28

La boca de metro está vacía y da a una gran avenida de dos carriles en la que los coches se detienen ante un paso de peatones. Frente a mí, hay un edificio enorme. Demasiado frío hace aquí para estar dando vueltas. Enciendo un pitillo, camino varias calles, entro en un bar de barrio con los cristales pintados y el camarero saluda cuando le pido un café largo. El ruido de la calle, de un viernes de trabajo, de tipos con caras amargas y otros que se resisten aunque su tez muestre lo contrario. Debo encontrarme cerca de una universidad al escuchar a un grupo de chicas que están dos mesas más allá. Sorbo la taza, quemo mi lengua y a una de ellas la sorprendo mirando por el rabillo, sintiéndome como una mierda. Sopla el viento contra el cristal y se oyen aullidos. Tras la barra hay un espejo donde se apoyan las botellas y se esconde mi rostro. Me encuentro feo y apático y no muestro intención de regalarme un poco de amor propio. Visto un jersey de marca y una camisa blanca y aunque el valor de mi ropa en conjunto esté por encima del sueldo del buen hombre que me ha puesto el café, necesito un lavado de persona.

Arrastro mi pelo hacia atrás con una mano cuando descubro que soy el tema de conversación de las chicas que toman café en la mesa. Pienso en ellas al ver sus caras y gestos, sujetando tazas de infusión adelgazantes y pan integral para mantener la línea, siguiendo en la cresta de una ola que no existe, un mar que podría ahogarlas si conocieran al tipo de hombre inadecuado. Entonces pienso en todas esas adolescentes que cruzan al otro lado del cristal, cogidas de las manos de sus novios, novios que buscan la manera de follárselas para arrancar su inocencia.

—El amor está en el aire —dice el camarero.

—Eso no es amor.

—Bueno.

—Ya.

El camarero saca una botella de coñac y echa un chorro en el café.

—Ánimo. Invita la casa —dice con un guiño.

—Gracias.

—Entre los dos, quién cogiera esa edad de nuevo —dice acercándose.

—Ni de coña.

—¿Qué?

—El amor no está en el sexo.

—Venga, hombre.

—A esa edad tú no sabes nada —digo.

—Lo intuyes.

Niego con la cabeza.

—Vaya, eres uno de esos románticos.

Suspiro dando un leve golpe en la barra y la chica de la otra mesa se gira de nuevo. El camarero hace un gesto confuso de desaprobación y entra a la cocina. Me gustaría decirle que solo el amor es puro cuando no hay marcas de sexo por medio; que follar no nos hace sino más sanguinarios buscando al lechón que queda sin morder; que sería incapaz de ser un padre bajo el pellejo de una de esas niñitas con falda y uniforme que pierden la virginidad entre dos coches y un macarra de polígono, un chorro de flujo sangriento y doloroso, un banco de tiburones hambrientos que nada tras oler el rastro.

Ni siquiera sé si soy quien creo.

Un Porsche de color negro aparca junto a la puerta del hostal cuando salgo a la calle a hacer una llamada. Marco su número, lo intento repetidas veces hasta que una voz fría contesta.

—Hola.

—Espero no interrumpir nada —contesto temblando.

—Eh, no. No tengo mucho tiempo, Martín, qué quieres.

—Estoy, aquí. En Madrid.

Escucho una respiración profunda que no distingo si es de sorpresa o enfado.

—No puedes llamarme y hacer esto.

—Ya.

Guardo silencio. Escucho la respiración de Lluvia.

—No puedes llamarme y decirme que estás aquí, después de todo.

—Es importante.

—Vete a la mierda, Martín.

—Es lo último. Lo juro —digo. Jurar nunca está de más cuando todo pende de un hilo. En este punto analizo y sopeso mi porcentaje de éxito llegando a la conclusión de que, en otro contexto, hubiera colgado ya.

Voces femeninas juegan a mi espalda confundiéndome cada segundo. Convenzo a Lluvia y nos citamos en un VIPS que hay junto a un centro comercial. El aire sopla en la frente, el alumbrado público mancha de colores el paseo madrileño y tanta aglomeración me produce ansiedad. Compruebo en su perfil de Facebook una foto reciente y ahora es distinta y no logro reconocerla aunque sé que ha cambiado de color de pelo. Pido una cerveza. Espero en el interior de un bar que hay frente al restaurante, evitando el desarme. Compruebo una vez más la foto y me tiembla la mano. Resulta desconcertante porque es la primera vez que lo hago.

Me entretengo mirando el teléfono, compruebo fotografías de comida rápida, zapatillas de colores; paisajes extranjeros, balcones que dan a una calle como esta; manifestaciones, revoluciones, reivindicaciones en frases que me queman por dentro.

Busco con la mirada el mueble de las botellas pero en este bar no hay cristal de espejo. Corro hacia el cuarto de aseo para comprobar mi rostro, un rostro antiguo y viejo que se abstiene al tiempo y a los cambios; una personalidad férrea y erosionada que no se comprende a sí misma. Entonces pienso que tan solo mi locura me hace más fuerte. La sociedad es débil por naturaleza. Las personas cambian porque no son nadie antes de hacerlo. Ni siquiera después. Los cambios se producen por personas ajenas, trastornos de identidad. Influencias. Alguien se adapta a ti, después a otro. No es una cuestión física. Es una moda. Una tendencia emocional. Un contrato a tiempo completo para tener lo que idealizas a cambio de afecto. Espejos sin alma que me recuerdan a Solaris. Después, una fuerte ola los arrastra a la orilla.

Las personas que pasan página, nunca olvidan lo vacíos que se encuentran. Todos pasamos página en un momento determinado de nuestras vidas. Juramos reconocerlo, asumir que sucedió, que quedó atrás cuando no es así.

Jamás confío en una persona que cambia demasiado.

Jamás podría confiar en mí si lo hiciese.

Han pasado veinte minutos, Lluvia está sentada frente a mí en una mesa del restaurante. Una camarera con acento extranjero nos entrega la carta. Lluvia envía mensajes en su iPhone. Viste una sudadera oscura con capucha y parece un poco más delgada, aunque no demasiado. El pelo tiene un color extraño sin brillo, como si hubiese sido carbonizado. Finge sonreír cuando le pregunto cómo está y una sensación amarga zarandea mi estómago como la peor de las resacas.

Por un momento siento que esto es lo más cerca que vamos a estar de tocarnos. Observo mi reflejo en el iris de sus ojos y puedo leer cómo se escribe con ese chico catalán que la lleva de la mano por la Vía Layetana.

—Bueno, tú dirás. No tengo mucho tiempo —dice bloqueando el teléfono sobre la mesa.

Tengo la mente en blanco.

—¿Sabe ya lo que quiere? —dice la empleada.

Señalo un menú con el dedo.

—¿Refresco de naranja o cola?

—Cola.

—¿Light o normal?

Light.

—¿El sándwich con queso o mayonesa? —pregunta la mujer.

—Eh, sí.

—¿Puede repetir?

—Eh, queso.

—¿Salsa roquefort o extra de queso?

—Extra.

—¿Extra de queso cheddar o extra de queso bajo en grasa?

—Solo quiero un puto sándwich, vale.

La mujer se retira y un tipo con gorra que busca entre las revistas se gira hacia nosotros.

—Perdona, estoy algo nervioso.

—Tienes un grave problema, Martín.

—Sé que la he cagado, en serio. Estoy arrepentido, de veras.

—Nunca has sabido lo que quieres. Ni ahora, ni antes.

—Es jodido cuando todo me recuerda a ti —digo.

—Es jodido cuando dejas de hablarme durante meses y apareces de la nada. Eso es jodido.

—Lluvia, aún me gustas.

—Martín, lo siento. No sigas.

—Me gustaría demostrártelo, de verdad.

—Te dije que jamás podría ser tu novia. Era cuestión de tiempo.

—Tiempo, el qué —pregunto.

—Aceptarlo.

—Eso es una gilipollez.

Intuyo que se está tirando a otro. No importa. El plan continúa.

—Ha sido un error. No tendría que haber venido —dice nerviosa.

—Déjame mostrarte algo.

—Joder, ¿qué no entiendes, Martín? —contesta angustiada.

—Déjame mostrarte algo, Lluvia.

A pesar de la resistencia, no puedo dejar que se marche aunque eso conlleve un plan alternativo. Terminamos la cena, me disculpo por todo lo que ha ocurrido aceptando de algún modo, que soy el responsable de mis propios actos. Lluvia se anima y sonríe y abre un pequeño espectro de esperanza, la posibilidad de tomar la última en un bar que hay cerca del hostal. Lo único que aprendí en aquel curso de estrategias de mercadotecnia y consumo que impartió un tipo feo y pelirrojo contratado por el departamento de publicidad, fue ofrecer redención cuando el enemigo estuviese desarmado. Rematarlo con un golpe de gracia cuando menos lo esperase. Reconocer mis faltas no ha sido más que un pequeño truco. Un truco sucio y ruin, pero un truco al fin y al cabo, de un hombre desesperado capaz de vender su alma por recuperar al amor de su chica.

Una pareja de pijos se besa en el baño de mujeres. Lluvia sale con un gesto divertido invitándome a entrar. En el bar suena una canción que ambos conocemos y forma parte de una de las infinitas listas que solíamos hacer. Extiendo la mano y me hago el sorprendido. Ella ríe y me da una cerveza que acaba de pedir.

—Echaba de menos tu sonrisa —digo entre la música.

Lluvia guarda silencio y mira al suelo.

Existen frases que un hombre solo dice cuando lo ha perdido todo.

—Martín.

—¿Sí?

—Nada.

—Dime —insisto.

—Qué es eso que quieres mostrarme —pregunta intrigada.

—Mierda —finjo buscando en mis bolsillos—. Está en mi habitación.

—No puedes decirme lo que es.

—No.

—Da igual.

—No, no da igual. Está cerca.

—No pienso acostarme contigo.

Lluvia está asustada por el temor, el miedo que conlleva dejarse llevar por la tentación cuando ignora que ha caído en ella. Tiene pánico por dar un paso atrás, después de todo. Tragos de veneno, dolor y preguntas que quedaron en el aire, horas de lamento grabadas a fuego que arrasarían con su estabilidad emocional de nuevo. Qué sería de ella al fin y al cabo si tuviese que adaptarse otra vez al infierno.

Cuando la pareja de pijos decide salir a bailar, Lluvia entra al baño y sin cuestionármelo dos veces, guardo la correa de mi pantalón en un bolsillo de la chaqueta.

No hay vuelta atrás.

Un taxi; su cabeza sobre mi hombro; un vehículo cruza la Gran Vía madrileña; mis manos están tan frías que siento estar muerto. Nos besamos.

Un ascensor dorado; un espejo borroso y una foto en el teléfono; Lluvia me empuja sobre la cama; el pulsador de la luz; golpes sobre el escritorio. Sexo oral.

Lluvia se agarra a mi cuello y me clava sus ojos como un cerdo vivo abierto en canal. Su cuerpo suda cerveza y el calor de sus bajos salpica con el empuje de mi entrepierna.

—Martín, dime que me quieres —dice con la boca abierta, tumbada contra la pared.

—Te quiero.

Sonrío.

Nos damos un largo beso.

Pongo su culo frente a mí, ordeno que se ponga a cuatro patas. Agarro la correa mientras ríe y se relaja sobre la cama. La extiendo en varias vueltas sobre su cuello con cuidado de no herirla.

—¿Qué estás haciendo?

Y entonces la cabalgo con fuerza. Penetro su vagina con la misma intensidad que tenso la correa. Lluvia lubrica, lubrica y se excita agarrada del cuello como un perro, curvando la columna como un animal salvaje. Me echo hacía atrás y empujo su espalda hacia delante. Ella agarra su cuello con las manos cuando intenta decirme algo, pero no hago más que tirar como un jinete que frena ante el desfiladero. Quiero protegerla para siempre; deseando con toda mi valía follármela hasta el encuentro con la muerte, iluminar su alma para siempre. Quiero devolverla a ese jardín del Edén donde el sexo carece de sentido.

Algo falla cuando miro en el espejo que hay frente a nosotros. Su rostro está pálido y desorbitado, la fuerza desaparece. Una sonrisa vil me llena de energía, siento que todo ha terminado, que se ha desmayado. La temperatura de su cuerpo disminuye y me acojono. Pienso en Lluvia y las últimas palabras que no he logrado oír.

Puede que esté muerta o se haya quedado sin oxígeno.

No tiene pulso.

Con el trasero hacia arriba, se aguanta postrada con la cara desencajada.

El tacto de la sábana es áspero y está salpicado de sangre de mis manos y fluido corporal. Tengo llagas entre los dedos que arden como colillas a medio apagar. Busco su teléfono en el bolso, elimino la última fotografía y después borro todo el contenido.

El cuerpo de Lluvia continúa frío y desnudo.

Me apresuro vistiéndome y la miro de nuevo sentado en el borde la cama.