Me puse a dar patadas y a debatirme con todas mis fuerzas para superar el pánico que casi me tenía paralizado.

—¡Ya vale! ¡Deja de darme patadas! —chilló una voz.

¿La sirena?

—¡Oye…! —grité rabioso al ver aparecer la cabeza de Sheena.

Mi hermana se quitó las gafas de bucear.

—¡No hay para tanto! —me soltó—. Casi no te he arañado.

—¿Qué haces aquí?

—¿Y tú? —replicó ella de mal humor—. El doctor D. nos dijo que no nos acercáramos a este lugar.

—Entonces ¿qué haces tú aquí? —grité.

—Sabía que tramabas algo y por eso te he seguido —me respondió mientras se ponía otra vez las gafas.

—No estoy tramando nada —mentí—. Sólo he salido a bucear un rato.

—Que me lo voy a creer… ¿Y por eso has salido a las seis y media de la mañana, para venir al mismo sitio donde ayer te quemaste el pie? ¡Tú tramas algo, o estás chalado!

¡Menuda elección! O tramaba algo o estaba chalado. ¿Cuál de las dos cosas podía admitir? Si admitía que me traía algo entre manos, tendría que contarle lo de la sirena, y eso no podía hacerlo.

—Muy bien —dije, encogiéndome de hombros—. Supongo que estoy chalado.

—Pues vaya novedad —masculló ella sarcásticamente—. Vamos al barco, Billy. El doctor D. nos estará buscando.

—Vuelve tú. Yo iré dentro de un rato.

—Billy, el doctor D. se va a enfadar de verdad. Seguro que está a punto de soltar el bote para salir a buscarnos.

Por un momento estuve tentado de volver con ella, pero vi de reojo que algo se agitaba al otro lado del arrecife.

«¡La sirena! —pensé—. Tiene que ser ella. ¡Si no voy ahora mismo se me escapará!»

Me di la vuelta y empecé a nadar a toda velocidad hacia el arrecife.

—¡Billy! —me gritó Sheena—. ¡Billy! ¡Vuelve! ¡Billy!

Me pareció que me llamaba con miedo, pero no hice ni caso. Pensé que intentaba asustarme.

—¡Billy! —me gritó otra vez—. ¡Billy!

Yo seguí nadando. No pensaba detenerme por nada del mundo. Pero más tarde me di cuenta de que hubiera hecho bien en escucharla.