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Encargamos refrescos y hamburguesas en el Nasty’s Burger y esperamos a que Marco regrese con una lata de gasolina.

Pido café, el cerebro no funciona y Penélope piensa girando una moneda entre sus dedos.

Al otro lado del cristal, una pareja joven camina de la mano. Parecen entenderse lo suficiente como para vivir juntos el resto de sus vidas. Eso me deprime. Vuelvo la mirada, Penélope continúa abstraída y no estoy seguro de estar aburrido o si todo es culpa de la resaca. Suena una canción por el altavoz, veo corazones acartonados y caigo en la cuenta de que es el día de los enamorados y Lluvia está en algún lugar que no es este. El restaurante está abarrotado de parejas enamoradas y sonrientes que comen hamburguesas y beben de la misma pajita. Penélope escucha la canción con la cara apoyada sobre la palma de su mano. Leo en su mirada lo sola que se siente porque ni siquiera las nuestras consiguen están juntas. El amor está en el aire y nosotros enfermamos lentamente.

Nunca sé qué hacer en estas situaciones.

Me incomoda cuando alguien llora a mi lado. Las personas lo hacen en los funerales. Deberían alegrarse de que esa persona se haya largado antes que el resto. Llorar resulta tan aséptico como un quirófano esterilizado tras la muerte de alguien. Las personas son egoístas, y digo son, porque soy incapaz de llorar.

Penélope no necesita lágrimas para exteriorizar la pesadumbre. Su tristeza apesta a champú barato.

Huir agota el alma de cualquiera, incluso la suya.

No importa dónde o cómo nos encontremos.

Todos necesitamos un lugar al que llamar hogar.

Los segundos pasan entre motas de polvo que descienden lentamente. Imagino un día soleado en el que abro la puerta de mi apartamento y una mujer bonita con pecas de vainilla me recibe como a un soldado recién llegado de la guerra. Siento el aroma de un caliente plato de pasta con salsa carbonara. La mujer me besa esbozando una sonrisa, apagamos la tele y comemos en una pequeña mesita de IKEA degustando cada instante mientras nos hacemos el amor con la mirada.

Imagino una mujer que guarda en su bolso algo que he perdido. Una mujer que espera en la puerta de una tienda para dar sentido a mis emociones.

Un producto de mi imaginación, una mentira.

Imagino a un soldado que vuelve de la guerra y encuentra a su mujer follando con otro. Soy un alma de napalm que mata y contamina. Un sello ardiente con la esperanza de pertenecer a algo, a alguien.

A veces, resulta imposible obviar lo que anhelamos.

—Jamás pensé que diría esto… No tienes envidia, vaquero.

—No seas idiota. A pesar de todo, no es real.

—No necesita serlo.

—Ya. He estado ahí antes. Ahora solo ves lo que tu mente quiere que veas, porque no lo tienes. Después te sientes como un gilipollas con la cartera vacía.

—Qué importa. Estoy harta de luchar contra mis pensamientos.

Cojo la mano de Penélope y la arrastro hasta el centro de la mesa.

Sonríe mordiendo una pajita. El moño de cabello deja en suspensión dos mechones por encima de las orejas.

—Mejor así.

—Supongo que sí.

—Veo todo esto que nos rodea, el campo; siempre he fantaseado con vivir en una pequeña casa, en algún lugar, puede que cerca del campo o quizás no; productos baratos y naturales, beber té por las mañanas y cervezas por las noches hasta emborracharme lo justo para caer rendido sin sentir resaca; hacerte el amor mientras de fondo suena alguna banda sonora en mi ordenador. Esa vida, ya sabes.

Penélope no responde.

—Podríamos tener un gato. Nosotros, el silencio.

—Eres un cliché. Un puto cliché.

—No, no lo soy.

—Es preocupante que pienses todas esas cosas. Estoy segura que una vez allí te aburrirías de haberlo hecho y entonces desearías volver a la ciudad. Entonces volverías a decir algo parecido.

—Que te jodan. Estaba siendo sincero —contesto—. Tienes razón. Esto no habría funcionado nunca.

—Nunca se sabe.

Guardo silencio y contemplo sus ojos.

—Llévame contigo, Martín —dice—. Llévame contigo. Dejemos que el caos ponga todo en su sitio.

Miro sus ojos, la cinta se atasca y todo decae lentamente dejando trozos de comida suspendidos en el aire. El caos, el puto caos. Dejemos que el caos lo ponga todo en su sitio. Nos creemos el ombligo del mundo cuando es el propio caos quien gobierna nuestros destinos.

No puedo llevar a Penélope conmigo, es un oasis emocional, un cuerpo bonito que baila delante cuando más sediento me encuentro. Las mujeres perdidas son oasis emocionales, productos de nuestra imaginación, o de las suyas.