CAPÍTULO 30
EL BARATO reloj americano de la casa del dependiente marcaba las cuatro y media de la madrugada, pero Telesforo estaba tan fortalecido por la compañía de su amigo Robert Talon que no pensaba en dormir. El francés y él habían estado sentados toda la noche, bebiendo el brandy del dependiente, fumando sus puros y manteniendo una incesante conversación en la que se turnaban para interrumpirse con solemnes exabruptos de lucidez sobre temas que abarcaban desde la política mejicana a la fiabilidad histórica de los evangelios pasando por la mejor manera de extraer una púa de puercoespín del hocico de un perro.
Talon había perdido un peso considerable durante la marcha y a la luz de las velas su alargado semblante galo habría parecido cadavérico si no hubiera estado tan animado. Estaba echado sobre un sillón de pelo con las botas en el suelo y la túnica desabrochada. Él y el resto de los hombres de la unidad de zapadores de Telesforo habían llegado con los refuerzos el día anterior por la tarde. Telesforo había buscado a su amigo de inmediato, le había servido una buena comida y le había llevado al acantonamiento que compartía con otros tres oficiales, todos los cuales estaban sonoramente dormidos en la habitación contigua.
—Sí, ha sido un viaje inolvidable —estaba diciendo Robert mientras estudiaba el llameante líquido de la copa de brandy—. Seguro que tú también has sufrido algunas molestias, pero naturalmente, como viajabas con el presidente, te libraste de los episodios más infernales de la marcha. He visto a hombres morir congelados, Telesforo. Había un hombre en los Aldamas a quien la nariz se le puso tan negra como el crepé después de la tormenta de nieve y después se le cayó por las buenas. ¡Y la sed! Supongo que reconocerás que mi español es excelente, pero no encuentro palabras para describir la desesperada agonía de atravesar ese desierto sin agua. Y sin embargo doy gracias por cada paso. Sufrir de esa forma sin perder la vida, ¡ni la nariz!, es una experiencia transformadora.
—¿Y cómo te ha transformado, Robert?
—Soy más fuerte —afirmó Talon, sin ligereza en la voz—. Soy consciente, más que nunca, de que Dios me observa. Soy consciente de las expectativas que tiene para mí.
De pronto se inclinó hacia delante y miró a Telesforo con una luz feroz en los ojos.
—Puede que muera en la batalla por este lugar, este Álamo. Puede que no. No me importa lo más mínimo. Lo único que importa es mi conducta. El valor, la benevolencia, el honor; ya no son simples palabras para mí, Telesforo. Las oigo y oigo la voz de Dios susurrándome al oído.
Telesforo sonrió con indulgencia. Se inclinó hacia delante y sirvió más brandy en la copa de su amigo.
—Puede ser —dijo— que Dios no haya planeado que ataquemos El Álamo.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que has oído?
—Los oficiales superiores de Santa Ana están divididos. Algunos quieren atacarlo de inmediato antes de que lleguen más refuerzos, como el grupo procedente de González que consiguió escabullirse el otro día. Pero otros opinan que el tiempo es nuestro aliado. No debemos apresurarnos. Debemos esperar a que traigan los cañones de doce libras y simplemente derribar los muros desde lejos hasta que los defensores intenten huir por la pradera.
—Estoy con el primer grupo —dijo Robert—. Un enfrentamiento decisivo y concluyente, y después ese coronel Travers…
—Travis.
—Después ese coronel Travis entregará su espada.
—No estará vivo para hacerlo. No habrá prisioneros.
—Ya lo he oído. Pero cuando llegue el momento el presidente será generoso. No somos bárbaros hunos.
Robert lo dijo con tanta convicción que parecía que el asunto había quedado zanjado y Telesforo guardó silencio un instante mientras envidiaba a su amigo el sufrimiento ennoblecedor que había experimentado durante el viaje a Texas.
—Los dos avanzaremos hacia las barricadas codo con codo —dijo Robert soñadoramente—. Y si yo caigo le mandarás la Legión de Honor a mi hermana en Francia. Y si tú caes… pero no caerás. Te convertirás en uno de los grandes hombres de tu país.
Telesforo meneó la cabeza, expresando una preocupación privada.
—Estoy en el Estado Mayor de Santa Ana. Puede que no me deje participar en el ataque.
—Tonterías. Sabe lo hambriento que estás. No te negará la ocasión de obtener la grandeza.
Siguieron hablando durante otra hora y a medida que se cansaban la conversación se hacía menos pomposa, hasta que Robert habló de las muchachas mayas con las que había compartido el jergón durante su expedición privada a Chiapas y las iglesias y los cementerios que había visitado en los que los huesos pulidos y relucientes de los aldeanos muertos estaban ordenados como trofeos y en los cráneos habían inscrito peticiones de los difuntos, suplicando a los vivos que rezasen por ellos y liberasen sus almas del fuego del purgatorio.
—¿Cuándo desayunaremos? —preguntó Robert, interrumpiendo de repente su propio relato.
—Hay una mujer que nos prepara la comida. Debería estar aquí dentro de una hora más o menos.
—¿Y cómo cocina esa mujer?
—Ni lo bastante bien para ser memorable ni lo bastante mal para redimirnos por medio del sufrimiento.
Robert se rió, dejó la copa, se puso el puro frío en la boca y se levantó de la silla, anunciando que había llegado el momento de mear en el patio y contemplar nuevamente las glorias de la creación de Dios.
Telesforo lo acompañó al exterior, se desabrochó los pantalones y alzó la vista al cielo mientras orinaba en el suelo. El alba se aproximaba pero de momento no había luces que disiparan el fulgor de las estrellas. Sentía el frío pero el viento se había mitigado y en el silencio se oían los ladridos de los perros y los sonidos de los soldados en las lejanas trincheras.
—Me gusta esta Texas —declaró Robert—. Y este sitio en concreto. El agua del río es maravillosamente clara y en verano cuando haga frío uno puede sencillamente…
El inesperado chisporroteo sostenido de los disparos de rifles al norte lo acalló. Lo primero que pensó Telesforo fue que una patrulla mejicana había encontrado a centinelas rebeldes fuera de los muros de El Álamo, pero el volumen de fuego indicaba que se trataba de un enfrentamiento significativo.
Se abrocharon los pantalones a la carrera y entraron en la tienda a ponerse las botas, coger las armas y las bolsas de cartuchos y unirse a los demás oficiales y soldados que iban corriendo por el medio de la calle Potrero en dirección al río y el sonido del tiroteo.
Había un capitán al pie del puente que estaba gritando a los hombres que lo cruzaran y formasen una línea de tiro en la otra orilla. Telesforo corrió al otro lado del puente sin tener en cuenta lo que estaba sucediendo. Un gran grupo de jinetes enemigos estaba cargando desordenadamente hacia ellos desde el norte, hostigados por el fuego de los francotiradores mejicanos apostados al otro lado del río. Los hombres que estaban dentro de El Álamo disparaban esporádicamente desde los muros, intentando proteger a los jinetes, pero en la oscuridad y la confusión Telesforo dudaba que ninguno de ellos diera en el blanco.
Telesforo y Talon se unieron a una columna de fusileros que salía corriendo al encuentro de los jinetes. Al parecer la mayoría de los hombres eran de la misma compañía, porque se hincaron ordenadamente de rodillas cuando oyeron que un oficial daba una orden en la oscuridad. Dispararon una andanada a los jinetes, ocasionando una maraña de caballos histéricos que apenas se vislumbraban entrecortadamente cuando la pólvora de las armas individuales estallaba y arrojaba un destello tan breve como el de las libélulas sobre la masa confusa de hombres que cargaban.
La andanada hizo que la oleada de hombres y caballos tropezara, se disgregara y se desviara hacia la derecha. Telesforo vio los destellos de los disparos procedentes del tambor que custodiaba la puerta de El Álamo y sintió que las balas silbaban por el aire a su alrededor. Cuando oyó a los tiradores del tambor llamando a los confusos jinetes («¡Aquí! ¡Por aquí!») comprendió lo que estaba pasando. No se trataba de un ataque sino de una intentona de obtener refuerzos. Los jinetes habían sido descubiertos al norte de El Álamo mientras intentaban atravesar las líneas mejicanas y ahora estaban intentando desesperadamente abrirse paso hasta la puerta.
—¡La puerta! —exclamó Telesforo a los hombres que lo rodeaban—. ¡Seguidme! —Robert se unió a él y dirigieron conjuntamente una carga hacia el tambor, confiando en que las tinieblas los escudasen un poco. Se enfrentaron a un fuego de rifle apresurado e intenso que causó pocos daños, pero cuando la pieza de artillería del rincón suroeste descargó esquirlas de metralla hacia ellos le arrancó la mitad superior de la cabeza a un fusilero. Todos los hombres se arrojaron al suelo sin moverse mientras la metralla de uno de los cañones del tambor chillaba sobre sus cabezas.
Cien metros más adelante, muchos de los jinetes estaban saltando de la silla y se precipitaban hacia la protección del tambor, donde sus camaradas tiraron de ellos sobre las bajas murallas hasta el fuerte. Pero la mayoría de los refuerzos habían quedado atrapados entre el fuego del flanco de Telesforo y el de los exploradores al otro lado del río. Cuando comprendieron que no podían entrar en El Álamo espolearon a sus caballos en una ciega carrera alrededor del muro sur. Telesforo se precipitó hacia adelante con la pistola. Ya nadie disparaba desde El Álamo porque los jinetes fugitivos ahora se hallaban en la línea de fuego. Amartilló la pistola y disparó a uno de los jinetes cuando pasaba. La bala lo acertó en el muslo y la víctima maldijo y gimió pero consiguió mantenerse sobre la silla. Telesforo arrojó al suelo la pistola descargada y echó la mano a la espada, pero antes de que pudiera desenvainarla otro jinete que pasaba lo golpeó en el brazo herido con un grueso látigo y la conmoción del impacto sobre los nervios confusos lo arrojó al suelo resollando de agonía. El dolor era tan escalofriante que embotaba sus instintos y tuvo que obligarse a apartarse de los afilados cascos de los caballos que pasaban.
Cuando los jinetes desaparecieron en la noche se reanudaron los disparos procedentes de El Álamo. Telesforo oyó que Robert Talon pronunciaba su nombre mientras se replegaba con los fusileros, pero transcurrió un largo instante antes de que consiguiera sobreponerse al dolor y contestar que estaba bien.
Dentro de El Álamo había corrientes opuestas de esperanza y confusión. Los exhaustos defensores saludaron a los recién llegados con apretones de manos y francos abrazos, pero los hombres que se habían abierto paso hasta el fuerte estaban agitados por la experiencia y preocupados por los camaradas que no habían podido entrar y que ahora sin duda estaban siendo perseguidos por la caballería mejicana.
Algunos estaban heridos, aunque no gravemente. La mayoría habían perdido la montura. Los refuerzos y los defensores se habían congregado en el extremo sur de la plaza y mientras Mary se abría paso a empujones entre la muchedumbre buscando a Terrell vio a un hombre sentado en el suelo al que le manaba sangre del zapato.
—¿Le han disparado? —preguntó.
—Sí, señora —contestó con una extraña sonrisa—. Me parece que he perdido unos cuantos dedos.
—Acompáñeme al hospital. —Cuando se inclinó hacia el herido Edmund surgió de las tinieblas y la ayudó a levantarlo. Ella lo miró pero no dijo nada.
En el trayecto al hospital el herido (dijo que se llamaba Frazier, uno de los Invencibles de Chenoweth) les explicó lo que había ocurrido. Habían salido del Cibolo con más de ciento cincuenta hombres y habían cabalgado durante toda la noche, contorneando el polvorín y las trincheras enemigas para entrar en Béjar desde el norte. Unos trescientos cincuenta metros más allá los había sorprendido una patrulla mejicana y habían salido corriendo hacia El Álamo, pero en seguida los atajó el fuego de los rifles y los mosquetes y cada hombre tuvo que decidir por sí mismo si escapaba o trataba de llegar al fuerte. El mismo Frazier había decidido huir y probar suerte otro día cuando abatieron a su caballo se vio obligado a correr hacia la puerta.
—Entonces fue cuando me dio un frijolero con suerte —añadió mientras Mary y Edmund lo depositaban en un catre desocupado. El doctor Pollard acudió corriendo y le quitó el calcetín ensangrentado. Había un dedo suspendido de una tira de piel y otro había desaparecido. Pollard lo encontró en el calcetín.
»Bueno, levántelo y déjeme verlo —pidió Frazier.
Pollard obedeció.
El herido lo miró fijamente durante largo rato, conteniendo el aliento para sobreponerse al dolor.
—Parece más pequeño cuando no está en el pie, ¿verdad? —observó al fin.
—¿Terrell Mott estaba con su grupo? —le preguntó Mary ansiosamente.
—No conocía a todos de nombre, señora.
—¿Y David Crockett?
—Vino a buscarnos y nos trajo a Béjar, pero no sé si ha entrado en el fuerte o no. Que yo sepa podría estar muerto ahí fuera.
Crockett no estaba muerto, aunque cuando Mary y Edmund lo encontraron al fin en la empalizada que mediaba entre la capilla y la garita estaba tan exhausto y legañoso que apenas se tenía en pie. Ya le había presentado un informe a Travis y estaba con Baugh y algunos de los demás oficiales, mordisqueando un correoso trozo de ternera que alguien le había llevado. El sol estaba saliendo tras la capilla y la luz se proyectaba sobre el suelo desde las ventanas vacías.
—Ah, ahí está, señora Mott —dijo cuando vio a Mary—. Su hijo se encuentra bien, creo. Lo mandé a Goliad con un despacho para Fannin y desde allí lo más probable es que siga hasta González.
Al oír aquellas palabras Mary estuvo a punto de sufrir un desmayo de alivio. Su hijo estaba a salvo, el nuevo día estaba llegando y Edmund estaba a su lado. Se obligó a recordarse que era imposible ser feliz en ese horrible lugar. Le dirigió un asentimiento de agradecimiento a Crockett, éste le sonrió y siguió relatando a Baugh y los demás las aventuras de la noche anterior. Su humor campechano estaba crispado y hablaba con un tono monótono, interrumpiéndose de tanto en tanto para dar un mordisco al tosco desayuno. Suponía que unos cincuenta y cinco o sesenta hombres habían entrado con él en El Álamo, lo que significaba que otros cien no lo habían logrado. Crockett opinaba que la mayoría de esos hombres ahora estaban volviendo al Cibolo para unirse al grupo que Williamson estaba reclutando en González. Tal vez los hombres de Fannin se uniesen a ellos después de todo.
—Yo diría que es posible que otros cuatrocientos hombres intenten abrirse paso a la fuerza hasta nosotros en los próximos días —aventuró Crockett.
—Pero por ahora —calculó Baugh— sólo tenemos doscientos treinta efectivos. Y Santa Ana tiene tres mil por lo menos.
Crockett sonrió, una sonrisa familiar que con el tiempo todos habían aprendido que auguraba algún comentario ingenioso. Pero en esta ocasión no se le ocurrió ningún comentario y se limitó a menear la cabeza y anunciar que iba a acostarse.
Pero antes de que se fuese a los barracones oyeron el chillido de los obuses en el pueblo y Crockett, Mary, Edmund y el resto de los hombres que estaban al aire libre junto a la empalizada entraron corriendo en la iglesia en el mismo instante en el que dos obuses estallaban en el aire. Se dirigieron a la protección de la sacristía. El capitán Dickinson ya se encontraba en ella, junto con algunos artilleros, y estaba haciendo todo lo posible por consolar al bebé histérico y la sollozante esposa. Una joven llamada Ana Esparza, que estaba casada con uno de los defensores tejanos, estaba acurrucada en un rincón con sus tres hijos pequeños, todos los cuales lloraban histéricamente. Un chico de doce años, el hijo de un defensor llamado Wolfe, estaba sentado solo contra la pared con el brazo echado sobre el hombro de su hermano pequeño. Ninguno de ellos emitía ningún sonido, pero Mary advirtió que ambos temblaban de terror, y cuando se sentó a su lado y les abrió los brazos ambos se aferraron a ella sin vergüenza. Ella cogió la mano de Edmund en la oscura estancia como si estuviera acostumbrada a hacerlo y a cada estremecimiento sus cuerpos se apretaban más.
Los obuses siguieron cayendo a medida que avanzaba la mañana y cada uno sucedía tan deprisa al anterior que no había intervalos en los que pudieran oírse voces humanas. Cuando al fin se interrumpió la lluvia de obuses la nueva batería mejicana del norte abrió fuego casi de inmediato y en lugar de granadas indiscriminadas oyeron un fuego de artillería implacable y concentrado cuyo evidente objetivo era abrir una brecha en el endeble muro norte.
El sonido de las balas de cañón que se estrellaban repetidamente contra el muro a cien metros de distancia era ominoso pero no inspiraba el mismo terror profundo que las granadas y poco a poco los alaridos del bebé de los Dickinson se apaciguaron y el mayor de los Wolfe dejó de estremecerse, se separó de Mary y llevó a su hermano pequeño al otro extremo de la estancia, donde la señora Losoya estaba repartiendo gotas de marrubio entre los niños.
Crockett y Dickinson y los demás hombres que se habían cobijado en la habitación se levantaron y se fueron. Edmund y Mary se quedaron donde estaban un momento más. Ella no le soltó la mano y sentía la correspondiente presión de la suya.
—Atacarán pronto —susurró ella.
—Sí. No pueden permitirse que lleguen más refuerzos. Creo que será de noche, aunque desde luego soy lo menos parecido a un estratega militar.
—He sido yo quien lo ha traído aquí, Edmund. Lo siento.
Él le apretó la mano.
—Podría saltar el muro esta noche —sugirió ella—. Habla un español impecable. Podría abrirse paso hablando entre los centinelas mejicanos y si consigue un caballo podría…
—Me parece que no lo haré, Mary —dijo él—. Sería mezquino no quedarse a echar una mano en el combate.
—No es su causa.
—Bien podría serlo ahora que mi causa está muerta.
Se estaba mirando fijamente los zapatos. Tenían una costra de barro seco y los extremos de los pantalones estaban deshilachados. Un rayo de luz de la ventana en el centro de la habitación iluminó un envoltorio de papel de las perlas analgésicas de Ward que Mary había visto que la señora Dickinson le ponía a su niña, a la que le estaban saliendo los dientes.
—Ahora he de volver a mi puesto —dijo Edmund—. Intentaré volver a hablar con usted.
—¿Antes de que nos ataquen, quiere decir? ¿Y qué me dirá, Edmund? ¿Qué me dirá entonces? ¿Es algo que no puede decirme ahora?
Pero ella tampoco imaginaba las palabras exactas que deseaba que le dijera y sabía que era injusto por su parte sentirse decepcionada cuando él se sumió en uno de sus silencios turbados e introspectivos. Pero cuando al fin habló la sorprendió.
—Si fuera posible cambiar la vida que he vivido por otra, me parece que lo haría. Y en esa vida querría que fueras mi compañera.
No la miró cuando dijo aquellas palabras y las dijo con tanta suavidad que no le parecieron tanto una declaración verbal como un pensamiento secreto que le transmitía mentalmente. Otra bala de cañón impactó contra el lejano muro norte y la gruesa pared de la iglesia sobre la que estaban apoyados se estremeció.
—Debes quedarte aquí con las demás mujeres y los niños durante el combate —le dijo—. Debes prometerme que no te irás. Dile al primer oficial mejicano que veas que es una cuestión de vital importancia que hables con el coronel Almonte. Es un conocido mío y creo que hará lo posible por ayudarte.
Se estaba poniendo en pie cuando ella lo aferró por la nuca y lo besó con fuerza en la boca. Sus labios permanecieron rígidos, estaba sorprendido y no sabía cómo reaccionar. Se dijo que era probable que fuera el primer beso que había recibido jamás; estaba segura de ello. Y mientras lo observaba saliendo de la habitación a la luz del sol sintió que había hecho algo amargo y cruel confrontándolo de repente con algo que no había conocido nunca y burlarse de ambos con lo que ahora no podría suceder jamás.
Aquella tarde Santa Ana convocó una reunión de sus oficiales superiores en el cuartel general de la plaza y les sirvió café y pastitas y dirigió su atención hacia los mapas desplegados sobre una larga mesa de refectorio. Aquella mañana, después de dos horas de sueño, Telesforo había completado apresuradamente varias representaciones de El Álamo y el terreno circundante, con cuidado de incorporar los edificios anejos calcinados y cualesquiera cambios en la ubicación de la artillería dentro de la fortaleza.
—Me he tomado la libertad —dijo Telesforo a Santa Ana mientras él y sus generales observaban el mapa— de incluir el parapeto que ahora se está construyendo al norte. El teniente Talon, que está al cargo de esa serie concreta de trincheras, me ha asegurado que al final de la jornada habrán llegado a la posición que indica el mapa.
—Excelente. Gracias, Villaseñor. ¿A que tengo suerte, caballeros, de tener un cartógrafo que puede ver el futuro?
Brindó una sonrisa de camaradería a Telesforo.
—Ahora, teniente, ¿es posible que también vea a través de las paredes? Porque me encantaría saber qué clase de defensas han erigido los rebeldes dentro de estos edificios.
—Lo único que puedo ofrecerle es una suposición, Su Excelencia. Por supuesto, he entrevistado al cabo del batallón de Matamoros que estuvo prisionero brevemente en la misión, pero sólo vio el interior de una habitación, y dijo que sus paredes estaban fuertemente reforzadas con tierra. Mi opinión es que en última instancia los defensores planean hacerse fuertes aquí, dentro de los barracones. Es el edificio más sólido del fuerte y seguro que han llevado a cabo obras defensivas dentro, y tal vez también haya artillería oculta.
Santa Ana escuchó su teoría en silencio. Telesforo, presintiendo que la mente de Su Excelencia ya se había desviado hacia otra cuestión, se apartó de la mesa y se puso discretamente contra la pared.
Santa Ana observó atentamente el mapa y se volvió hacia los oficiales reunidos.
—Caballeros, me inclino a atacar lo antes posible. Por favor, díganme lo que opinan.
El general Cos y Castrillón, así como los coroneles Romero y Orisnuela, adoptaron de inmediato la posición contraria. Era crucial esperar unos tres días, alegaron, hasta que llevaran y colocaran los cañones de asedio de doce libras que ahora estaban con el general Gaona. Con esos cañones podrían resquebrajar en seguida el débil muro norte. Sin una brecha significativa los hombres tendrían que escalar los muros y habría muchas bajas.
Telesforo se sorprendió cuando el coronel Almonte, el menos sanguinario de los oficiales superiores, secundó al general Sesma y a otros que abogaban por un ataque inmediato. Era evidente a juzgar por el intento de obtener refuerzos que se había producido aquella misma mañana, afirmaban, que había otros rebeldes en las inmediaciones, y si no tomaban El Álamo inmediatamente quizá descubrieran que cambiaban las tornas y ellos mismos se veían asediados.
Telesforo escuchó mientras los oficiales insistían en sus argumentos con una convicción creciente, hasta que la conversación se acaloró tanto que Santa Ana tuvo que levantar la mano y suplicarles que bajaran la voz y hablasen por turnos.
—Gracias a todos por sus excelentes opiniones —dijo cuando expusieron el último argumento—. Volveremos a reunirnos mañana al mediodía; en ese momento les informaré de la hora del ataque y el plan general de la batalla.
Mientras los oficiales salían en fila, Telesforo se adelantó para recoger los mapas. Santa Ana estaba de pie en el centro de la habitación, rebañando las migas de pastel del plato con el dedo pulgar.
—¿Y usted qué cree, Villaseñor? —dijo cuando Telesforo estaba doblando los mapas en la bolsa.
—¿De qué, Su Excelencia?
—De la cuestión estratégica que nos atañe.
—Yo estoy a favor de un ataque inmediato, señor.
—¿A riesgo de sufrir muchas más bajas?
—Estamos en una tierra hostil, muy lejos de nuestra línea de abastecimiento. Si no avanzamos siempre que podemos es posible que nos encontremos en una situación que no controlemos, y en ese caso nadie puede predecir el coste.
—Vuelva a sacar los mapas —ordenó Santa Ana.
Telesforo obedeció. El presidente observó los mapas un momento sin decir nada. Sostuvo la taza de café en el aire y un mozo fue en seguida a llenársela.
—¿Café, teniente? —preguntó distraídamente Santa Ana, señalando al mozo.
—No, gracias, señor.
—Tanto da —dijo Santa Ana, bebiendo un sorbo y depositando la taza en la mesa junto al mapa—. Está tibio. Esto es lo que yo pienso: una columna empieza aquí, al noroeste. Otra parte de las nuevas trincheras del norte y la tercera hace una batida desde el noreste. Una cuarta columna llega desde el sur. ¿Cuál debería ser su objetivo? ¿Esta empalizada entre la iglesia y la garita?
—En mi opinión, no —dijo Telesforo, aunque le pareció que su tono de confianza le pertenecía a otra persona. Estaba asombrado de que Antonio López de Santa Ana hubiera decidido pedirle su opinión sobre una cuestión de tanta importancia—. Los nortes creen que es su punto más débil y estará fuertemente defendido, y estos matorrales de delante podrían convertirse en una trampa mortal. Me parece que hay más posibilidades de invadir el fuerte aquí, en el lado oeste del rincón suroeste.
—Un argumento bastante sensato —observó Santa Ana—. En todo caso, la verdadera acción tendrá lugar al norte. Hay que asaltar rápidamente ese muro, antes de que los piratas tengan ocasión de sabotear los cañones. Como ingeniero agradecerá que las armas cruciales en esta batalla no sean el mosquete ni la bayoneta sino la escala y la palanca.
Santa Ana sonrió, tomó asiento y puso los tacones de las botas encima de la mesa. La piel relucía como el ébano y los pantalones eran hipnóticamente blancos. Las uñas bien cuidadas de la mano izquierda tamborilearon sobre la cumbre de la rodilla.
—Y ahora —añadió, mirando a Telesforo con una expresión astuta— va a pedirme que lo libere del Estado Mayor para reincorporarse a su unidad a tiempo para el ataque.
—Si puedo ser de ayuda, por supuesto que estaría encantado de…
Santa Ana se rió.
—No trate de ocultarme su ambición, Villaseñor. Hasta el momento no lo ha conseguido, y en todo caso disimular la ambición es una virtud que no me interesa. Es libre de participar en el ataque, aunque los zapadores se mantendrán en la reserva y sólo atacarán cuando yo se lo ordene personalmente.
—Desde luego.
—No quiero que mis tropas más valiosas sean destrozadas por la artillería de los nortes. Prefiero que sobreviva a esta batalla, teniente, para que pueda concederle personalmente la Legión de Honor cuando acabe la guerra.
—La confianza de Su Excelencia es mucho más valiosa para mí que…
—Por favor, no siga balbuceando de una forma tan obsequiosa. No lo he sacado del anonimato por su talento como cartógrafo, sino porque tiene un fuego dentro. Es posible que otros generales hubieran recelado de semejante fuego en un hombre como usted, pero yo no. Yo acepto su ambición, la comprendo y pienso cultivarla. Y a cambio espero un alto grado de lealtad, no sólo en el campo de batalla sino en los pasillos del Palacio Nacional, donde no me cabe duda de que algún día encontrará un hueco.
—Gracias —consiguió contestar Telesforo, abrumado y confuso.
—De nada, amigo mío —dijo Santa Ana, y se volvió para reprender al mozo por el café tibio.