Me ardía el pie como si me lo estuvieran quemando. El dolor me atravesó toda la pierna. Me tiré al agua gritando. Cuando salí a la superficie, oí la voz de Sheena:

—¡Doctor D.! ¡Ven, deprisa!

El pie me seguía ardiendo a pesar del frío del agua.

Mi tío vino corriendo.

—¿Qué pasa ahora, Billy? —me preguntó.

—Pues que ha hecho una auténtica bobada —contestó Sheena con una risita.

Si no me hubiera dolido tanto el pie la hubiera estrangulado.

—¡Mi pie! —gemí—. Cuando llegué al arrecife el… el…

Mi tío me agarró del flotador que yo llevaba en torno a la cintura.

—Ya. Duele bastante —dijo, dándome unas palmaditas en el hombro—. Pero no es nada. Dentro de un rato se te pasará el ardor. —Señaló el arrecife—. Eso es coral de fuego.

—¿Coral de fuego? —Me lo quedé mirando.

—¡Yo ya lo sabía! —exclamó la enterada de mi hermana.

—Está cubierto de veneno —prosiguió mi tío—. Si lo tocas te arde la piel como si fuera una quemadura.

«Y ahora me lo dices…», pensé.

—¿Es que no sabes nada? —preguntó Sheena con sarcasmo.

Se la estaba buscando. Se la estaba buscando de verdad.

—Dentro de lo que cabe has tenido suerte —dijo el doctor D.—. El coral puede estar muy afilado. Si te hubieras cortado el pie te habría entrado el veneno en la sangre, y eso sí que es grave.

—¿Y qué habría pasado? —preguntó Sheena. Se moría de ganas por saber qué cosas horribles hubieran podido sucederme.

El doctor D. se puso muy serio.

—El veneno puede paralizarte —dijo.

—Genial —repliqué yo.

—Así que de ahora en adelante no vuelvas a acercarte al coral —me advirtió mi tío—. Y no vayas tampoco a la laguna.

—¡Pero si ahí es donde vive el monstruo…! —protesté—. Tenemos que volver. ¡Tenéis que verlo!

Sheena movió la cabeza.

—Esas cosas no existen, esas cosas no existen —canturreó. Su frase favorita—. ¿Verdad que no, doctor D.?

—Bueno, nunca se sabe —replicó mi tío—. No conocemos todas las criaturas que viven en los mares, Sheena. Es preferible decir que los científicos nunca lo han visto.

—¿Te enteras, enana?

Mi hermana me arrojó agua a la cara. No soporta que la llame enana.

—Eh, niños, os lo digo muy en serio: no os acerquéis a esta zona —dijo el doctor D.—. Tal vez no haya ningún monstruo en la laguna, pero sí que podría haber tiburones, peces venenosos, anguilas o cualquier otra criatura peligrosa. No os acerquéis.

Permaneció un momento en silencio y me miró con el ceño fruncido, como para asegurarse de que le haría caso.

—¿Cómo tienes el pie, Billy? —me preguntó después.

—Un poco mejor.

—Bueno, pues por hoy ya basta de aventuras. Vamos al barco, que es casi la hora de comer.

Todos empezamos a nadar hacia el Cassandra.

De pronto sentí que algo me rozaba la pierna otra vez. ¿Algas? No. Parecían… ¡dedos!

—¡Ya está bien, Sheena! —grité enfadado. Me di la vuelta para echarle agua a la cara…pero no vi a nadie. Mi hermana iba bastante adelante, con el doctor D. No podía haber sido ella. Pero estaba claro que algo me había tocado. Me quedé mirando el agua, paralizado de miedo. ¿Qué había ahí abajo? ¿Por qué se burlaba de mí? ¿Me iba a agarrar otra vez y arrastrarme al fondo para siempre?