—¡No, Billy! —gritó Sheena.

Me estrellé contra uno de los hombres que sostenían la red y le di un buen cabezazo en el estómago, pero me quedé patitieso al ver que apenas se movió. El tipo me agarró con la mano que tenía libre y me tiró al tanque. Yo salí a la superficie escupiendo agua.

Los hombres metieron a la sirena en su barco. ¡Se iban a escapar! Intenté salir del tanque pero era demasiado alto, y cada vez que quería subir me resbalaba por el cristal.

Sabía que sólo una persona podía detener a los enmascarados: Alexander.

¿Dónde estaba? ¿Cómo es que no había oído todo el jaleo?

—¡ALEXANDER! —grité con todas mis fuerzas. Las paredes de vidrio apagaron mi voz, pero un instante después apareció en cubierta su musculosa silueta. ¡Por fin!

—¡Alexander! —grité, intentando mantenerme a flote en el tanque—. ¡Detenlos!

El motor del otro barco había empezado a rugir y tres de los enmascarados se habían ido ya del Cassandra. Alexander se acercó al único que quedaba y lo cogió del hombro.

«¡Sí! —pensé—. ¡Cógelo, Alexander! ¡Detenlo!»

Nunca había visto a Alexander pegar a nadie, pero sabía que podía hacerlo si era necesario.

Pero en vez de pegarle, Alexander se puso a hablar con él.

—¿Está a salvo la sirena en el barco? —preguntó.

El hombre asintió.

—Bien —replicó Alexander—. ¿Has traído la pasta?

—Aquí está.

—De acuerdo. Salgamos de aquí.