Subí corriendo a cubierta, seguido por mi hermana.

Tropecé con un cabo y me agarré a la borda para no caerme. Luego me lancé ciegamente contra el tanque de cristal. La sirena estaba acurrucada en el fondo, rodeándose con los brazos como para protegerse. Junto a ella había cuatro hombres vestidos de negro y con máscaras negras en la cara. Uno de ellos tenía en la mano una porra. En el suelo yacía un hombre boca abajo. ¡El doctor D.!

Sheena soltó un grito, se acercó corriendo y se arrodilló junto a él.

—¡Le han dado un golpe en la cabeza! —exclamó—. ¡Está desmayado!

—¿Quiénes sois? —pregunté, conteniendo la respiración—. ¿Qué hacéis en nuestro barco?

Nadie contestó.

Dos hombres desplegaron una pesada red y la echaron al tanque, sobre la sirena.

—¡Quietos! —grité—. ¿Qué estáis haciendo?

—Quieto tú, niño —masculló el hombre de la porra, amenazándome con ella. No pude hacer otra cosa que mirar cómo envolvían a la sirena con la red.

¡La estaban raptando!

—¡IIII! ¡IIIIIIIII! —chillaba aterrorizada, dando manotazos para librarse de la pesada red.

—¡Basta! ¡Dejadla en paz! —grité.

Uno de los hombres soltó una carcajada. Los demás seguían sin prestarme atención.

Sheena estaba haciendo todo lo posible por despertar al doctor D. Yo me asomé a la escotilla.

—¡Alexander! ¡Alexander! ¡Socorro!

Alexander era grande y fuerte, y quizá pudiera detener a aquellos hombres.

Volví corriendo al acuario. La sirena estaba atrapada en la red y los cuatro hombres tiraban para sacarla del tanque. Ella se agitaba y se debatía con todas sus fuerzas.

—¡IIIII! —El agudo chillido me atravesó los tímpanos.

—¿No podéis hacer que se calle? —dijo furioso uno de los hombres.

—Tenemos que llevarla al barco —replicó el que tenía la porra.

—¡Alto! —grité—. ¡No podéis llevárosla!

Y entonces perdí totalmente la cabeza y me lancé contra ellos. Lo único que pensé fue en detenerlos. Uno me apartó fácilmente con una mano.

—Estáte quieto, chaval, si no quieres hacerte daño —masculló.

—¡Soltadla! ¡Dejad a la sirena! —grité frenético.

—Olvídate de ella. No la volverás a ver.

Me agarré a la borda. El corazón me martilleaba el pecho. No podía soportar los aterrorizados chillidos de la sirena. No podía permitir que se la llevaran. No podía quedarme de brazos cruzados. Ella me había salvado la vida, y ahora me tocaba a mí salvársela a ella. Pero, ¿qué podía hacer? Los hombres la habían sacado del tanque envuelta en la red. Ella se agitaba y se retorcía como loca, salpicando agua por toda la cubierta.

«Me lanzaré contra ellos —pensé—. Los tiraré al suelo y luego echaré a la sirena al mar para que sea libre.»

Bajé la cabeza como un jugador de rugby, cogí aire y me lancé a la carga.