo Terrell a Sparks cuando consiguieron sacar el cofre del agujero—. Quería echarle un vistazo.
—Querrás decir que quería asegurarse de que no robásemos nada —rezongó Sparks. Siguió enjugándose el sudor de la frente, se puso la chaqueta y entró en la casa. Terrell tomó asiento en un banco de hierro que dominaba la pendiente que llevaba al río. Se había esforzado lo bastante para sudar profusamente, pero ahora que había parado era consciente del viento frío y amargo. Como habían talado todos los árboles de las dos riberas durante el asedio, tenía una visión clara al otro lado del río de El Álamo desde detrás de la casa de los Veramendi. Había una cuadrilla de trabajo apuntalando el ruinoso muro norte de la misión con leña y tierra, y Terrell oía sus voces y el eco de los golpes de sus martillos en el aire de invierno. Había pasado algún tiempo trabajando en las defensas de El Álamo al llegar a Béjar y había entablado amistad con algunos regulares, algunos de los cuales eran poco mayores que él, pero últimamente los miembros de las fuerzas de voluntarios de Bowie se habían mantenido apartados casi siempre y la mayoría estaban borrachos.
Algo malo le pasaba a Bowie. Estaba descolorido, malhumorado, aparentemente no lograba mantenerse sobrio. Y su falta de autocontrol se había extendido a sus hombres. El día anterior había sido una desgracia, Bowie había asaltado las calles como un loco, malicioso y borracho, sembrando la confusión y el pánico en todas partes al ordenarles a sus hombres que bloqueasen los caminos. El mismo Terrell había tenido que echar atrás a una docena de familias que intentaban huir de Béjar antes de que volvieran a estallar los combates. La noche pasada se había acostado recordando sus caras surcadas de lágrimas y sus voces que imploraban en español y la vergüenza no le había dejado conciliar el sueño. Al menos había estado lo bastante sobrio para avergonzarse. Algunos de los voluntarios, alentados por la frenética disolución de Bowie, se habían congregado dando tumbos delante de la plaza, exigiendo la liberación de los prisioneros del calabozo, y después algunos hasta habían vendido sus rifles a cambio de más aguardiente.
Sentado en el banco, contemplando El Álamo, donde se hacía evidente tanta diligencia y tanto orden, Terrell sintió la tentación de dejar la pala y ofrecer sus servicios como soldado regular a las órdenes de Travis. Desde que se había unido a Bowie su posición en el ejército había sido informal. Oficialmente era un «voluntario independiente», y se sentía independiente. La mayoría de los voluntarios de Bowie habían estado juntos desde el principio como miembros de una misma compañía. Sparks, por ejemplo, pertenecía a los Invencibles de los Estados Unidos, que se habían formado en Mississippi y habían marchado, entrenado y acampado juntos antes de partir para liberar Texas. Terrell no tenía ninguna compañía. Sencillamente se había tropezado con el ejército estando completamente solo, y después de haber pasado dos meses explorando con los voluntarios de Bowie seguía sintiéndose aislado. En parte se debía a que sus instintos le aconsejaban que se mantuviera apartado. Lo molestaba que aquellos hombres bebieran sin cesar; creía que los hacía vulnerables y ensombrecía los principios que los habían llevado a aquella guerra.
Terrell dedicaba mucho tiempo a reflexionar sobre su propia conducta. Las cuestiones trascendentes de aquella guerra le importaban menos que las cuestiones privadas del carácter que creía que determinarían la guerra. El lado débil y disoluto de su carácter ya se le había manifestado claramente y ya había visto parte de la sordidez de la guerra. Pero albergaba la convicción de que dentro de él también había algo bueno, algo que aún no había aflorado y que sólo podía aflorar y relucir libremente en el calor de un gran apuro, una gran batalla. No le importaba mucho sobrevivir a semejante batalla, siempre y cuando consiguiera atisbar siquiera su verdadero yo. Más de una vez se había imaginado la cara de su madre al enterarse de su muerte honorable y generosa.
Oyó el chirrido de la puerta sobre las pesadas bisagras españolas y se volvió para ver a la señora Alsbury y su hermana Gertrudis atravesando el patio hacia él con Sparks. Las hojas caídas formaban una capa tan gruesa en el suelo que los pies de las mujeres estaban ensombrecidos, de modo que parecían flotar sobre el dobladillo del vestido. Ambas eran jóvenes. Gertrudis era esbelta y hermosa pero parecía hosca. La señora Alsbury era más corpulenta y tenía una voz amable, pero a Terrell siempre le parecía abrumada de irritación. Sostenía a su bebé contra una cadera, pero éste no dejaba de retorcerse y contorsionarse para que lo soltara, y como ella no lo hacía le golpeaba en la barbilla con la cabeza.
—Ábrelo, por favor —le dijo la señora Alsbury mientras se debatía con el bebé.
—¿Disculpe? —contestó.
Ella le indicó con un ademán de la mano libre que desenvolviera el cofre de la tela. Si sabía inglés, Terrell aún no lo había oído. Estaba casada con un americano, un médico llamado Horace Alsbury, pero Terrell suponía que no había tenido tiempo de enseñarle el idioma, puesto que se había casado con ella recientemente y ahora había salido en una partida de exploración. El nombre de pila de la señora Alsbury era Juana. Ella y Gertrudis eran miembros de la poderosa familia Navarro de Béjar y se habían criado con su prima Úrsula, la que fuera la esposa de Bowie. Bowie se consideraba su custodio y las trataba como si fueran sus propias hermanas.
Terrell alzó del suelo un extremo del cofre mientras Sparks trataba de quitarle la envoltura de algodón medio podrida. El cofre estaba hecho de una especie de madera reluciente y pesada; caoba, pensó Terrell. La palabra «Veramendi» estaba elaboradamente tallada en la tapa, que estaba asegurada con un voluminoso cerrojo en forma de corazón.
Juana Alsbury hizo un asentimiento a su hermana pequeña, que se hincó de rodillas y abrió el cerrojo con una llave que había sacado de la casa. A continuación Terrell y Sparks se quedaron quietos en un silencio cortés mientras las dos mujeres rebuscaban entre los platos, los candelabros y los cubiertos de plata hasta que hubieron dado cuenta y discutido cada una de las piezas. La señora Alsbury dejó al bebé en el suelo a su lado. Aún no andaba, pero se apoyó en el lado del cofre y hurgó dentro con sus torpes manos. Cogió una cuchara y la agitó ante Terrell, y éste, sintiendo que debía responder, asintió con la cabeza.
Cuando se hubo asegurado de que toda la plata estaba en su sitio, la señora Alsbury cerró la tapa, cogió a su hijo, miró a Terrell y susurró: «Gracias». Tenía lágrimas en los ojos, al igual que su hermana. Supuso que él también se pondría emotivo si rebeldes que ni siquiera hablaban el mismo idioma hubieran tomado la casa en la que había crecido y hubiera que enterrar y trasladar de un lado a otro los platos en los que había comido cuando era niño.
Terrell y Sparks asieron cada uno una de las asas que había a ambos lados del cofre y lo llevaron a través del empinado patio hasta la casa. Era tan pesado que tenían que detenerse y aferrarlo de nuevo cada pocos metros. La señora Alsbury y Gertrudis los esperaron pacientemente pero no se les ocurrió echarles una mano. Al fin consiguieron pasarlo a través de la puerta trasera y llevarlo a la sala, donde lo depositaron lo más suavemente que pudieron en el reluciente suelo de azulejos.
—¿Qué es eso, muchachos? —preguntó Roth. Estaba sentado en el suelo delante del hogar con dos de los Invencibles, bostezando, comiendo tortillas frías y calentándose los pies descalzos.
—¿A ti qué te importa? —rezongó Sparks cuando hubo recuperado el aliento—. No te he visto ayudándonos a Terrell y a mí a desenterrarlo.
—¿Dónde está el coronel Bowie? —preguntó Terrell a Roth.
—Está ahí detrás hablando con Crockett —dijo Roth, señalando hacia el otro lado de la casa—. Acabamos de llevarles un tarro de café.
Terrell se dijo que debía contarle a Bowie que habían sacado el cofre del suelo, pero sabía que no era prudente interrumpirlo durante una conferencia con Crockett. Sparks y él se sentaron con Roth cerca de la hoguera y trataron de calentarse. La espaciosa estancia estaba vacía a excepción de una larga mesa, algunos barriles de galletas y montones de arreos y mantas. La mayoría de los muebles y los adornos habían sido llevados en carro al rancho de Seguín y la espléndida casa se estaba convirtiendo poco a poco en un almacén para Bowie y sus hombres. La luz del día se filtraba a través de un agujero cerca del techo en el que una bala de cañón había impactado durante el asedio y dentro de la habitación aún quedaban escombros y polvo de mampostería que no habían limpiado.
La señora Alsbury y Gertrudis desaparecieron, pero al poco tiempo Gertrudis regresó con una taza de café para Sparks y Terrell.
—¿Qué pasa con los demás? —preguntó Roth.
—¿Qué? —replicó ella.
—Los demás. Nosotros, maldita sea.
—No es una doncella, Roth —dijo Terrell—. Sólo nos hace un favor porque nosotros se lo hemos hecho.
Terrell hizo un asentimiento para darle las gracias. Gertrudis sonrió amablemente y salió de la habitación.
—Mira cómo te sonríe —dijo Roth—. Eres un poco joven para ella, pero está colada por tus huesos igualmente.
—Cállate —murmuró Terrell.
—Sólo te estoy dando mi opinión, eso es todo. Tienes una oportunidad de oro, muchacho.
—Una oportunidad de oro para que Bowie le corte la polla con ese cuchillo —intervino Sparks.
Aquella mañana debían haberse presentado algunos de los hombres de Seguín con un carro para conducirlos al rancho, pero aún no había llegado nadie y Terrell no sabía qué otra cosa hacer, de modo que sencillamente se sentó delante del fuego con los demás esperando la aparición de Bowie. Al cabo de una hora más o menos Crockett y él salieron al fin. Terrell y los demás se levantaron. Estaban acostumbrados a ser informales con Bowie, pero Crockett era otra cuestión. No podían evitar demostrarle cortesía, aunque él no dejara de insistir en que no era más que un hombre de Tennessee que no tenía trabajo.
—Qué buena idea han tenido estos chicos —exclamó Crockett, estrechando la mano de cada uno de ellos con un talante desenvuelto y familiar mientras atravesaba la habitación—. No creo que se pueda emplear mejor las fuerzas que quedándose mirando un fuego y bebiendo un par de cuernos.
»¿Cómo estás, hijo? Soy David Crockett —dijo el congresista cuando asió la mano de Terrell. Terrell lo había visto antes pero nunca tan de cerca como ahora y pensó que nadie lo había mirado con un interés tan vivo en toda su vida.
—Terrell Mott, su… señoría —tartamudeó en respuesta.
—¡Su señoría! Si me parezco a un juez que me peguen un tiro ahora mismo.
—No quería decir…
—Llámame David como todos los demás, Terrell. Si empezamos a hacer reverencias entre nosotros a lo mejor estamos demasiado ocupados cuando los mejicanos se cuelen en el pueblo.
»Cuidad de vuestro coronel, muchachos —añadió, asiendo a Bowie por el brazo—; no hay nadie como él, ya sabéis.
Bowie tenía un aspecto ceniciento y resacoso. Y parecía extrañamente sumiso frente a la alarmante energía de Crockett aferrándole el brazo. Después de acompañar al congresista a la puerta volvió con sus pálidos ojos entrecerrados y coléricos. Lo que Crockett le hubiera dicho en privado lo había puesto de un humor de perros.
—Id a El Álamo y presentaos ante el comandante Jameson —ordenó.
—¿Qué demonios dices? —declaró Roth—. No pienso ponerme a cavar trincheras para ese puto Travis. Si quiere que…
Antes de que Roth tuviera ocasión de decir otra palabra Bowie lo aferró de las orejas y lo arrojó al otro lado de la habitación. Roth se estrelló de cabeza contra la pared produciendo un escalofriante sonido retumbante. Se tambaleó un instante y, sintiendo que estaba perdiendo el equilibrio, se sentó en el suelo y se tomó un momento para asimilar lo que le había sucedido.
—Me has tirado contra una maldita pared de piedra, Jim —se lamentó.
—Levántate del puto suelo y preséntate ante el comandante Jameson como te he dicho —replicó Bowie—. Y no vuelvas a insubordinarte contra el coronel Travis.
Roth empezó a levantarse, pero cambió de idea.
—¿Estás bien, Jacob? —le preguntó Bowie. La indolencia había abandonado sus ojos, en los que ya se filtraba el arrepentimiento. Gertrudis y su hermana estaban en la entrada, alarmadas. Bowie eludió su mirada.
—Estoy bien, Jim. Sólo estoy mareado.
—Tómate tu tiempo —dijo Bowie con voz contrita.
—No, ya está —dijo Roth. Rechazó la mano de Bowie y se puso en pie.
—Siento haber sido duro contigo, Jacob —le aseguró Bowie—, pero tenemos que ser un poco disciplinados o no tendremos ninguna oportunidad cuando aparezcan los mejicanos. Ahora cruzad el río y decidle al comandante Jameson que os he ordenado trabajar en las defensas. Y si veo a alguien borracho de ahora en adelante, aunque sea yo mismo, se pasará el resto de esta puta guerra en el calabozo.
Terrell se disponía a salir de la casa en fila con el resto de los asombrados hombres cuando Bowie le ordenó que volviera y le dijo que se quedara un momento. Terrell permaneció expectante en la habitación desierta, pero Bowie no dijo nada al principio. Sólo abrió la tapa del cofre y se quedó mirando la plata durante largo rato como si no estuviera delante.
—Úrsula y yo disfrutamos de muchas comidas espléndidas en estos platos —dijo al fin, volviendo sus ojos hacia Terrell. Parecía abatido y avergonzado aquella mañana. Probablemente fuera el resultado del sermón de Crockett, pero Terrell también creía que parecía realmente enfermo. La piel de Bowie siempre había sido pálida, pero ahora estaba tan blanca como el polvo de caliche y el esfuerzo físico de arrojar a Roth al otro lado de la habitación también se había cobrado un precio.
»Gertrudis —exclamó dirigiéndose a otra habitación—, trae una silla, por favor.
»No queda ni un solo mueble en esta casa —le explicó a Terrell mientras Gertrudis llegaba corriendo con una silla y la depositaba junto a Bowie—. Ésta antes era una casa espléndida, pero ahora nadie lo diría, ¿verdad?
—Supongo que no —admitió Terrell.
—No, nadie lo diría. Y nunca adivinaría los buenos momentos que pasamos aquí. Los Veramendi eran gente excelente y por Dios que le arrancaré el corazón al que diga una sola palabra contra ellos.
Volvió a mirar los platos y los candelabros de plata y cerró la tapa.
—Quiero que lo entierren a metro y medio debajo de la cocina de campaña del rancho de Seguín. Ve con ellos para asegurarte de que lo hagan como es debido. Y quiero los nombres de todos los hombres que sepan dónde está. De ese modo si no está ahí cuando vaya a recogerlo sabré a quién debo perseguir.
Terrell asintió con ademán sobrio. Bowie se desplomó contra el alto respaldo de la silla y contempló la pared con la mirada perdida. Se agachó y arrojó otro tronco de roble al hogar, aunque el fuego ya estaba dando demasiado calor.
Gertrudis le preguntó en español si quería comer algo. Bowie le dijo que no, que no tenía hambre. Gertrudis fue a buscar a su hermana, que le puso la mano en la frente.
—Tienes fiebre —dijo—. Tienes que irte a la cama.
—No pienso irme a la cama —le contestó en inglés—. Demonios, si acabo de levantarme.
Bowie se puso en pie de repente y salió apresuradamente al aire frío por la puerta de atrás. Terrell oyó que vomitaba en la hierba. Al cabo de un minuto regresó y volvió a sentarse en la silla, mientras Gertrudis y la señora Alsbury revoloteaban angustiadas a su alrededor y le apretaban paños fríos contra la cara.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Terrell.
Bowie asintió con la cabeza, pero no contestó. Se limitó a quedarse sentado durante largo rato, aspirando hondas bocanadas de aire. Al cabo de un rato despidió amablemente a las mujeres, que se retiraron a la habitación contigua.
—Son como hermanas para mí —dijo distraídamente—. Esa plata es lo único que me queda y pienso ocuparme de Juana y de Gertrudis con ella. Por eso hemos de impedir que caiga en manos de Santa Ana.
—Se la esconderé lo mejor que pueda —le aseguró Terrell, pero Bowie no dio muestras de haberlo oído. Parecía que estaba mirando más allá de Terrell, estudiando las paredes desnudas de la suntuosa sala.
—Te he dado un mal ejemplo —dijo al fin—. Tu madre se enfadará conmigo.
—Eso no es cosa de mi madre —replicó Terrell.
—Siento debilidad por los licores. Si quieres que te diga la verdad, soy casi tan borracho como Sam Houston. Y fue una estupidez por mi parte intentar robarle el mando a Travis. Si no nos mantenemos unidos somos hombres muertos. ¿Me has oído?
—Sí.
—Pero eso no cambia el hecho de que ese maldito abogado abstemio no sabe una mierda de cómo se libran las guerras. Santa Ana no va a esperar en el río Grande hasta que crezca la hierba, como cree Travis. Te garantizo que está avanzando en este mismo momento. Y cuando llegue aquí las cosas se van a poner feas en seguida. No tiene intención de hacer prisioneros. Lo ha dejado claro. En lo que respecta a Santa Ana somos piratas de tierra. ¿Y sabes cuál es la pena para la piratería?
—Supongo que la muerte —dijo Terrell.
—Supongo que estás en lo cierto.
El sudor estaba empezando a resbalar desde el pico de viuda de cabello castaño de Bowie. Siguió respirando profundamente y refrenó la necesidad de vomitar.
—Cuando llegues al rancho de Seguín —le dijo a Terrell— quiero que sigas cabalgando hacia el sur.
—¿Adónde?
—A cualquier parte. De vuelta a Refugio. Vuelve a casa y ayuda a tu madre en la posada.
—¿Por qué?
—Porque tengo la sensación de que las cosas no van a salir demasiado bien aquí.
—Saldrán peor si se marcha todo el mundo.
—No estoy hablando de todo el mundo, Terrell. Estoy hablando de ti. No quiero tener que explicarle a tu madre que te llevaron al paredón y te fusilaron.
Terrell estaba buscando a tientas en su mente una frase o dos de altisonante desafío cuando Bowie se levantó abruptamente de la silla y volvió a salir corriendo al patio. Terrell lo siguió y lo encontró a cuatro patas.
—Las putas arcadas me van a poner del revés —dijo Bowie. Volvió la cabeza y miró a Terrell. La piel de la frente despejada estaba erizada y perlada de sudor—. ¿Me estabas escuchando? ¿Lo de marcharte de aquí?
—Lo estaba escuchando —dijo Terrell—. Pero no pienso hacerlo.
—Entonces no me culpes cuando te claven una bayoneta mejicana en la tripa.
—Será mejor que lo saquemos del frío —repuso Terrell. Gertrudis, la señora Alsbury y él lo levantaron de nuevo, pero cuando le soltaron los brazos estuvo a punto de caerse al suelo otra vez antes de que pudieran sostenerlo.
—Es la peor resaca que he tenido en mi vida —dijo. Quería que sonara desenfadado pero le temblaba la voz y su sonrisa era fina—. Me parece que voy a volver a acostarme después de todo.