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Llego a la habitación, me encuentro frente a frente: la puerta, el gato blanco mirándome atento; pútrido y relajado; la certeza de llevarse algo a la boca que se encuentre en mejor estado que él. Abro la puerta y esta vez no busca entrar. La habitación continúa siendo roja aunque no tanto como hace unas horas. La iluminación de la tarde ha sido sustituida por dos lámparas artificiales y dudo si realmente era de color rojo como estaba convencido. Tomo la Polaroid que hay sobre la cama y me siento en la misma posición, en el mismo lugar donde están las arrugas marcadas por mis glúteos. Disparo. Mientras espero, encuentro un mini bar bajo el escritorio y una caja negra en el interior de una funda. Me lanzo al mueble con ansia de beber algún bálsamo que seque mi conciencia, impidiéndole pensar. Cojo una pequeña botella de vino y al no encontrar un saca corchos, me descalzo, introduzco la botella en el zapato y sujetando con fuerza, golpeo la suela contra la pared.
Confío en que funcione.
Alguien de San Petersburgo me explicó cómo abrían las botellas de vino en la vieja Rusia.
Vino fascista, dijo.
Cerdo soviético, pensé.
Por alguna razón, el tapón sale hacia fuera tras cada golpe hasta que logro sacarlo con mis propias manos. Sirvo una copa en el vaso de cristal del cuarto de baño y me siento en el escritorio. Bajo la funda hay una máquina de escribir blanca con teclas de diferentes colores.
Una pieza de museo, pienso, pero acaso no lo es este lugar.
Me pregunto cómo ha llegado hasta aquí.
Cómo he llegado hasta aquí.
Compruebo las esquinas de la habitación en busca de alguna cámara de seguridad pero no encuentro nada.
Debió ser el gato —digo—. Un gato biónico. Un vigilante.
Demasiado suspense.
Un sobre amarillo se aguanta sobre el rodillo.
Siento que en su interior encontraré algo importante. Una amenaza, una orden. Lo abro. En este momento, un aspirante a guionista pasaría semanas frente al ordenador buscando un giro que condicionase su película. Me encuentro en el minuto 25 de una película y esta vez decido si quiero o no abrir el sobre.
A veces, me gusta pensar que soy el protagonista de una historia que alguien dirige. Dejarse llevar es personalmente económico aunque puede acarrear un alto coste emocional.
El folio está plegado. Acaricio sus puntas con las yemas de los dedos.
‹‹ESCRIBE››, ordena.
Tengo por primera vez una máquina de escribir frente a mí. Escribo con un solo dedo y escucho el sonido de los caracteres contra la cinta.
Es predecible. No importa la tecla que golpees. Siempre oirás el mismo sonido.
Las relaciones de pareja se parecen a las teclas de una máquina de escribir.
Todo se parece a todo. Es cuestión de proponérselo. El mundo es lo suficiente inteligente como estúpido para formar paralelismos con antagonías.
El ser humano es cutre por naturaleza.
Debería devolver la máquina. Estoy seguro que ese loco de Rufus ha estado aquí husmeando mi habitación, oliendo mis calcetines amarillentos y comprobando que aún no me he ahorcado con el cinturón. Una máquina para escribir mi último adiós.
Todo un detalle, amigo.
Un fino hilo musical procede del otro lado del tabique. Saber que existe alguien capaz de alquilar otra habitación. Me abruma pensar que no soy el único en este lugar. Suena jazz y la trompeta me recuerda a Chet Baker y a muchas de sus canciones.
Camino hasta la pared que hay junto a la cama y pego con precisión el oído sobre ella. El volumen aumenta y escucho con nitidez notas de un contrabajo y pasos de zapato sin tacón que se mueven alrededor del otro lado.
Agarro la pequeña botella de vino y salgo sigilosamente al exterior.
El felino sigue ahí aunque no lo veo porque soy capaz de olerlo e intento desviar mi atención a un fuerte hedor a pintura que emana el interior de la habitación que hay junto a mi puerta.
La música aumenta, golpeo la puerta, me pongo nervioso y la mano que sujeta el cuello de la botella comienza a sudar. Imagino varias personas celebrando una fiesta, armados, cubiertos de tatuajes y sintetizando drogas de diseño.
Pienso que la curiosidad acabará conmigo antes que con el gato.