Levanté la cabeza, sin dejar de nadar, buscando un buen sitio para atravesar el coral de fuego.

Vi que algo se movía de nuevo al otro lado de la laguna, cerca de la orilla. «¡Tiene que ser la sirena!», pensé muy emocionado.

Me quedé mirando fijamente y me pareció ver una especie de aleta. Atravesé el arrecife, entré en las tranquilas aguas de la laguna y me puse a buscar a la sirena, pero se me habían empañado las gafas.

«¡Jo! —pensé—. ¡Mira que empañárseme las gafas precisamente ahora!»

Salí a respirar y me las quité. Me sequé el agua de los ojos, me até las gafas a la cintura y eché a nadar hacia la orilla.

Y entonces lo vi, a unos cientos de metros de distancia. No era la cola verde de una sirena, sino un triángulo gris blanquecino que sobresalía del agua.

Era la aleta de un pez martillo, un tiburón.

Me quedé petrificado de espanto. La aleta dio la vuelta y avanzó hacia mí, derecha y rápida como un torpedo.