Allí estaba yo, a sesenta metros bajo el mar, tras la presa más importante de mi vida: Blanca.

Así la llamaban los guardacostas. Pero para mí era simplemente Joe.

La gigantesca raya ya había herido a diez bañistas. La gente tenía miedo de meterse en el agua y el pánico se había extendido por toda la costa.

Por eso me llamaron. Por eso llamaron a William Deep, hijo, de Baltimore, Maryland, el famoso explorador marino de doce años. Capaz de resolver cualquier problema.

Yo atrapé al Gran Tiburón Blanco que aterrorizó Playa Myrtle y demostré que no era tan terrible. Luché contra el pulpo gigante que devoró a todo el equipo profesional de surf de California, dejé fuera de combate a la anguila que enviaba olas eléctricas por todo Miami… Pero ahora me enfrentaba al mayor desafío de mi vida: Joe, Blanca.

El monstruo estaba al acecho en algún lugar de las profundidades. Yo tenía todo lo que necesitaba: traje de submarinista, aletas, gafas, bombonas de oxígeno y un arpón con la punta envenenada.

Un momento… ¿No se había movido algo, detrás mismo de esa almeja gigante? Alcé el arpón y esperé que se produjera el ataque. De pronto se me nublaron las gafas. No podía respirar. Por más que me esforzaba, no me llegaba el aire.

¡La bombona de oxígeno! ¡Alguien había estado trasteando con ella!

No había tiempo que perder. ¡Estaba a sesenta metros de profundidad y no tenía aire! Debía salir a la superficie en el acto.

Me impulsé desesperadamente con las piernas, conteniendo el aliento y con los pulmones a punto de estallar. Me estaba mareando.

¿Lo conseguiría, o moriría allí bajo el mar para convertirme en el desayuno de la Raya Joe?

Me invadió una oleada de pánico. Miré a mi alrededor a través de las gafas empañadas buscando a mi compañera de buceo. ¿Dónde se había metido, ahora que tanto la necesitaba?

Allí estaba, en la superficie, nadando junto al barco.

«¡Socorro! ¡Ayúdame! ¡No tengo aire!», intenté decirle, moviendo las manos como un maníaco.

Por fin me vio. Se me acercó nadando y tiró de mi cuerpo aturdido y sin fuerzas hasta sacarme a la superficie.

Me quité las gafas, dando bocanadas de aire.

—¿Qué te pasa, pececito? —exclamó ella—. ¿Te ha picado una medusa?

Mi compañera de buceo es tan valiente que siempre se ríe ante el peligro.

Yo seguía intentando recuperar el aliento.

—Me he quedado sin aire. Alguien… ha vaciado… la bombona…

Luego todo se volvió negro.