Me la quedé mirando y se me olvidó todo el dolor. Estaba alucinando. ¡La sirena era justamente como la había descrito el hombre y la mujer del zoo!

La cabeza y los hombros eran más pequeños que los míos, pero su deslumbrante cola verde era muy larga y fuerte. Tenía los ojos muy brillantes, de un color verde mar, y su piel despedía un pálido resplandor rosado.

Me quedé sin habla.

«¡Es de verdad! —pensé—. ¡Y qué bonita!»

Por fin recuperé la voz.

—Tú me… me has salvado la vida —balbuceé—. Me has salvado. ¡Gracias!

Ella bajó los ojos tímidamente y emitió un suave sonido con sus labios rosados como una concha.

—¿Qué puedo hacer para darte las gracias? —pregunté—. Haré lo que quieras.

La sirena sonrió y volvió a lanzar aquel sonido perturbador. Estaba intentando decirme algo. Ojalá hubiera podido entenderla.

Me cogió el brazo y frunció el ceño al ver las quemaduras rojas del coral. Entonces me pasó por encima su mano fría y el dolor empezó a desvanecerse.

—¡Jo! —exclamé como un idiota, pero no sabía qué decir. Su contacto era algo mágico. Si me cogía de la mano, podía flotar sin moverme, como ella.

¿Sería otro sueño? Cerré los ojos y los volví a abrir. Seguía flotando en el agua, delante de una sirena rubia. No, no era un sueño. Ella sonrió otra vez y movió la cabeza, lanzando aquellos sonidos cantarines. Era increíble que tan sólo unos instantes antes hubiera estado yo luchando frenéticamente con un tiburón hambriento.

Levanté la cabeza y miré el mar. El tiburón había desaparecido y el agua estaba en calma, relumbrando como el oro bajo el sol de la mañana. Y yo allí, junto a una isla desierta con una sirena de verdad.

«Sheena no se lo va a creer —pensé—. No se lo creerá jamás.»

De pronto la sirena movió la cola y desapareció bajo el agua.

Yo me puse a buscarla, sorprendido, pero no había dejado ni rastro: ni una ola, ni una burbuja. ¿Dónde se habría metido? ¿Cómo había podido desvanecerse de aquel modo? ¿Volvería a verla alguna vez? Me froté los ojos y me puse a buscarla de nuevo.

Nada, ni rastro. Unos cuantos peces pasaron a toda velocidad.

La verdad es que la sirena había desaparecido tan de golpe que pensé que a lo mejor había sido un sueño.

En ese instante algo me pellizcó suavemente en la pierna. Me entró el pánico. ¡El tiburón! Pero oí una risita que parecía un silbido y me di la vuelta.

La sirena me sonreía con gesto travieso.

—¡Has sido tú! —exclamé, riendo de alivio—. ¡Eres peor que mi hermana!

Ella silbó otra vez y golpeó con la cola la superficie del agua. De pronto algo le ensombreció el rostro. Alcé los ojos para ver lo que era…

Demasiado tarde. Una pesada red nos cayó encima. Yo me debatí, pero sólo logré enredarme todavía más. La red se tensó y nos fue izando mientras nos agitábamos en vano. La sirena chillaba con cara de pánico.

—IIIIIII

Nos estaban sacando del agua.

—IIIIII —El chillido asustado de la sirena ahogaba mis débiles gritos de socorro.