16
Ahí fuera hace demasiado frío. Hace días que el termómetro está en negativo y nunca es demasiado pronto para empezar a beber en esta ciudad. Lluvia está sentada junto a mí con una pinta de cerveza báltica que acalora y ayuda a olvidar los tres mil kilómetros que nos separan de casa. Sus piernas me cubren en el sofá de un bar de folklore donde los camareros visten con trajes de época y unos tipos tocan el acordeón.
—Estoy borracho y no son ni las siete —digo.
—Yo también. Pero, qué más da.
Nos regalamos caricias y arrumacos. Terminamos las bebidas y abandonamos el local con una sonrisa tonta y un agujero en el estómago. Lluvia tiene los carrillos enrojecidos del calor interior y yo me enciendo un cigarro cuando dejo de sentir los dedos de las manos. Han pasado algunos meses desde que nos encontramos en aquella habitación. Ahora estamos más cerca de la vieja Rusia que de ese hotel o las cintas de mi coche. He logrado adaptarme pronto a vivir aquí. La luz de la mañana es efímera y comienzo a entender la tristeza de sus rostros. En invierno, todos parecen deprimidos. Todos juran haberlo estado alguna vez. Permanecer aquí es duro para quien se acostumbra a vivir con luz. No me importa demasiado. Acostumbro a pasar mi vida entre paredes oscuras, cuartos mentales pintados de opacidad. Soy un sustituto.
Mi predecesor pidió una baja por depresión. No pagan mal, aunque llega a ser repetitivo. El invierno aún no ha llegado, al menos el invierno del que ellos hablan.
La redacción del Baltic Times está a una paralela de mi apartamento. Un apartamento soviético. Un estilo de vida nuclear, una taza de váter inhóspita. Las embajadas me bordean y en la calle solo encuentro coches lujosos, cristales tintados y mujeres rubias con piernas infinitas que beben vino en restaurantes de moda. No entiendo el idioma, aquí todo el mundo habla inglés cuando ve mi cara y los viejos borrachos balbucean entre gruñidos cuando no comprendo la antigua lengua del régimen.
Lluvia guarda silencio de camino al supermercado, un silencio que denota peligro, pólvora, drama. Un silencio que oprime cuando nos adelanta un grupo de bonitas chicas que dejan un halo de perfume. Princesas de finas y pálidas pieles que se reproducen allá donde vamos sin importar donde mire. Escucho el rechinar de sus dientes y noto la contención de su angustia cuando dice algo sin fuerza. Un sentimiento desconocido que no asimilo por mucho que intente ponerme en su pellejo. Su actitud me abruma. Es insultante la importancia que dan las mujeres a nuestras ganas de follar con otras. Lo realmente asombroso es que es todo acaba cuando se fijan en otro.
No es suficiente venir a este mundo con el único propósito de clavarla en un agujero. Con el tiempo, lo único que cuentan son un par de pelotas y una actitud ganadora de ver las cosas.
Comemos algo por el camino hasta llegar a un bar de moteros. Alguien actúa esta noche. Varios tipos montan una batería sobre un escenario. Uno de ellos lleva un sombrero de cowboy y en la pared hay fotos de estrellas de cine brindando con el dueño. Pedimos dos jarras de cerveza. No conozco a nadie. Krista, la chica de la sección de deportes, me envía un mensaje con la dirección de una fiesta. Unos músicos prueban ahora sonido y un viejo con la piel tostada y aspecto de apache entra y sale del local con un cigarrillo en la boca.
El lugar es tranquilo, nadie nos molesta. La cerveza nos apacigua, las palabras se reblandecen bajo la amarga saliva y no encuentro otro momento más oportuno para contarle la triste historia de mi vida.
—No sé qué decir, Martín. No esperaba escuchar algo así —contesta decepcionada.
—No puedo ser de piedra siempre —digo. Comienzo a sentirme arrepentido.
—Es jodido. No importa a quién te hayas tirado. Es jodido escuchar lo que has sentido por otra que no he sido yo, ya sabes. No sé. Me cuesta pensar que no eres exclusivo cuando estás conmigo.
—Ya.
—Idiota. Duele que tus palabras y tus gestos no sean únicos. Pensarlo, al menos —explica con un tono triste en su voz y da un trago—, que me digas lo mismo que a otras, vamos. Que no te pueda hacer sentir mejor.
La miro y doy otro trago en busca de una respuesta que no encuentro. Doy otro trago más. Caigo en la cuenta, que, maldita sea, está enamorada de mí.
—No lo entiendes. El pasado… es pasado, al menos para mí —esquivo los golpes, quitándole hierro a la situación.
—Quien no lo entiende eres tú, Martín. Pero da igual, no te esfuerces, eres un hombre. Jamás lo entenderías. Nunca podría ser tu novia.
Tras la cena, el viento gélido golpea los pómulos y nos movemos apretados hasta el MIIT donde se reúne la efervescencia del arte y la juventud suburbana que deja las bicicletas sobre placas de hielo. Krista escribe un mensaje preguntando dónde estoy. No sé cómo explicárselo a Lluvia. Pedimos pintas de cerveza. Al otro lado hay dos mujeres atractivas que bailan de un modo sensual y pinchan canciones de Youtube en un ordenador portátil. El lugar es pequeño, tiene el aspecto de un taller y una iluminación tenue y débil que roza la perfección para que el alcohol y las piernas nos lleven a lo más alto. Recibo otro mensaje de Krista, se ha ido con un tipo de la oficina, un tipo con nombre impronunciable al que llamo particularmente Pedro. Respiro, me excito, elevo mi vaso al cielo, giro en círculos cuando suena otra canción de Joy División y beso los labios de Lluvia, que ahora lleva una diadema robada en la cabeza y baila sensualmente en la penumbra. Agarro su muslo como si fuera un filete de carne, le chupo el cuello, arquea la espalda; rozo sus bajos, siento su lengua girando como un taladro, su mano en mi bragueta, mis dedos atravesando sus bragas. Suspiro excitado sobre ella y el calor de su cuerpo empaña mis gafas.
—Es hora de volver a casa —susurro.