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Soy víctima de mi propio destino, un lunático que persigue la infelicidad cuando todo se mantiene en equilibrio. A veces, creo que me gusta ser infeliz. Siento que soy incapaz de vivir con alguien a quien amo, a quien correspondo. El amor son estímulos químicos y pasajeros que pruebas una vez y no experimentas más. El amor es morir de sobredosis la primera vez que pruebas la heroína. Una droga de adictos y sobrios. Blancos y negros. Una adicción que maneja y deja ser manejada. Sin embargo, no me considero el único, la única persona que oculte el fetichismo emocional; la caza de emociones ajenas como si fueran cromos antiguos, pequeños trozos de un cupón premiado o cualquier mierda coleccionable: cuantos menos quedan para completar el mosaico, más dispuesto se está a arriesgar, a perder, a llegar al fin, a regresar de donde venimos, la soledad. Utilizar a otros para extraer el néctar de sus almas y saciar nuestra pulpa venenosa. Continuar con la búsqueda infinita de algo que no existe. Unas veces se gana, otras no. En algunas ocasiones soy yo quien posee menos. Esta vez es Lluvia, poseo su alma, su amor, y ahora está moribunda a causa del veneno.
Al abrir la puerta siento un estupor causado por el olor a fritanga que viene de la cocina. La presión arterial aumenta, el aire se vuelve denso y todo posee un tacto pegajoso que huele a grasa capilar. Junto a la barra hay dos policías tomando café y pan tostado y los dos tipos que fumaban horas antes en los exteriores, ahora beben botellines de cerveza al final de la barra. Son camioneros. Tienen ademanes, gorras sudadas de marca blanca y una indiferencia al olor del local. Apuesto a que tienen parte de culpa. De la cocina aparece una chica con delantal. Es joven, fina y pelirroja. Apuesto a que no tiene más de 25 años y me imagino tocando su piel como si acariciara una figura de porcelana y sus bajos, la pulpa de un melón. La palidez de su rostro se acrecienta con la tristeza de sus labios.
Me gustaría preguntarle si ha pensado en quitarse la vida.
O tal vez ya lo haya conseguido.
Entonces deja el delantal, recoge un mechón con una horquilla, sale a la calle con un cigarro en la boca y una ráfaga de aire fresco nos golpea la cara recordando que pronto freirán croquetas en nuestros pulmones.
—Has oído hablar de James Franco —dice un policía a otro.
Luce un bigote fino y recuerda a un miembro de Village People. La cabeza de su compañero parece un cepillo de dientes amarillento y sin cerdas.
—Sí. El actor.
—No. No hablo del actor. Odio a ese tío. No tiene ni una película que valga la pena —dice y peina su labio superior.
—Estoy de acuerdo.
Ambos se quedan en silencio durante unos segundos mirando a un calendario erótico y falso que cuelga de la pared donde aparece una chica desnuda con pechos desorbitados y la cara recortada de Paulina Rubio.
—A dónde quieres llegar —dice el policía con cabeza de cepillo.
El agente lo mira sorprendido.
—Te has fijado en la muchacha —dice.
—Sí.
—Cuentan que James Franco se hospedó aquí cuando vino a España, y tuvo un lío con la dueña del motel.
—El actor, dices —interrumpe el agente con cabeza de cepillo.
—No. Un negro judío con el nombre de James Franco —exclama—, joder, claro. Pareces imbécil.
Cabeza de cepillo mira al techo y acaricia su mentón. Devuelve la mirada a su compañero con bigote y le regala una sonrisa cómplice.
—¡Ja! De verdad —exclama sorprendido.
El otro asiente moviendo la cabeza como esos perros de juguete que van en la parte trasera de los coches.
—He pensado en sacar tajada. Tengo un contacto en televisión que puede meterme en uno de esos programas de chismes. Dejaré esto de una vez —dice orgulloso.
La alegría del agente con la cabeza afeitada se desvanece al comprobar que nunca dejará su oficio y regresa triste y gris depositando su atención en la foto erótica de Paulina Rubio.
Giro la cabeza y compruebo tras el cristal que la chica sigue ahí fuera fumando junto a una carretera tan desamparada como ella. Tras escuchar la conversación, pienso en salir a comprobar si eso es cierto o tan solo esperar a que regrese y me sirva una bebida y decirle hola. No tengo una imagen vívida de James Franco en mi cabeza pero cuestiono que terminara sus vacaciones millonarias en un lugar tan zafio y mierdoso, bebiendo entre tipos amilanados que huyen de sus obligaciones.
Camino hasta la puerta y abandono el bar. Aquí el atardecer es lento como las conversaciones, los cigarrillos o la muerte, aunque esto último no lo he experimentado. Desearía que así no fuera. Me repugna cuando algún viejo aparece en la pantalla meneándose como un cadáver.
Miro a la carretera y solo veo un campo infinito que se une con media circunferencia solar que poco a poco mengua hasta dejar de alumbrarnos. Me gustaría fotografiar lo presente. Siento que los atardeceres son más anaranjados en las fotografías que en mi realidad. Una bonita postal frente a mí con su cuerpo dándome la espalda y las finas piernas que salen de una estrecha falda, arropadas por el fuego. Pestañeo seguido para que conos y bastones oculares realicen instantáneas en la retina, y así guardar un bonito recuerdo holográfico. Deposito mi fe en que algún día alguien utilice mi cerebro como una cinta de vídeo.
—Es hermoso, verdad —digo acercándome hasta ella con las manos en los bolsillos.
La joven advierte mi presencia en silencio.
—Me quedaría aquí para siempre —contesta con voz grave mirando al infinito—. Si encontrara una lámpara mágica, solo pediría eso.
—Y qué hay del hambre en el mundo, las guerras, ya sabes —digo.
Pero ella no contesta y los segundos pasan con nuestra presencia dejando en abandono el resto de acontecimientos.
De pronto se gira y sonríe con una mirada inocente.
—Me quedarían dos deseos más. No había pensado en ello.
Tira la colilla al suelo y la aplasta con el pie. Lleva unas Converse All-Star negras bajas que descubren su deseo de permanecer joven.
—¿Cómo aguantas a esos tipos?
—Es mi trabajo, supongo —afirma como si llevase demasiado tiempo en el negocio.
—¿Cuánto llevas trabajando aquí?
Suspira y comprueba por encima de mi hombro que todo sigue en orden.
—Lo suficiente para tener respuesta a vuestras impertinentes preguntas.
—Disculpa. No pretendía parecer entrometido.
—Cuál es tu historia. He visto que te has hospedado. No es el lugar más exótico para unas vacaciones.
Su pregunta me desconcierta y me inquieta, aunque resulta obvio que no es necesario el ingenio para llegar a esa conclusión.
—Tranquilo. No es mi primera vez. Estás a salvo. Soy una tumba —dice refiriéndose a los policías.
—Guardas muchos secretos, verdad.
—Los justos para no poder salir de aquí —dice. Percibo tristeza en sus palabras.
—Supongo que todos cabalgamos con nuestros errores.
Saco el paquete de Marlboro Light, le ofrezco uno y fumamos.
—La vida es una baraja de naipes. Ocultamos bajo el mantel lo que no se puede mostrar. Aparentamos barajar aquello que consideramos valioso y pretendemos que somos lo que destapa esa verdad absoluta. Y mientras lo hacemos, la angustia nos consume atentos al mantel con temor a que una brisa de viento lo descubra. Todo es una ilusión, una tensa y constante ilusión ¿no crees?
—Y qué hay cuando termina la partida —digo.
—Qué importa. Dejas tu lugar a otro y te conviertes en un breve recuerdo. Las personas olvidan con facilidad.
Sus palabras desbordan la madurez que una chica de su edad puede albergar. Ni siquiera hubiese sido capaz de plantearme algo así. Comprueba la hora en su muñeca y repara en que los tipos que antes fumaban y después bebían se levantan de sus taburetes y su espalda se endurece.
—He de regresar. Esos hombres requieren mi atención —dice y camina hacia la salchicha metálica gigante.
Paralizado junto a la carretera, me conmuevo al observar que pronto anochecerá y la luz de sol ya no irradia con tanta fuerza y eso me perturba y me incomoda de nuevo deseando no permanecer ahí jamás.
—¿Es verdad eso que dicen? —grito a media voz como un gallo pero su caminar continúa firme hasta que se adentra en el local.