25

Plancho una camisa blanca y visto un jersey gris de lana fina. Acicalo mi cabeza con gel fijador echando el cabello hacia atrás. Frente al espejo, aumenta mi autoestima. Me parezco a alguien que conozco o he visto, aunque no logro averiguar quién. Lo más obvio sería reconocerme a mí mismo, y después a otra persona. Lamentablemente, no sucede. Mi identidad queda al margen mientras pongo rostro a la persona en la que me siento reflejada y no logro recordar. Toco el cristal asegurándome de que no se trate de una alucinación y el espejo continúa en su sitio sin ánimo de moverse. Camino hasta la habitación, cojo el móvil y disparo una luz frente al espejo y capturo el instante. La fotografía me obsesiona. Me interesa qué aparece en ella. En ocasiones, temo que voy a perder la memoria en los segundos siguientes, cruzando una calle, friendo un huevo, cayendo por unas escaleras o siendo atropellado por un autobús urbano, aunque en el último caso, moriría aplastado. Temo perder la memoria y ser una interrogación frente a la ventana, verme borroso como Woody Allen. Algunas personas marcan sus cuerpos con tatuajes para recordar momentos importantes o aparentar frialdad y valentía.

Me comporto como un asiático que todo fotografía.

Desconfío cuando me imagino amnésico, sin memoria y sin poder recordar si las palabras que completan un manual de instrucciones que he redactado con mi puño y letra fueron redactadas para mí o si alguien me tiende una trampa.

Una fotografía es una fotografía. Lo será siempre que nadie cambie el significado de su palabra. Podría no recordar una fotografía pero sería capaz de reconocerme y concluir si me encontraba cómodo en aquel momento.

Por alguna extraña razón, me obsesiona el recuerdo, hablar de él.

Soy consciente de que pierdo la memoria, imagino mi cuerpo en una silla de ruedas junto a alguien que me alimenta con puré de patatas y limpia mi saliva con un pañuelo de tela.

El teléfono suena con un mensaje de Pavel que me empuja a correr hasta el primer tranvía. El ambiente es gélido y huele a orín en las calles. El estado de incertidumbre me mantiene lejos de todo y no dejo de pensar en las palabras de Aleksanders.

Es sábado, la lluvia ha dado tregua durante un rato y en una esquina apartada junto al T.G.I. FRIDAY’S, Aleks espera enfundado en un abrigo largo junto a Pavel engominado con una pajarita de colores fluorescentes que le aprietan el cuello.

—No está mal —comenta Aleks dándome su aprobación.

Alguien le ha grapado a Pavel la sonrisa en ambos extremos de su cara.

Aleksanders pone una mano sobre mi hombro.

—Alegra esa cara. Vamos a una fiesta.

—A una fiesta —contesto.

Esperaba algo mejor.

—Sí. A una fiesta —añade Pavel y ríen.

—Todo esto para una puta fiesta.

Aleks y Pavel sonríen.

—Sí. Las fiestas son divertidas —dice Aleks como un retardado—. Las fiestas alegran a cualquiera. Necesitas empezar con un respiro.

—Por supuesto —dice Pavel. Le encuentro un cierto parecido al Joker de Batman—. En qué mundo vives, hijoputa.

Las paredes del apartamento son verdes, hay pintadas de spray que decoran la entrada principal con un tío que reparte latas de cerveza. En la fiesta solo hay tipos mal vestidos y hostiles con la mirada. Pavel come patatas de bolsa mientras algunas personas se relacionan y otras no saben qué hacer con sus manos y siguen bebiendo. Krista aparece con su amiga rubia con vaqueros estrechos y americanas. Krista está cambiada y muy atractiva. Pavel se enciende un cigarro junto a mí y me explica una historia sobre Krsita y su ex novio y cómo este retransmitió con una webcam cómo se la follaba.

Todo sucede con normalidad.

—La gente debería reconocerla.

Nadie olvida algo así.

—No. Nadie lo ha visto.

—Es Internet, tío.

—Lo convirtió en una webcam.

—¿Cómo?

—Aleks, le arrancó un ojo. Tuerto, ya sabes. Una webcam.

Una imagen mental horrorosa me incita a ponerme un trago y en el apartamento solo encuentro vodka y rusos que hablan en ruso a gritos que suenan a tubos de escape desafinados, botellas en eslavo que no soy capaz de leer y bálsamos de mierda que huelen a amoníaco.

Abro la puerta que hay junto al cuarto de baño y sigo unas escaleras que me llevan a la terraza. Es la terraza de un edificio con pavimento anaranjado. Al fondo hay pequeña cabaña con forma de estudio. La luz está encendida y hay una cerveza que alguien se ha dejado sobre la televisión. Enciendo la pantalla, doy un trago a la botella y en el Canal 1 hay un partido de hockey sobre hielo. Me aburro y me enciendo un cigarrillo. Finlandia gana a Rusia. Cambio al Canal 2, están poniendo Factor X y un tipo con peinado ochentero toca un violín mientras corre en patines y siento que el mundo se acaba porque viste unos leotardos de leopardo. Pienso en regresar a la fiesta pero las ganas me motivan tanto que cambio una vez más de canal. En el Canal 3 ponen una película independiente en inglés. Un joven aparece en el interior de un 4×4 junto a un gato y una gaviota con una gorra de béisbol. Tengo la sensación que me he perdido el resto de la película porque el protagonista habla como alguien desorientado y los animales están muertos. De repente, los planos se cortan. Una mujer enseña el dedo corazón y comienza a follar de pie con un hombre que aparece bajo la puerta de un Pizza Hut. El protagonista se enfada tanto que empotra el coche contra ellos. La película me recuerda a Donnie Darko, pero nadie va vestido de conejo.

Regreso al apartamento, soy el único que lleva una cerveza en la mano porque todos han terminado las suyas y ahora dan rienda suelta al vodka o se empolvan las narices en el baño. Entro en la cocina en busca de una cerveza fría. Frente a la nevera hay un tipo con gafas de pasta, muy parecido a mí aunque con más pelo.

Tiene aspecto de ser judío y llamarse Lewis de apellido.

El cuello de su abrigo está levantado y su atención lo aísla del resto de la fiesta. La cabeza se encuentra cerca de la nevera, jugando para formar una frase con el abecedario magnético. Un cliché, un puto cliché.

—Oh, mierda. Faltan letras.

—Disculpa —señalo para abrir la puerta.

El tipo se gira disculpándose y abre la nevera. Nos miramos.

—Oye, por casualidad —digo.

—Eh, creo que sí.

—Tú, el de…

—Vaya.

—¿De qué coño estamos hablando ahora? —pregunto.

—No sé, has sido tú.

—Iba a ofrecerte una cerveza.

—Ah. Sí, claro.

Le entrego dos cervezas e intenta abrirlas con un mechero. Después pide a alguien que lo haga y me devuelve una botella.

—Pensé que me habías reconocido —dice empujando sus gafas hacia dentro.

—Pasa a menudo, eh.

—Sí, bueno. En realidad no —contesta inseguro.

Por alguna razón me recuerda a aquel joven que se lo hizo encima a la salida del instituto solo que ahora no me puedo reír de él porque ha alcanzado el éxito y el valor de su ropa es el doble del mío como persona.

—Eres actor de cine, o algo así, verdad.

—Sí.

—Estupendo.

—Y tú, ¿a qué te dedicas?

—Corresponsal.

—Vaya. Hoy en día todo el mundo es escritor.

—No soy escritor.

Hasta un don nadie me toma el pelo.

—Qué significa eso.

—No te ofendas. Escribir, escribes. Yo también lo he sido. Escribí el guión de mi película.

—Vaya.

—Te gustaría. Es sobre un tipo que regresa a casa. Aparecen animales muertos.

—Vaya. Creo haber visto un trozo —digo desganado. Parece el típico idiota que va a las cafeterías y lee en voz alta para que el resto sepa que tiene un libro—. Se parece bastante a Donnie Darko.

—Sí, verdad. Pienso igual que tú —bebe y suspira—. Fue cosa de la productora.

Me enciendo un cigarrillo, él hace lo mismo. Fumamos.

—El cine es una mierda.

—Sí. Es una mierda —repito y miro alrededor cuando siento la presencia de Krista y el resto. Escucho la voz de Pavel gritando palabras en ruso que no entiendo.

—¿Quién te ha invitado a la fiesta?

—No sé. He venido con unos amigos.

—No me suenan tus amigos.

—No quiero ofender, tío, pero no tienes pinta de conocer a nadie.

—Tú tampoco pareces tener muchos amigos.

—Qué sabrás, tío —digo molesto.

—Es evidente que algo te detiene aquí y precisamente, no soy yo.

—Comienza a molestarme tu presencia. Quién coño te crees que eres.

—Además de inseguro, también eres gilipollas —suspira—. Intento ayudarte, Martín.

En fracciones de segundo me congelo físicamente y rompo como un iceberg tras el impacto de una pesada bola del tamaño del planeta.

—Repite eso.

—Eres inseguro y gilipollas.

—¡No! ¡Mi nombre! ¡Joder!

El tipo me agarra del brazo arrastrándome entre la multitud a un balcón que da a la avenida más grande la ciudad. La calle está iluminada, continúa lloviendo y esta situación me recuerda a una escena de BATMAN.

—¿Quién coño eres, tío?

—No importa ahora. Escucha atento y hazme caso.

—No, hasta que no me digas por qué sabes mi nombre.

El viento corre levantándonos el cabello, llevándose las palabras al cielo.

—Martín.

—Qué.

—¿Acaso es real lo que sentimos?

Un gato pardo atraviesa el alféizar de la tercera planta del edificio que hay frente a nosotros.

—Esto ya lo he vivido —digo.

—¿Qué?

—Nada, Matrix.

—¿Qué?

—Nada. Acaso eres tú real. Te expresas como un solsticio de verano.

—No —ríe—, yo soy muy real. Hablo de emociones.

—No sé, tío. Qué tipo de pregunta es esa.

—El único modo de hacer las cosas bien es de dentro hacia fuera. Olvida el resto.

De dentro hacia fuera me recuerda a follar invertido.

—Ahora entiendo por qué te encuentras solo.

—De dentro, hacia fuera —explica a la nada gesticulando con las manos—. Como un puñal clavado en el estómago que sale cuidadosamente cicatrizando, escondiendo la sangre.

Doy un trago a la cerveza y las burbujas suben a la cabeza cuando camino erguido. Dejo al actor hablando solo, supongo que habrá oído mi nombre en alguna conversación.

Pavel está borracho hablándole a una pared llena de vómito del que sospecho que es suyo. Aleks tiene una mano sobre el culo de Zane. Krista se toca el pelo y viene hacia mí con un cigarrillo de puta. Sonríe traviesa.

—No sabía que fumabas —digo con poco entusiasmo.

—Solo cuando bebo —dice, ríe avergonzada—. Ups, Estoy un poco borracha.

—No importa. Estás muy guapa.

Krista se pone colorada, Aleksanders nos observa entre la gente.

En realidad, me observa a mí.

Pavel aguanta una botella de vodka en la mano.

—Gracias. No sé qué decir.

—No digas nada, creo que me marcho. He bebido demasiado —digo.

—No, no puedes. Esto acaba de empezar.

—En serio, no insistas.

—No te irás a ningún lado, amigo. No hay transporte a estas horas —dice Aleksanders alcanzándome con su mano y agarrando la cintura de Krista—. Duerme en nuestra casa.

—No importa, de verdad.

—Venga, Martín. Pronto volverás a España. Hazlo por mí —dice Krista con gesto infantil.

—Hazlo por ella, amigo.

Recogemos los abrigos cuando Aleks me detiene con un gesto en el codo y susurra a mi oído:

—¿Sigues queriendo mi ayuda?

—Supongo.

—Está bien.