Cuando intenté destapar el tanque me temblaba la mano. El tanque era mucho más alto que yo, y no sabía muy bien cómo sacar de allí a la sirena. Pero tenía que encontrar la forma.
Estaba forcejeando para quitar la tapa, cuando la sirena se puso a chillar:
—¡IIII! ¡IIIIII!
—¡Shhh! ¡No hagas ruido! —le advertí. Pero alguien me cogió del brazo y di un bote del susto.
—¿Qué haces? —preguntó una voz grave.
Me di la vuelta, me aparté del tanque y Alexander me soltó el brazo.
—¿Qué estás haciendo, Billy? —volvió a preguntar.
—¡Iba a soltarla! —exclamé—. ¡No podemos tenerla ahí, Alexander! ¡Mira qué triste está!
Nos quedamos mirando a la sirena, que se había dejado caer otra vez en el fondo del tanque. Creo que sabía que yo intentaba ayudarla y que no me habían dejado. Vi que Alexander también estaba triste. Se notaba que le daba pena, pero tenía que hacer su trabajo.
—Billy, tienes que comprender que esta sirena es muy importante para tu tío —me dijo, rodeándome con el brazo—. Ha trabajado toda su vida para hacer un descubrimiento como éste. Si la sueltas, le destrozarás el corazón.
Me fue apartando lentamente del acuario. Yo me di la vuelta para mirar otra vez a la sirena.
—¿Y su corazón, qué? —pregunté—. Yo creo que a ella se le rompe el corazón de estar encerrada en esa pecera.
Alexander suspiró.
—Ya sé que no es el mejor sitio, pero sólo es temporal. Pronto tendrá mucho espacio para nadar y jugar.
«Ya… —pensé amargamente—. Como atracción del zoo, con millones de personas mirándola con la boca abierta.»
Alexander se frotó la barbilla.
—Tu tío es un hombre muy responsable, Billy. Hará lo que pueda para que la sirena tenga todo lo que necesita. Pero su deber es estudiarla. Con ella puede aprender cosas que nos ayudarán a comprender y a cuidar mejor el mar. Y eso es importante, ¿no te parece?
—Supongo.
Sabía que Alexander tenía parte de razón. Yo quería mucho al doctor D. y no deseaba echar a perder su gran descubrimiento. Pero por otra parte, era injusto que la sirena tuviera que sufrir por el bien de la ciencia.
—Ven, Billy —dijo Alexander mientras me llevaba bajo cubierta—. Te había prometido que te enseñaría cómo funciona el sónar, ¿verdad? Vamos al laboratorio y te haré una demostración.
Antes de bajar eché una última ojeada a la sirena. Seguía tristemente acurrucada en el fondo del tanque, con la cabeza baja y los cabellos rubios flotando en torno a ella como si fuesen algas.
El sónar no era tan interesante como yo había pensado. Lo único que hacía era emitir un pitido cuando el Cassandra corría peligro de encallar. Alexander se dio cuenta de que yo no estaba muy concentrado.
—¿Te apetece comer algo? —me preguntó.
Oh, oh. La comida. Tenía hambre, pero desde luego no me apetecía un bocadillo de pollo picante.
—Bueno —vacilé—, he almorzado mucho…
—Te voy a preparar algo especial —sugirió—. Podemos comer en cubierta, con la sirena. Vamos.
Le seguí hasta la cocina, qué iba a hacer… Alexander sacó un cuenco de la nevera.
—Esto lleva macerándose toda la mañana —aseguró. El cuenco estaba lleno de unas finas tiras de una cosa blanca de aspecto gomoso que flotaban en un líquido oscuro y grasiento.
No sabía lo que era, pero seguro que era incomestible.
—Es calamar macerado —dijo Alexander—. Le he puesto un poco de tinta de calamar para darle sabor, por eso está tan negro.
—Hmmm —exclamé con los ojos en blanco—. ¡Hace mucho que no tomo tinta de calamar!
—No seas burlón. Seguro que te va a gustar —replicó Alexander, ofreciéndome el cuenco—. Llévatelo a cubierta. Yo subiré el pan y el té helado.
Me llevé el cuenco de calamares y lo puse junto al tanque de la sirena.
—¿Cómo te va? —pregunté.
Ella movió un poco la cola y luego abrió y cerró la boca, como si estuviera masticando.
—Oye, tienes hambre, ¿verdad?
Ella seguía moviendo la boca. Miré de reojo el cuenco de calamares.
«¿Quién sabe? —pensé—. A lo mejor le gusta.»
Me subí a la borda y le tiré un trozo de calamar.
La sirena se lanzó sobre él, lo cogió con la boca y sonrió después de tragárselo.
¡Le gustaba!
Le di un poco más y luego me froté la tripa.
—Te gusta, ¿eh? —pregunté, moviendo la cabeza arriba y abajo. Ella sonrió y movió también la cabeza. ¡Me había entendido!
—¿Qué haces, Billy? —me preguntó Alexander, que llegaba con dos platos y un trozo de pan.
—¡Mira! —exclamé—. ¡Estamos hablando!
Eché otro trozo de calamar al acuario. La sirena se lo comió, y luego asintió con la cabeza.
—¡Eso quiere decir que le gusta!
—¡Vaya! —murmuró Alexander. Y se puso a escribir en su cuaderno de notas.
—¿A que es una pasada? Yo también soy un científico, ¿verdad, Alexander?
Él asintió sin dejar de escribir.
—Soy la primera persona en el mundo que se ha comunicado con una sirena —insistí.
—Si nos la quedamos el tiempo suficiente, a lo mejor puedes hablar con ella por señas. Imagínate la cantidad de cosas que podríamos descubrir.
Alexander se puso a leer en voz alta lo que escribía.
—Le gustan los calamares. —De pronto dejó el lápiz—. ¡Oye, pero si era nuestra comida…!
«Espero que no se sienta herido en su orgullo», pensé.
Alexander me miró, luego miró el cuenco y después a la sirena. Y entonces se echó a reír.
—¡Por fin alguien a quien le gusta mi comida! —exclamó.
Una hora después volvió el doctor D. con las provisiones. Por suerte había comprado mucho pescado en Santa Anita. Le dimos un poco a la sirena para cenar. Mientras ella comía, el doctor D. fue inspeccionando las lecturas de los instrumentos que Alexander había metido en el tanque.
—Muy interesante —comentó—. Envía señales de sónar, como las ballenas.
—¿Qué significa eso? —preguntó Sheena.
—Pues que es probable que haya otras sirenas —contestó—. Seguramente está intentando ponerse en contacto con ellas.
«Pobre sirenita —pensé—. Está llamando a sus amigas para que la rescaten.»
Después de cenar me fui a mi camarote y me puse a mirar por el pequeño ojo de buey.
El sol anaranjado se hundía lentamente en el horizonte, y un manto de luz dorada brillaba sobre las olas del mar. Por la ventana entraba una brisa fresca. Me quedé mirando la puesta de sol hasta que el cielo se oscureció de pronto, como si alguien hubiera apagado la luz.
Pensé que la sirena se había quedado allí sola, en cubierta. Debía de estar muy asustada. Era una prisionera, atrapada en una pecera en la oscuridad.
De pronto se abrió de golpe la puerta del camarote e irrumpió Sheena, jadeando y con cara de espanto.
—¡Sheena! —exclamé enfadado—. ¿Cuántas veces he de decirte que no entres sin llamar?
No me hizo ni caso.
—¡Billy! —resolló—. ¡Se ha escapado! ¡La sirena se ha escapado!