Los tres nos pusimos a empujar desesperadamente la tapa del tanque. Yo le empecé a dar puñetazos y el Doctor D. intentó abrirla con el hombro. Pero el tanque se bamboleó y nos caímos hacia atrás. La tapa era de malla de acero, y estaba sujeta por unos pestillos por fuera del tanque, de forma que para abrirla tenímaos que romperla.
Empujamos con todas nuestras fuerzas, pero la malla ni se movió. Nos íbamos hundiendo lentamente. La luna desapareció tras unas nubes y nos dejó en la más completa oscuridad. Sólo teníamos un par de minutos antes de que el tanque se sumergiera por completo.
Sheena se echó a llorar.
—¡Tengo mucho miedo! —sollozó—. ¡Tengo mucho miedo!
El Doctor D. la emprendió a puñetazos contra la pared de cristal y yo pasé las manos por la tapa de malla buscando un punto débil, hasta que encontré un diminuto pestillo.
—¡Mirad! —grité, mientras forcejeaba para abrirlo —. ¡Está atascado!
—Déjame a mí. —El Doctor D. lo intentó también—. Imposible, está oxidado.
—A lo mejor se puede abrir con esto. —Sheena nos dio el pasador que se había quitado del pelo, y el Doctor D. se puso a rascar el pestillo con él.
—¡Esto va bien! —exclamó.
«Puede que aún haya esperanza —pensé yo—. ¡A lo mejor logramos salir de aquí!»
El Doctor D. dejó de raspar y tiró del pestillo. ¡Se movía! Por fin se abrió.
—¡Estamos libres! —gritó Sheena.
Todos empujamos la tapa, pero nada.
—Venga chicos, más fuerte —nos apremió.
Seguimos empujando, pero la tapa no se movía porque estaba sujeta por otros dos pestillos a los que no podíamos llegar. Nos quedamos en silencio. Sólo se oían los suaves y asustados sollozos de Sheena y el tranquilo rumor de las olas.
El agua ya casi llegaba hasta arriba del tanque. Pronto nos cubriría.
De pronto el mar se oscureció. Las aguas se agitaron y el acuario empezó a balancearse.
—¿Qué es eso? —preguntó mi hermana.
Y entonces oí un sonido muy raro. Llegaba muy débil, como si viniera de muy lejos.
—Parece la sirena de una fábrica —murmuró el Doctor D.
Los espectrales gemidos se alzaban sobre el agua, cada vez más fuertes, cada vez más cerca. Hasta que aquel sonido, agudo como un chirrido metálico, nos rodeó por completo. De repente vimos oscuras formas que nadaban en torno al tanque y pegamos la cara al crital.
—Nunca he oído nada igual —comentó el Doctor D.—. ¿Qué puede ser?
—Viene de todas partes —dije yo.
Las oscuras formas agitaban el agua. Yo intenté ver algo entre la espuma... y me aparté sobresaltado. Había aparecido una cara pegada al cristal, delante de mis narices.
Luego surgieron más caras. Estábamos rodeados de pequeños rostros de niña que nos miraban amenazadores, con los ojos muy abiertos.
—¡Sirenas! —grité.
—¡A montones! —exclamó el Doctor D., totalmente pasmado.
Las sirenas agitaban el agua con sus largas colas. Sus cabellos, como algas negras en el agua oscura, flotaban en torno a sus rostros. El tanque se bamboleaba cada vez con más violencia.
—¿Qué quieren? —preguntó Sheena con voz temblorosa.
—Parecen enfadadas —dijo nuestro tío.
Yo me las quedé mirando. Nadaban a nuestro alrededor como fantasmas. De pronto cogieron el tanque con las manos y se pusieron a golpear el agua con la cola. Y entonces supe lo que querían.
—Venganza —murmuré—. Han venido a vengarse. Nosotros atrapamos a su amiga, y ahora nos lo quieren hacer pagar.