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Durante años, imaginas cómo sería vivir siendo un daltónico. Entonces, todas esas bromas de aficionado sobre semáforos dejan de hacerte gracia y donde ellos ven vino, tú ves licor de yerbas y las palabras cobran otro significado haciendo de tu realidad una sopa de letras.

Hace diez minutos que conozco a Fabio.

No es daltónico ni tiene problemas de visión aunque es el culpable de que la primera planta huela a pintura fresca e irradie jazz por los poros de sus paredes. Fabio es un tipo alto con melena de caballo que afirma ser famoso y profesor de fitness. Tiene un cuerpo fibroso y lleva unas mallas negras con franjas fluorescentes que le hacen afeminado. Fabio podría machacarme de un pisotón.

Continúo en la puerta sujetando la botella de vino que Fabio ha rechazado. Observo varias latas de Pepsi Light y envoltorios de barritas energéticas. Fabio viste una camiseta de tirantes que está manchada de pintura y pasa el rodillo impregnado en color azul marino. Siempre lleva un bote de pintura en su equipaje por si no le gusta el color de las paredes de la habitación donde se hospeda.

—Ser rico me permite pagar la multa —dice—. Es importante dormir bien. Deberías leer Feng Shui y hacer una dieta rica en zumos.

Fabio afirma haber escrito libros.

Libros que leen otros famosos.

También afirma haberse acostado con gente famosa.

Gente sin género. Gente famosa, como concepto.

Dudo que sepa escribir su nombre completo.

—¿A qué te dedicas, Martín? —pregunta.

—Soy periodista.

—Interesante. Debes ser una persona con mundo. Me interesa la gente cultivada, como yo.

—No. En realidad, no. No es tan interesante… La culpa de todo la tiene el cine —contesto añadiendo una coletilla que arrastro desde la facultad.

Los periodistas tendemos a ser personas zafias, complicadas, vendidas al mejor postor. Los perros de la Gestapo se volverían inofensivos ante un grupo como nosotros. Becarios en busca de un plato caliente. Sobra espacio, rellena aquí, allá; no cuentes esto, no escribas acerca de esta persona, nos quitarán la publicidad, qué haces maldito inútil; estás despedido. Así funciona el Cuarto Poder.

Redacciones que huelen a papel y sudor corporal, a tabaco impregnado y café aunque esté prohibido fumar dentro y el café sea cancerígeno. El resto es mentira. Siempre lo ha sido. Nunca vimos presentadoras atractivas marchando en la redacción. Nunca tuvimos la noticia. No, nosotros. Los veteranos huelen a agrio y visten mal. La barba de dos días no denota estilo sino hambre. No es una tendencia, es una carencia de higiene, de sueño, de preocupación por pagar la hipoteca que forman mujer e hijos. Es el mundo de las letras. Desconozco ser humano en esta profesión que vista con decencia. Disfrutamos lo que hacemos, cómo lo hacemos. Un defecto reconocido que se achaca a la línea que separa el aburguesamiento y la defensa de la verdad, del pobre, o eso dicen, decimos, publican. Nos roban las palabras, titulares. Trajes desmedidos, combinaciones de colores imposibles, zapatos simplemente, feos. Difícil, no reconocernos. Aunque eso forma parte del pasado, de las tapas de los libros, del cine y «Los hombres del Presidente», de los casos Watergate y las novelas de Truman Capote.

Eso forma parte del pasado.

La actualidad es más llevadera.

La precariedad salarial te ayuda a encaminarte, a limitar el futuro.

No hay buenos ni malos, solo jefes, empresas, equipos deportivos.

Nunca serás mejor que otros pero sabrás quién está de tu parte. Maldita sea, preferiría haber nacido en el infierno, pero aún estoy pagando mis pecados.

Maldito seas, Kapuściński. Me has convertido en ti.

—Tuve una novia periodista. Le gustaba leer y escribir libros. Le dije que invertía tanto tiempo en el gimnasio que no tenía momento para chorradas. Y aquello le cabreó, claro. Le regalé una moto y después me dejó. Pero no importa ¿sabes? Tengo más de 200 motos —dice.

—Entiendo —contesto y me enciendo un cigarro manteniéndome en la puerta a sabiendas de que Fabio puede molestarse.

—¿Qué te trae al motel, Martín? Este es un lugar especial. Dicen que James Franco escribió aquí su libro. Este lugar inspira, ¿verdad? —comenta en un delirio cuando percibo que no ha avanzado en su pintura durante nuestro diálogo. Fabio empapa el rodillo y mancha el mismo espacio una y otra vez. Me gustaría preguntarle sin parecer violento y decido largarme.

—Hay una máquina de escribir en mi escritorio. Puede que sea para ti y haya habido una confusión —digo.

—No. No lo creo —contesta moviendo el rodillo sistemáticamente.

—Lo mejor que puedo hacer es devolverla.

—Escucha —interrumpe con un suspiro posando su mano sobre mi hombro—. Tómalo con calma, entendido. Relájate. Tú eres el periodista, el escritor. Deja que fluya. Rellena algunos folios —asiento con la cabeza atónito a sus palabras—. Perfecto. Correcto. Respira hondo… Eso es. Te contaré una historia de cuando yo era un niño gordo que perdió a su mamá. No le gustaba físicamente a las chicas, en el colegio todos me pegaban. Mírame, soy una persona de éxito, filantrópica. Me gusta la palabra filantropía. Expulsa tu dolor amigo. Los hombres de palabras sabéis como hacerlo.

—De letras, querrás decir.

—Eso es. Brillante —asiente y saca una tarjeta de visita blanca del pantalón que guarda en el bolsillo de mi camisa. Después cierra de un portazo dejándome fuera de la habitación.

Trato de asimilar lo ocurrido, camino hasta la habitación y me introduzco en ella. Termino de un trago la botella de vino, pongo un folio sobre la máquina colocándome frente a ella. Rodeado de llamas ardientes a causa de la calidez de las paredes y una ligera embriaguez, siento que tengo la llave que abre la puerta de mi propio purgatorio.

Espero que encaje.