—¡No… no puedo respirar! —logré balbucear mientras tiraba del tentáculo que me atenazaba el cuello—. ¡Socorro! ¡Socorroooo!
Abrí los ojos y me quedé mirando el techo.
Estaba en mi cama, en mi camarote, totalmente enredado en la sábana. Respiré hondo y esperé a que se me calmara un poco el corazón. Una pesadilla. Era sólo una pesadilla.
Me froté los ojos y me levanté a mirar por el ojo de buey. El sol se estaba alzando en el horizonte. El cielo estaba teñido de rojo y el agua era de un púrpura brumoso.
La laguna, más allá del arrecife, estaba totalmente en calma. No había ni un monstruo a la vista.
Me enjugué el sudor de la frente con la manga del pijama. «No hay de qué tener miedo», me dije. Había sido sólo un sueño, una pesadilla. Moví la cabeza intentando olvidarme del monstruo. No podía permitir que me asustara. No iba a impedirme encontrar la sirena.
¿Se habría despertado alguien? ¿Habría chillado en voz alta? Me puse a escuchar, pero sólo se oían los crujidos del barco y el rumor de las olas contra el costado.
El sol rojizo del amanecer me animó bastante. El mar estaba de lo más tentador. Me puse el bañador y salí del camarote sin hacer un solo ruido. No quería que nadie me oyera.
Al entrar en la cocina, vi que en el fogón había un cazo de café medio vacío, lo cual quería decir que el doctor D. ya estaba levantado. Bajé por el pasillo de puntillas y oí que mi tío andaba trajinando en el laboratorio principal. Cogí las gafas, el tubo y las aletas, y subí a cubierta. Nada, no había moros en la costa.
Bajé por la escalerilla, me metí en el agua sigilosamente y empecé a nadar hacia la laguna.
Sé que fue una locura escaparme así, pero no os podéis imaginar lo emocionado que estaba. Ni en las más locas fantasías de William Deep, hijo, explorador marino, había soñado que algún día vería una sirena de verdad.
Intenté imaginarme cómo sería. El señor Showalter había dicho que parecía una chica con el pelo largo y rubio, y una cola verde de pez. Debía ser rarísima. Medio humana, medio pez. Intenté imaginarme a mí mismo con una cola de pez. ¡Sería el mejor nadador del mundo! Podría ganar las Olimpiadas sin entrenarme siquiera. ¿Sería guapa? ¡A lo mejor hasta sabía hablar! Si supiera hablar podría contarme un montón de secretos sobre los mares. ¿Cómo respiraría debajo del agua? ¿Parecería humana, o parecería un pez?
Demasiadas preguntas.
«Ésta es la mayor aventura de mi vida —pensé—. Cuando me haga famoso escribiré un libro sobre mis aventuras marinas que se llamará El valor de Deep, por William Deep, hijo. A lo mejor hasta hacen una película».
Levanté la cabeza y vi que estaba cerca del arrecife. Tenía que ir con cuidado para no acercarme: no quería volver a tocar el coral de fuego.
Estaba ansioso por explorar la laguna. Tenía tantas ganas que se me había olvidado la espantosa pesadilla de la noche.
Seguí nadando con cuidado para no tocar el coral rojo. Casi había pasado ya el arrecife cuando algo me rozó la pierna.
—¡Ah! — grité, y tragué un montón de agua. Me puse a escupir, medio asfixiado, y de pronto noté que algo se me enroscaba y me arañaba el tobillo. Esta vez estaba segurísimo de que no eran algas. ¡Las algas no tienen garras!