Alexander DuBrow, el ayudante del doctor D., nos ayudó a subir a bordo.
—¿Qué eran esos gritos? —preguntó—. ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada, Alexander —dijo el doctor D.—. Billy ha pisado coral de fuego, pero está bien.
Cuando subí la escalerilla Alexander me cogió de las manos y tiró de mí.
—Vaya, Billy. Yo también lo toqué el primer día que llegamos y vi todas las estrellas del firmamento. ¿Seguro que estás bien?
Asentí y le enseñé el pie.
—Ya lo tengo mejor. Pero eso no ha sido lo peor. ¡Lo peor es que casi me devora un monstruo!
—Esas cosas no existen —entonó Sheena.
—¡De verdad que lo vi! —insistí—. No me creéis, pero es verdad. Estaba en la laguna. Era enorme y verde y…
Alexander sonrió.
—Si tú lo dices, Billy… —Y le guiñó el ojo a Sheena.
Me entraron ganas de estrangularlo. Menudo estudiante de ciencias. ¿Qué sabía él? Alexander tenía más de veinte años pero, a diferencia del doctor D., no tenía pinta de científico. Más bien parecía un jugador de fútbol. Era muy alto (mediría unos dos metros), y muy fuerte. Tenía el pelo rubio y ondulado y unos ojos azules que se arrugaban en las comisuras. También tenía los hombros muy anchos y unas manos enormes. Pasaba mucho tiempo al sol y estaba muy moreno.
—Espero que tengáis hambre —dijo—. He hecho bocadillos de ensalada de pollo.
—¡Genial! —exclamó Sheena poniendo los ojos en blanco.
Alexander cocinaba casi siempre. Él creía que se le daba muy bien, pero de eso nada.
Bajé a mi camarote a quitarme el bañador mojado. En realidad el camarote era un diminuto compartimiento para dormir, con un armario para meter mis cosas. Sheena tenía otro igual.
Los del doctor D. y Alexander eran grandes, e incluso se podía caminar de un lado a otro.
Comimos en la cocina, donde había una mesa fija, asientos también fijos y un pequeño espacio para cocinar.
Cuando entré, Sheena ya estaba sentada a la mesa con un gran bocadillo en el plato. A mí me esperaba otro igual. Pero el caso es que ninguno teníamos muchas ganas de probar la ensalada de Alexander. La noche anterior nos había hecho coles de bruselas, y para desayunar unas tortitas de trigo que desaparecieron en el fondo del estómago como si fueran el titanic hundiéndose en el mar.
—Tú primero —le susurré a mi hermana.
—Ni hablar —dijo ella, moviendo la cabeza—. Pruébalo tú, que para eso eres mayor.
Me rugió el estómago y suspiré. No había más narices que probarlo, así que le hinqué el diente. «No está mal», pensé al principio. La verdad es que parecía un bocadillo normal de ensalada de pollo. Pero de pronto me empezó a quemar la lengua. ¡Tenía la boca ardiendo!
Lancé un grito y me bebí de golpe un vaso entero de té helado.
—¡Coral de fuego! —exclamé—. ¡Has puesto coral de fuego en la ensalada!
Alexander se echó a reír.
—Sólo un poco de chile, para darle sabor. ¿Te gusta?
—Yo prefiero cereales, si no te importa —dijo Sheena, dejando su bocadillo.
—No puedes comer cereales todo el día —replicó Alexander frunciendo el ceño—. No me extraña que estés tan delgada, Sheena. No comes otra cosa. ¿Dónde está tu espíritu de aventura?
—Yo también tomaré cereales —dije tímidamente—. Para variar un poco.
En ese momento entró el doctor D.
—¿Qué hay de comer?
—Bocadillos de pollo —contestó Alexander—. Un poco picantes.
—Muy picantes —advertí.
El doctor D. se me quedó mirando y levantó una ceja.
—¿Ah, sí? Bueno, la verdad es que no tengo mucha hambre. Creo que sólo tomaré unos cereales.
—Billy y yo podríamos hacer la cena esta noche —sugirió Sheena mientras se preparaba los cereales—. No es justo que cocine siempre Alexander.
—Muy buena idea, Sheena —asintió el doctor D.—. ¿Qué sabéis hacer?
—Yo sé hacer bizcocho de chocolate —dije.
—Y yo sé hacer tarta de chocolate —terció Sheena.
—Ya —replicó el doctor D.—. Será mejor que cocine yo. ¿Qué tal un pescado al horno?
—¡Qué guay, pescado al horno! —exclamé.
Después de comer, el doctor D. fue a su estudio a repasar algunas notas. Alexander nos enseñó a Sheena y a mí el laboratorio principal.
Era una pasada. Tenía tres acuarios enormes llenos de peces rarísimos e increíbles. En el más pequeño había dos caballitos de mar de color amarillo brillante y una trompeta, que es un pez muy largo, rojo y blanco, con forma de tubo. También había un montón de olominas. En otro acuario había peces voladores, que eran rojos y naranja como el fuego, y un pez payaso, con sus rayas naranjas a modo de camuflaje. En el acuario más grande había un enorme animal negro y amarillo, con pinta de serpiente y muchísimos dientes.
—¡Ag! —Sheena puso cara de asco—. ¡Qué asqueroso es ése!
—Es una anguila negra —explicó Alexander—. Muerde, pero no es mortal. Se llama Biff.
Yo le enseñé los dientes a través del cristal, pero Biff no me hizo ni caso. Me imaginé lo impresionante que sería toparse cara a cara con Biff en el mar. Sus dientes tenían una pinta peligrosa, pero el bicho no era tan grande ni mucho menos como el monstruo marino. Pensé que William Deep, hijo, famoso explorador marino, no tendría problemas para enfrentarse a él.
Me di la vuelta y me quedé mirando el panel de control, todo lleno de diales y botones.
—¿Esto para qué es? —pregunté, presionando un botón. Sonó una fuerte sirena y pegamos un bote del susto.
—Para tocar la sirena —contestó Alexander muerto de risa.
—El doctor D. le tiene dicho que no toque nada sin preguntar primero —afirmó Sheena—. Se lo ha dicho mil veces, pero él nunca hace caso.
—¡Cierra el pico, enana! —le solté.
—Ciérralo tú.
—Eh, haya paz —terció Alexander levantando las manos—. No ha pasado nada.
Yo volví a mirar el panel. Casi todos los diales estaban encendidos y se veían lucecitas rojas moviéndose. Vi que uno de ellos estaba apagado y con la lucecita quieta.
—¿Éste para qué es? —pregunté señalándolo—. Parece que se te ha olvidado encenderlo.
—Es el que controla la botella Nansen. Está rota.
—¿Qué es una botella Nansen? —preguntó Sheena.
—Sirve para recoger muestras de agua de las profundidades —explicó Alexander.
—¿Y por qué no la arregláis? —quise saber.
—Porque es muy caro.
—¿Y no tenéis dinero? —dijo Sheena—. ¿No os da dinero la universidad?
Los dos sabíamos que la universidad de Ohio subvencionaba las investigaciones del doctor D.
—Nos dio dinero para la investigación, pero ya lo hemos gastado casi todo. Estamos esperando a ver si nos mandan más. Hasta entonces no podremos arreglar las cosas que se estropean.
—¿Y si le pasa algo al Cassandra? —pregunté.
—Pues supongo que tendríamos que sacarlo del agua un tiempo o encontrar otra forma de conseguir dinero.
—Jo, y nosotros nos quedaríamos sin vacaciones de verano —dijo Sheena.
A mí no me gustaba nada la idea de sacar al Cassandra del agua. Pero peor era imaginarse al doctor D. en tierra sin poder estudiar sus peces.
Nuestro tío lo pasaba fatal cuando tenía que estar en tierra. No se sentía a gusto si no era en un barco. Lo sé por unas navidades que vino a pasarlas con nosotros. Por lo general es bastante divertido estar con él, pero aquella vez fue una pesadilla. Se pasaba el día rondando por la casa y dándonos órdenes a gritos, como si fuera nuestro capitán.
—¡Billy, siéntate bien! —me rugía—. ¡Sheena, friega el suelo!
Parecía otra persona. Por fin, el día de Nochebuena mi padre ya no aguantó más y le dijo al doctor D. que o se comportaba o que podía largar amarras. Mi tío se pasó casi todo el día de Navidad en la bañera jugando con mis viejos barcos de plástico. Cuando estaba en el agua era otra vez una persona normal.
Yo no quería volver a ver al doctor D. en tierra.
—Pero no os preocupéis, chicos —dijo Alexander—. El doctor D. siempre encuentra la forma de salir adelante.
«Ojalá tengas razón», pensé.
Me quedé mirando un extraño dial en el que ponía: SONAR.
—Oye, Alexander, ¿me enseñas cómo funciona el sónar? —le dije.
—Claro, pero espera, que antes tengo que terminar unas cosas.
Se acercó al primer acuario y sacó unas cuantas olominas con una pequeña red.
—¿Quién le quiere dar de comer a Biff?
—¡Yo no! —exclamó Sheena—. ¡Qué asco!
—Yo tampoco —dije mientras me acercaba a mirar por un ojo de buey. Me había parecido oír el ruido de un motor. Hasta entonces habíamos visto muy pocos barcos, porque casi nadie pasaba por Ilandra.
Un barco blanco se acercó al costado del Cassandra. Era más pequeño aunque más nuevo que el nuestro. En la borda ponía: ZOO MARINA.
Había un hombre y una mujer en cubierta, muy arreglados, vestidos con pantalones caqui y camisas. El hombre tenía el pelo muy corto y la mujer una cola de caballo. Ella llevaba un maletín negro.
El hombre saludó al doctor D., que estaba en cubierta. Sheena y Alexander se acercaron a mirar también.
—¿Quién es ? —preguntó Sheena. Alexander carraspeó.
—Más vale que vaya a ver qué pasa. —Le dio a Sheena la red con las olominas—. Toma, dale de comer a Biff. Ahora vuelvo. —Y se marchó a toda prisa.
Sheena miró las olominas, que se retorcían en la red y puso cara de asco.
—No pienso quedarme a ver cómo Biff se come a estas pobres olominas. —Me puso la red en la mano y salió corriendo del camarote. Yo tampoco quería ver a Biff devorar a los pobres pececillos, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Eché las olominas apresuradamente al tanque de Biff. La anguila se lanzó al ataque, atrapó un pez con los dientes y se lo zampó de golpe. El bicho devoraba.
Dejé la red en una mesa y salí del laboratorio para ir a cubierta a respirar un poco de aire. Me pregunté si el doctor D. me dejaría bucear un poco por la tarde. Si me decía que sí, me acercaría a la laguna para ver si encontraba señales del monstruo marino.
¿No tenía miedo? Claro que tenía, pero estaba decidido a demostrar a mi hermana y a mi tío que no estaba loco y que no me había inventado la historia.
Al pasar por delante del estudio del doctor D. oí voces y pensé que mi tío y Alexander estarían allí con el hombre y la mujer del zoo. Me detuve un momento. No tenía intención de escuchar, pero el hombre hablaba tan fuerte que no pude evitarlo. Y lo que dijo fue lo más alucinante que he oído en mi vida.
—¡Me da igual cómo lo haga, doctor Deep —bramó—, pero quiero que encuentre esa sirena!