Tragué tanta agua que casi me ahogo. ¡Era increíble! ¡Alexander trabajaba para los enmascarados! ¡Y eso que parecía tan buen tío! Estaba claro que lo había planeado todo. Él les había dicho que la sirena estaba a bordo.
—¡Alexander! —exclamé—. ¿Cómo has podido…?
Se me quedó mirando a través del cristal.
—Oye, Billy, es una simple cuestión de negocios —dijo encogiéndose de hombros—. El zoo iba a pagar un millón de dólares por la sirena, pero mis nuevos jefes pagan veinte millones. —Sonrió—. Tú que sabes matemáticas, Billy, ¿con cuál te quedarías?
—¡Cerdo! —grité, con ganas de darle un puñetazo.
Me debatí para salir del tanque, pero lo único que conseguí fue salpicar mucho y que se me metiera agua por la nariz.
Alexander se disponía a marcharse al otro barco. Me puse a golpear como un loco el cristal.
Entonces vi que Sheena se levantaba y que el doctor D. se empezaba a mover. Alexander pasó por encima de él sin darse cuenta de nada. Pasaba incluso de que el doctor D. estuviera herido. Justo en ese momento mi tío le cogió la pierna y Alexander cayó de cuatro patas.
—¡Eh! —exclamó.
Sheena lanzó un grito y se pegó a la borda. «Quizá todavía haya esperanza —pensé, con el corazón cada vez más acelerado—. Tal vez al final no se salgan con la suya.»
Alexander se sentó en el suelo, frotándose el codo.
—¡Cogedlos! —les gritó a los enmascarados.
Dos de los hombres subieron al Cassandra y atraparon al doctor D. Sheena se lanzó contra ellos, dándoles débiles puñetazos con sus manitas, cosa que naturalmente no sirvió de nada. Un tercer hombre le cogió los brazos y se los inmovilizó a la espalda.
—¡Dale una patada, Sheena! —grité. Ella lo intentó, pero el hombre la agarró con más fuerza. No se podía mover—. ¡Soltadlos! —chillé desesperado.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó uno.
—Lo que sea, pero hacedlo rápido —contestó Alexander—. Tenemos que salir de aquí.
El hombre que tenía a Sheena me miró. Yo no hacía más que chapotear en el tanque, intentando mantenerme a flote.
—Pueden llamar a la policía de la isla o al guardacostas —dijo con el ceño fruncido—. Es mejor matarlos.
—¡Echadlos al tanque! —ordenó otro.