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Despierto acurrucado en el sofá con una manta que apesta a granja y que alguien debe haberme prestado. No recuerdo quien. Los zapatos están en el suelo. Escucho el maullar de un gato gordo y anaranjado como una pelota de baloncesto. Un gato cítrico como Garfield. El felino husmea mis zapatos y corre espantado. Deben oler peor que yo.

Sobre la mesa hay una decena de botellas de cerveza vacías, bolsas de patatas con salsa de tomate, la caja de un Big Mac mordido y reseco junto a un porro a medias. La mesa es rectangular como lo es en este momento las dimensión de mi cerebro. Rectangular y elástico como una goma que alguien estira y contrae de golpe. Todo el mundo duerme en algún lado, no recuerdo muy bien cómo llegué. Refresco algunas imágenes de la noche: una botella de vodka ruso en mis manos; una avenida larga con doble carril; lluvia. Krista besándome en la mejilla, pasándome la botella; Aleks insistiendo en que compita con él y ver quién bebe más; Pavel orinando en la puerta de un bar. Un ucraniano con la cabeza rapada; un ucraniano furioso hablando en ruso, dos tipos golpeando a Pavel; Zane golpeando a un armario de carne; Pavel corriendo, todos corriendo; risas. Una estación de tren; Aleks prestando su abrigo a Krista; otra botella de vodka de origen desconocido; todos bebiendo vodka y fumando; un autobús urbano con ciudadanos acudiendo al trabajo; una parada cerca de un túnel oscuro; un fuerte hedor a orín humano, sin imagen; un bloque de edificios católicos; un cartel que dice algo sobre Jesucristo; todos en el sofá; un porro.

Enciendo un cigarrillo de Pavel de un paquete que parece llegado de su trasero y doy un trago a una cerveza caliente para enjuagarme la boca. Las burbujas apuran, queman mi garganta como gasolina que prende en el interior de una cueva. El apartamento es amplio y la cocina está unida con el salón. Aquí todas las cocinas están unidas con el salón y me incomoda pensar que una persona fuese tan egoísta en el momento que decidió unir la cocina y el salón sin importarle el resto. La arquitectura es un quiebre o fortaleza del ser humano. Los tabiques y el espacio determinan la autonomía de la persona. Las casas disponen de espacios limitados porque, de lo contrario, alguien declararía su zona. Los cuartos de baño poseen tamaños estándar dentro de proporciones delimitadas. No conozco a nadie que haya reducido el espacio de una casa para invertirlo en un aseo austero con una taza de váter solitaria. No, sería de alguien muy idiota hacer algo así. Sería absurdo aprovechar cien metros cuadrados para cagar en un agujero viendo el horizonte como si fuera el mar y al otro lado estuviera la puerta. Sería idiota porque todo el mundo diría que lo es. Otras cosas me parecen más idiotas como la disposición de los cementerios. Nadie se preocupa de lo importante, lo práctico, al fin y al cabo. Ni siquiera cuando estás vivo. Dicen pensar en nosotros y se refieren a un traje elegante y decoroso; un maquillaje duradero y una bonita corona de flores con un mensaje eterno. Todo el lujo y la apariencia necesaria para terminar sepultados bajo patatales de cadáveres en los que cultivar humus. Morir, el descanso eterno y una fracción decimal en metros cuadrados de lo que fue tu dormitorio. Morir en una cabina telefónica. Prefiero morir con el culo en la taza y los pantalones bajados mientras veo el horizonte de mi cuarto de baño.

La aurora despunta en la calle, un fino golpe de luz calienta mi rostro mientras termino el pitillo y ese gato merodea entre mi ropa. Marchas imperiales proceden del edificio. Decido marcharme de aquí lo antes posible. Una de las puertas de los dormitorios que hay en el pasillo, está abierta. El guato maúlla, me observa y siento curiosidad por saber quién duerme ahí. El rechinar del colchón que cede el soporte de madera y empuja contra la pared; fuerzas motoras que se agolpan entre sí viciando el ambiente; cuerpos que sudan desnudos, cristalizando gotas de sudor que empapan el pecho ajeno.

Desde un ángulo ciego sorprendo a Aleksanders en la cama sin haberlo deseado. Desnudo, tumbado y sin gafas, sujeta un cinturón de cuero mientras Krista salta encima de él.

Es la primera vez que la veo desnuda. Su imagen provoca una sensación extraña en mi estómago. Tengo motivos de sobra para sentirme así. Krista tiene el pelo suelto, una melena dorada cubre su cuerpo lechoso. Sus cuerpos coloreados con tatuajes extraños; pálidos y fríos como una sesión de quimioterapia.

Hablan de algo.

Ella apoya sus manos sobre el pecho de Aleks.

Gimen. Él la penetra.

Comentan palabras que no entiendo. Aleks ata sus manos con un pañuelo y la coloca a cuatro patas.

Krista parece confundida y obedece.

Aleks agarra la correa y da dos vueltas alrededor del cuello de la chica.

Parece nerviosa y él le apacigua acariciándole un pecho con un tono grave y sosegado. Como una perra salvaje, toca su cuello, incómoda, insegura de no querer herirse. Aleks insiste en que todo saldrá bien, cabalgando su vagina desde atrás.

Da un primer tirón de la correa, Krista se excita, el cinturón se tensa; varios gritos de dolor, de placer, llora. Su columna se tuerce como una rama azotada por la tempestad; Aleks tensa la correa una vez más hasta mantener el cuerpo de Krista totalmente recto; puede matarla, ella es incapaz de pensar en nada. Aumenta el ritmo, Krista golpea la pared; él empuja con violencia su cabeza contra la cama; Krista llora, está maniatada y solo puede morder el colchón; Aleks se la folla más fuerte, más rápido, desde atrás; Krista tiene los ojos en blanco, está pálida, la presión corta el oxígeno de su cuello. El maullido del gato me descubre, Aleks me ve tras la puerta, junto a mi sombra; me observa paralizado como el torero que termina su corrida; clava su mirada, lo juzgo y sonríe a lo lejos con el cuerpo de Krista yaciendo entre sus brazos.

Salgo de allí disparado sin importarme lo que dejo. Sobrecogido, corro varias calles cuando el sol aún no alumbra las aceras. Me echo las manos sobre la cabeza pidiendo en un grito a Dios la ayuda que necesito en estos momentos.

Una pareja de enamorados regresan achispados y tiernos, con las manos agarradas. Brota un impulso que me vence y obliga a acabar con ello. Una pareja de jóvenes inofensivos. Suenan trombones y música trágica en mi cabeza. Encuentro en la chica una mirada herida; los fotogramas corren a más velocidad de la que mi cerebro es capaz de asimilar. Me abalanzo sobre el tipo y le golpeo en la cara impulsivamente con un mechero bajo el puño. En uno de los golpes, reviento algo que salpica mi camisa de sangre. La chica llora de impotencia, me asesta varias patadas cuando intenta socorrer a su novio, no hace más que ponerme nervioso. Así que Me incorporo y la callo de un puñetazo en el estómago, tirándola al suelo mientras continúo con lo mío. Él no respira ni puede defenderse, mis manos están manchadas de sangre oscura que brota como una boca de riego porque creo haberle chafado la nariz contra el cráneo. Remato su rostro, una y otra vez, arriba y abajo, gancho tras gancho, estoy pletórico. El ruido de los mamporros rebota en mi cabeza hasta que me acostumbro a él.

Agarro su pelo, está irreconocible, deteriorado como una lata de refresco golpeada por unos niños salvajes. Tras la euforia, me lamento en un sollozo al ver mis nudillos despellejados; carne viva contra un rostro deformado como una pelota de rugby.

De rodillas sobre el asfalto ante un cuerpo aniquilado, esta es mi ofrenda, mi carnero. Me siento lleno y tranquilo. Logro comprender la unión de cuerpo y espíritu entre el hombre y la mujer. Una fusión que va más allá de lo moral, una amalgama de temores y dudas que quedan en el pasado tras desafiar a la muerte.

Adán y Eva antes de probar el fruto prohibido.

Manchado y agotado, miro al cielo y grito con toda mi fuerza durante varios segundos. La chica ha dejado de llorar y sigue recostada junto a la rueda del coche, esta vez observándome, sintiendo lástima por mí.

Huyo de allí en una arrancada mezclándome entre la muchedumbre que coloca sus puestos de fruta en el mercado central de la ciudad. Compro una camiseta a un tendero y me enfundo en ella, tirando la ropa ensangrentada junto a un grupo de gaviotas que picotean entra la basura. Pese a creer lo contrario, el ser humano no es muy diferente a los animales.

Sangre bárbara y derramada es más que suficiente para alentar al resto del peligro cercano. A diferencia de otros mamíferos como los tiburones o los leones, el hombre tiene a huir frente a la sangre, o como consecuencia, a derramar más de ella. Es un proceso evolutivo. Algo intrínseco que cada uno atrae o repele.

Espero en la parada del tranvía y enciendo un pitillo que sabe a templanza. No sé por qué lo hice, solo supe que ese alguien no era yo.

Unas estudiantes me observan de reojo mientras las observo.

Si no logras que te amen, consigue que te teman.

Debo regresar a casa.