Sheena se había acercado al otro lado del tanque.

—¡Mira, Billy! —me dijo—. ¡La sirena no está muerta! Mira, parece que está llorando.

Era cierto. La sirena se había dejado caer al fondo del acuario y tenía la cara oculta entre las manos.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

Nadie respondió.

—Tenemos que encontrar la forma de alimentarla —dijo mi tío, frotándose la barbilla.

—¿Comerá como una persona o como un pez? —pregunté.

—Ojalá pudiera decírnoslo —comentó Alexander—. No habla, ¿verdad, Billy?

—No creo. Sólo lanza sonidos. Silbidos, chasquidos y zumbidos.

—Voy al laboratorio a preparar los instrumentos —dijo Alexander—. A lo mejor podemos descubrir algo sobre ella con el monitor del sónar.

—Buena idea —afirmó mi tío, pensativo—. Creo que será mejor ir a Santa Anita a por provisiones —añadió. Santa Anita era la isla habitada más próxima—. Compraré todo tipo de comida. Iremos probando con todo hasta dar con algo que le guste. ¿Vosotros queréis alguna cosa?

—Mantequilla de cacahuete —sugirió Sheena—. Ni siquiera Alexander podría destrozar un bocadillo de mantequilla de cacahuete.

El doctor D. asintió mientras subía al bote.

—Muy bien. ¿Algo más? ¿Billy?

Moví la cabeza.

—Vale —dijo mi tío—. Dentro de unas horas estoy de vuelta.

Puso en marcha el motor y se marchó hacia Santa Anita.

—Qué calor —se quejó Sheena—. Me voy un rato al camarote.

—Bueno —respondí, sin apartar la vista de la sirena.

Realmente hacía calor en cubierta. No había nada de aire, y el sol del mediodía me quemaba la cara. Pero no podía marcharme. No podía dejar a la sirena, que seguía flotando dentro del tanque, con la cola yerta.

Al verme, pegó las manos y la cara al cristal y gimió tristemente. Yo la saludé, y ella se puso a lanzar zumbidos en voz baja, intentando comunicarse conmigo. Yo la escuchaba, intentando comprenderla.

—¿Tienes hambre? —le pregunté.

La sirena se me quedó mirando.

—Que si tienes hambre —repetí, frotándome la tripa—. Para decir sí, haz esto. —Moví la cabeza arriba y abajo—. Y para decir no, haz así. —Sacudí la cabeza de un lado a otro.

Me detuve a ver qué hacía. Asintió con la cabeza.

—¿Sí? —dije—. ¿Tienes hambre?

Movió la cabeza de un lado a otro.

—¿No? ¿No tienes hambre?

Asintió, y luego volvió a decir que no.

«Me está imitando —pensé—. En realidad no me entiende.»

Di un paso atrás y me la quedé mirando. «Es muy joven —pensé—. Se parece mucho a mí, o sea que debe tener hambre. Y lo más seguro es que le guste comer lo mismo que a mí.»

Valía la pena intentarlo.

Bajé corriendo a la cocina y saqué de un armario una caja de galletas de chocolate.

Bueno, no es precisamente pescado, ¿pero a quién no le gustan las galletas de chocolate? Cogí unas cuantas y guardé el paquete. En ese momento pasó Alexander, que iba hacia la cubierta con varios instrumentos en la mano.

—Qué, ¿tienes hambre? —me preguntó.

—Es para la sirena. ¿Crees que le gustarán?

Alexander se encogió de hombros.

—¿Quién sabe?

Cuando salimos a cubierta, señalé los instrumentos que llevaba.

—¿Qué es todo eso?

—He pensado hacerle algunos análisis, a ver si podemos averiguar algo de ella. Pero primero dale algo de comer.

—Vale.

Acerqué una galleta al cristal del tanque. La sirena se la quedó mirando sin saber qué era.

—Mmmm —le dije, dándome palmaditas en la tripa—. ¡Mmmm!

La sirena se tocó el vientre, imitándome sin apartar de mí sus ojos verde mar y con cara de no entender nada.

Alexander le quitó la tapa al tanque y echó la galleta al agua.

La sirena la vio caer pero no hizo ningún ademán de cogerla. Cuando llegó hasta ella estaba toda blanda y se deshizo del todo.

—¡Ag! —exclamé—. Ahora no me la comería ni yo.

La sirena apartó las migas mojadas.

—Puede que el doctor D. le traiga algo que le guste.

—Espero que sí —contesté.

Alexander se puso a preparar el equipo. Metió dentro del tanque un termómetro y unos largos tubos blancos.

—¡Vaya! —dijo moviendo la cabeza—. Se me ha olvidado el cuaderno de notas. —Y volvió corriendo al laboratorio.

Yo me quedé mirando a la sirena, que flotaba tristemente en su acuario lleno de tubos. Parecía uno de los peces del laboratorio.

«No —pensé—. No es un pez. No deberíamos tratarla así.» Recordé cómo se había enfrentado al tiburón. La podría haber matado fácilmente, pero luchó con él a pesar de todo, sólo para ayudarme.

La sirena se puso a gemir, y vi que se llevaba las manos a los ojos.

«Está llorando otra vez», pensé. Me sentía culpable. Pegué la cara al cristal, acercándome a ella todo lo que pude.

«Tengo que ayudarla.»

—Shhh —susurré, llevándome el dedo a los labios—. No hagas ruido. Tengo que darme prisa.

Sabía que el doctor D. se iba a enfadar muchísimo, y que probablemente no me lo perdonaría nunca. Pero no me importaba. Iba a hacer lo que yo creía correcto. Iba a liberar a la sirena.