24

Son alrededor de las seis de la tarde, una ligera lluvia cae sobre el cristal en el coche y Crystal Castles suenan en la radio. Krista me recoge en un BMW antiguo de color verde militar y pregunta qué ocurre porque parezco algo pálido. Cruzamos la ciudad en una recta infinita que nos lleva al otro lado de la estación principal de trenes y me bajo del coche para encenderme un Marlboro mientras esperamos al resto. Hoy es un día especial aunque no estoy seguro por qué y hay familias en traje y tipos que llevan ramos de flores a algún lugar.

—Qué celebráis hoy —pregunto con el culo apoyado sobre la puerta del automóvil.

—Nada.

—La gente lleva flores. En mi país, la gente lleva flores a los muertos.

—Ya. No sé —contesta.

—Las cosas se hacen por algún motivo.

—No lo sé, Martín. No soy creyente.

En el coche pasamos de ser dos a cinco y ahora hay dos chicas y somos tres hombres y me siento extraño porque nadie me avisó de que hoy era un día especial. Aleks lleva una chaqueta de tweed y unos pantalones verdes ajustados y comenta algo que no entiendo, todos ríen y observo las calles mojadas pensando en que nadie reiría si les apuntara con una pistola. Cuando he perdido la noción del mapa, Pavel cuenta una historia sobre una ex novia camarera que ahora sale con el dueño del bar al que suele ir. Señala con el brazo por encima de mi hombro el viejo apartamento donde vivía.

—Esto está a tomar por culo —digo.

—Riga es grande, amigo.

Cuentan historias en inglés y la otra chica que conozco de unos días atrás, Anna, no hace ningún esfuerzo en entenderse conmigo. Krista pregunta si tengo hambre, digo que no sé a dónde vamos y ella hace un gesto con la mano. Todos ríen de nuevo.

Estacionamos en el aparcamiento de un RIMI y Pavel me detiene invitándome a un cigarro y esperando a que haga una observación de sus nuevos zapatos. Pavel es casi pelirrojo, casi porque sigue siendo rubio a pesar de las manchas que ocupan su nariz. No tiene un solo pelo en el resto del cuerpo.

—Los compré en el mercadillo. Una ganga, verdad-verdad-verdad —insiste tirando de sí mismo sobre su chupa de cuero.

—Sí —digo—. A dónde vamos.

—Vamos al horizonte.

—No te sigo.

—Has visto alguna vez un río morir.

—Sí, en el cine.

—Basura.

—Puede ser.

—Vamos a comprar algunas cervezas.

Pavel tiene razón. La única muerte de un río que recuerdo deja mucho que desear. Pavel camina como una bola de pinball que corre de aquí para allá buscando cerveza barata, regresa con un bote de kefīrs de color rosa y me dice que está de puta madre. A mí solo me produce más arcadas. Me duele el estómago. Me detengo varios minutos ante una leja de cereales. Estoy confuso, hace días que no sé nada de Lluvia. Ella escribe e-mails que no contesto y llama cuando solo quiero estar vestido y arrodillado en el interior de la bañera. Las cosas han cambiado aunque todo sigue recordándome a ella. Todo cambia, hasta el tacto de mi piel. Si Lluvia no hubiera dicho esa frase, si tan solo no hubiera dicho aquella maldita frase, todo seguiría igual. Sin embargo, sus expectativas y mis temores lo han destrozado todo. Tener una relación por e-mail, agiliza los trámites.

—Te has decidido —pregunta Krista a mi lado mirando las distintas marcas de cereales.

—No. Busco algo que no lleve leche. Me produce ganas de vomitar.

—Bebe leche de soja.

—Leche de soja es leche.

—No es leche, es algo parecido.

—¿Quién quiere leche de soja aquí? Lo entendería, si no tuvierais vacas.

—No sé. Veganos.

—Es estúpido —digo.

Krista me mira ofendida.

—La leche de soja es como una hamburguesa de verduras, ya sabes.

—No seas imbécil —dice dándome un cartón de leche que dice ‹‹LECHE DE SOJA››.

Agarro el paquete y lo dejo en la cámara frigorífica.

—Mejor ayúdame a encontrar algo que esté bien muerto.

Krista enfada porque abrimos las botellas de cerveza en el coche de sus padres. Aleks sube el volumen de la música cuando suena una canción que desconozco y golpea la tapicería de los asientos con un solo de batería.

—Aquí vengo en verano —dice Pavel. Miro por la ventana unas casas protegidas por vallas eléctricas y todo me recuerda a un pabellón psiquiátrico.

—Es un centro de desintoxicación —dice Aleks.

—Es el centro de la droga —añade Pavel.

Las dos chicas ríen.

—Me tomas el pelo.

—No —contesta Pavel serio.

Giro la cabeza, Krista asiente con la mirada y compruebo por el espejo retrovisor los rostros serios del resto.

—Tengo una personalidad adictiva. Me engancho a las cosas con facilidad.

Estacionamos el coche junto a un contenedor de basura y juro no emborracharme demasiado para evitar morir aquí. Parece un bosque de violadores. Un camino se bifurca, todo lo que rodea son árboles enormes. Los árboles más altos que he visto en mi vida. El camino está húmedo, lleno de mosquitos y hongos que Pavel comprueba en busca de algún alucinógeno.

—Conozco a varios que comieron esta mierda —dice con una seta enorme de color blanco en la mano.

—¿Qué les pasó?

—Murieron entre su propia mierda ¡JA-JA-JA! —grita—. Imagina, en el suelo, bañados de mierda. ¡FUAGHJJJJ!

—Uno de ellos se desgarró los intestinos por el culo —añade Aleks entre los ruidos que continúa haciendo Pavel.

—Qué mierda —dice Pavel.

Ríen.

Las chicas ponen cara de asco, una angustia soporífera recorre mi cuerpo. Pienso en alguien ahogado en un cuarto sobre un charco de mierda.

—Puedo hacerme una idea.

Al final de la cuesta hay un largo camino, una playa a la izquierda y el río Daugava frente a ella. La playa y el río están separados por un dique que muere frente al Báltico, con la única presencia de un faro moribundo.

—En algún lugar de ahí está Suecia —señala Pavel con el brazo al horizonte, pero solo veo un barco entre la niebla. La marejada provoca estalactitas de agua sobre el aire que el salitre del mar disuelve pocos segundos después. Pavel se enciende un cigarrillo y salta sobre las rocas. La otra chica abre el bote de color rosa y me ofrece una cucharada.

—No —señalo.

El resto me observa animando a que lo haga. Lo último que deseo es poner un líquido de color felicidad en contacto con mi lengua. Pavel hace el idiota intentando trepar la puerta del faro, la chica sostiene la cuchara de plástico cubierta de líquido y me siento presionado. Krista sonríe y me da una palmada en la espalda, Aleks me sugiere que lo pruebe. Se toca el estómago y dice que es bueno para mi palidez.

Cuando accedo y el líquido viscoso se derrama en mi boca, Pavel resbala y cae; todos giran la cabeza y escupo toda la flema rosada al mar.

—Estoy bien, estoy bien —levanta las manos y agarra la botella que hay sobre el suelo.

—¿Y tú, amigo? —me pregunta Aleks con las manos en los bolsillos, mirando sereno tras sus lentes de búho.

—Me encuentro algo extraño.

—¿No te ha sentado bien el kefīrs?

Guardamos silencio.

—No, mujeres.

—Entiendo.

De regreso, los demás caminan delante cuando comienza a llover. Krista toma fotos con una cámara analógica. La chica rubia abre un paraguas que sostiene Pavel a su lado. Mi parka se empapa, me resguardo bajo la capucha y parece que a Aleksanders no le importe mojarse. Caminamos en silencio, compartimos los últimos pitillos. Ni siquiera sé qué hace él aquí, pero no importa. Aleks parece el hermano mayor de todos y pretende hacerme sentir cómodo.

—Es por tu esposa —dice cuando me detengo para encenderme un cigarro.

—Eh, no. No tengo esposa.

—Vas a casarte con ella.

—No había pensado en ello.

—La familia es importante —suspira.

—Ya —contesto desairado. No es el mejor momento para sermones moralistas.

—Ya no te atrae —pregunta.

—No, no es esa la razón.

—¿La quieres?

Tampoco me lo había planteado.

—No estoy seguro.

—¿Qué clase de tipo eres? Al menos, sentirás algo —pregunta agachando la cabeza en un tono nada amenazante. Me gustaría preguntarle el significado de lo último que ha dicho. Aleks me somete a un tercer grado y aún no hemos abandonado la playa.

—Sentimientos. No estoy seguro —fumo—. Supongo.

—¿Supones?

Avanzamos varios metros sin mentar palabra en este partido de tenis verbal en el que solo recibo pelotazos.

—Demuéstrale tu amor.

—Siento náuseas de pensarlo.

Aleks ríe y unos metros más allá, el resto camina delante de nosotros. La chica rubia sujeta el paraguas y pasea junto a Krista mientras Pavel lanza piedras al mar.

—Te lo diré de otro modo.

—¿Qué?

—Cruza la línea.

—¿Cómo?

—Cruza la línea. Tienes la cabeza llena de mierda, amigo.

—Lanzarme al vacío, no sé —dudo—. No es tan fácil. La historia de mi vida es un drama, un drama aburrido.

Aleks murmura algo que parece una plegaria dirigida a un ser superior. Cuencas blancas y vibrantes parpadean en distintas direcciones como una brújula trucada, hasta que se recompone con la presencia de alguien que acaba de ser despertado y sonríe.

—Si realmente te gusta esa chica, debes conocer algo.

—Te escucho…

—Pero antes, cámbiate de ropa ¿quieres? Ponte algo elegante.

—Espera, ¿vamos a misa o algo así?

—Escucha, gilipollas. Voy a arreglar tu vida haciéndote un favor. Hazme tú uno a mí, y ponte algo elegante.

Cruzamos un cementerio con estatuas de soldados caídos en la guerra. El tictac de los intermitentes me desconcierta y tengo las palabras de Aleks atacasdas como una vieja cinta de vídeo. Continúa lloviendo cuando entramos en mi calle y las ruedas vibran con los adoquines de la calzada. Señalo a Krista que aparque en un lado y el coche está vacío porque el resto se ha bajado antes. Al llegar, me observa callada esperando a que la bese. No ocurre nada y pregunta por mis planes. Krista lleva unos pantalones ajustados de color pistacho que hacen juego con el color de sus ojos.

—Creo que voy a salir con los chicos.

—¿Estás seguro? Está lloviendo.

—Sí.

—Hoy estoy sola en casa.

—Espero que pronto deje de hacerlo —contesto ignorando su última respuesta. Me pregunto qué ha sido del otro que se la tiraba. Es una situación complicada. Krista es atractiva, tiene un cuerpo delicado, bonito, seguramente sepa preparar un buen desayuno. Llevo demasiado tiempo comiendo basura. Podría alimentarme de mis heces y la única diferencia estaría en el sabor. Sin embargo, Aleks ha prometido hacerme un favor.