19

Tirados en un camino de tierra que se bifurca de la autopista, Penélope intenta con torpeza arrancar el coche. El contacto se atasca y un ruido extraño avisa de que algo no funciona. La curva, la camioneta, ese conductor. La angustia varía la dirección de nuestra charla. De repente le odio sin saber bien por qué. Siento que estamos en el lugar equivocado. La luz disminuye su intensidad y la estrella que nos alumbra se abre en un bostezo que la arrastra hacia el oeste.

—Mierda, vamos, no me hagas esto ahora —grita Penélope forzando el contacto una y otra vez.

Abro la puerta, salgo de la furgoneta para estirar las piernas y compruebo que todo está en orden. Mi ritmo cardíaco se estabiliza y sonrío al digerir algo tan disparatado en medio de campos infinitos que no llevan a nada; algo tan absurdo como tomar la decisión de ir a aquel motel. Dejamos a un lado todo sin prestar atención al resto de las cosas. Algunas veces, paseo y miro a todas esas personas dirigidas por control remoto hacia sus puestos de oficina. Personas, como uno mismo, que progresan siendo pequeñas hormigas en busca del trozo de pan más grande, ocultando problemas sentimentales bajo los rostros, apestando a inseguridad y desconfianza. Cuando pienso en ello, alzo la vista al cielo. Tras las bandadas que migran hacia el Este, me fijo en las azoteas de esos edificios altos que no llegan a rascacielos y en los que la única vista que los alcanza es la del Todopoderoso. Áticos que albergan suites prominentes en las que tipos con traje, gastan dinero inagotable en orgías con modelos, prostitutas, travestidos y botellas del mejor vino. Personas humanas y no tan humanas que caminan en otro plano mientras el resto cruzamos la puerta de un Starbucks.

Tras asistir a aquel curso de formación del enfoque cognitivo al que los departamentos de recursos humanos y productividad nos obligaron, entendí que, de igual forma que sucedía en aquellas torres infinitas, la esencia se polarizaba hacia otro lugar. Entendí que no solo los tipos malos ganan, sino que también pierden. Todos pierden. Todos perdemos alguna vez. Del mismo modo que resultaba imposible acceder al ático de la planta 52 de las oficinas de una gran corporación, también suponía un choque frontal transportar mi cuerpo junto a una de esas personas que esperan en la cocina abandonadas por alguien que afirmó regresar pronto; desconocidos atrapados en ascensores temiendo a que el prójimo tome más oxígeno que ellos. Personas devoradas por osos blancos, personas que mutilan cuerpos en una cabaña tras declarar su amor en un reality show.

Sin importarme demasiado las vueltas que haya dado la ruleta del destino, mi templanza funciona como un cubito de hielo en el interior de una nevera. Descarto la casualidad de que alguien nos remolque hasta un lugar más cercano. Penélope se apea de la furgoneta y patea el lateral en un ataque de histeria.

—No tienes idea de dónde estamos, verdad —pregunto.

—No estoy segura. No debemos estar muy lejos, creo.

—¿Crees? Al menos sabrás el camino de vuelta.

—Quizá alguien nos pueda ayudar.

—No va a pasar nadie por aquí, Penélope —explico con una mano en su hombro.

—Genial.

Decidida, Penélope abre una puerta lateral, agarra una de las bolsas de la compra y saca dos pintas de cerveza con el cigarrillo entre los labios.

—Si nadie va a recogernos, vamos a emborracharnos.

—¿Cómo?

—Algo habrá que hacer, vaquero —contesta y me golpea suavemente con una botella en el estómago—. Escucharte tanto tiempo, me agota. No hay nada más que discutir.

Cervezas en mano, atravesamos el campo apartando la maleza. Corremos lanzando nuestros cuerpos como idiotas contra la hierba. Cuando la tarde se agota, nuestros pies cuelgan de la furgoneta rozando los muslos con timidez. El crepúsculo nos regala una postal de almanaque.

—Por un momento pensé que habías perdido la cabeza y querías matarnos.

—Lo siento, de verdad. Es mi culpa —pausa y da un trago—. Temo que la gente me persiga. Tengo fobia saber que hay alguien detrás.

—Por eso trabajas donde trabajas.

—Mmm… Algo así.

—Viste la furgoneta.

—Sí, claro. Desde el primer momento. Lo vi todo, Martín. Lo vi todo y no hice nada. Solo acelerar.

—Me hiciste sentir como un gilipollas.

—Solo escuchaba tu voz, una y otra vez como un puto megáfono, repitiendo que había una furgoneta detrás. Yo machacaba en mi cabeza que todo era incierto, una imaginación, que no era así, joder; rezando un salmo que me quitara el miedo de encima porque tú seguías jodiendo con la maldita presencia. Era una furgoneta, una simple furgoneta; tú estabas a lo tuyo y yo a lo mío, nuestras cabezas volaban en direcciones opuestas y algo iba a estallar cuando sentí mi corazón apagarse y no supe hacer otra cosa que pisar a fondo hasta perder el control.

Penélope termina su discurso y adopta la forma de un fuelle gastado con el cuello torcido y las piernas entrelazadas. El vibrar de las chicharras se mezcla con la brisa que envolverá en un rato a la noche. Me detengo perplejo ante su rostro y encuentro a una mujer emocional y tierna, lejos del caparazón continuo en el que se escuda. Penélope se derrumba sobre mi hombro y me doy cuenta de su imperfección humana como mujer.

—Siento haberte traído hasta aquí. No quería que te fueras.

El corazón presiona mi pecho como una bomba hidráulica al escuchar sus palabras.

—Ha sido divertido —contesto con voz grave imitando al chico Marlboro. Rasgo la voz suena espantoso y me recuerda al tono de alguien que graba unas palabras hablándose a sí mismo en un radiocasete. Siempre he pensado que la afonía era atractiva.

—¿De verdad? —se inclina como el gato que oye los pasos de un ratón.

Yo asiento.

—Supongo que esta será nuestra última noche juntos, vaquero —dice entristecida.

—Ya. No se acabará el mundo.

—No. Solo quería que me acompañaras un rato.

Penélope se reincorpora acercándose a mi lado y me besa en la mejilla erizándome el vello.

—Te gusto, es eso —digo confiado.

—Solo quería que te quedaras un poco.

En ocasiones, las palabras duelen como patadas en la entrepierna: comienzas a sentirlas pasados unos segundos. Sin embargo, las palabras no son más que eso, palabras. Con el tiempo, los golpes emocionales solo te hacen más fuerte.

—Está bien. Al menos, tenemos comida.

—¿Sabes? —hace una pausa—. Hay algo que me gusta de ti.

—Solo algo —contesto incrédulo.

—No preguntas demasiado. Me juzgas por cómo te trato, y eso me hace sentir bien.

—Descuida. Todos cometemos errores.

—¿Qué es ese ruido? —pregunta señalando la parte trasera y nos giramos al escuchar las pisadas de alguien que sale de la oscuridad.