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El aeropuerto de Bérgamo recuerda a una de esas cárceles donde los presos acampan a sus anchas durmiendo en esquinas orinadas o inyectándose caballo encima de excrementos ajenos. Cárceles que conozco gracias a los canales de televisión. Lugares que no existen y parecen reales. Aquí nadie inyecta nada pero muchos están tumbados sobre el suelo apoyando la cabeza sobre el equipaje de mano. Compruebo una vez más la salida de mi vuelo y faltan unas horas. Son las dos de la madrugada y el personal de limpieza enciende una sirena molesta y echa a todos los indigentes con billetes de avión que ocupan el suelo. En las televisiones solo hablan del tiempo y de Berlusconi. Un tufo a meado llega a través de una ráfaga vomitiva. Un indigente ebrio duerme en un banco de metal y grita moribundo cuando la gente entra y sale por las puertas corredizas. La corriente helada del exterior trastorna su cuerpo.

Pauso la lectura de un libro aburrido sobre un publicista en Madrid y fumo varios pitillos para matar el tiempo. Frente al aeropuerto no hay más que un centro comercial como los que hay en muchas ciudades cuando pienso que su ubicación es de lo más estúpida. Traspaso el control de seguridad, el tipo que vigila me cachea y obliga a dejar las gafas y algunas monedas. Está gordo y sudado y puedo reflejar mi cara en su frente.

No debe vérsela frente al espejo, pienso.

Una empleada italiana con el pelo cardado lee una revista del corazón. Veo mi bolsa pasando por la pantalla del escáner. Pienso indignado lo fácil que es hacer daño a alguien. Tres tipos con barba de pelo púbico y aspecto sahariano esperan retenidos al otro lado del control. El hombre continúa sudando y dice algo en italiano que no entiendo.

Chet Baker toca la trompeta en mis auriculares, contemplo dos plantas de tiendas con tópicos italianos y trajes para hombre. Salgo a fumar el último Marlboro en un cubículo de piedra y por encima de la música escucho conversaciones en diferentes idiomas. Hay un italiano hortera. Lo reconozco por el acento, un exceso de brillantina en el pelo, gestos corporales y el mal gusto para los zapatos. No importa lo italiano que sea. Es un hortera. Poco después, alguien se acerca y toca mi hombro mientras contemplo la figura de una chica con pelo corto que fuma un filtro alargado con ademanes de fulana.

—Martín, no jodas —dice una voz de ultratumba. Cuando me giro, encuentro a Rasputín junto a mí. Su nombre es otro, Rasputín fue el que le puso la comunidad pornográfica en Internet, quizá por su parecido con el ruso o puede que por la longitud de su rabo. Interesante relato breve. La chica de prácticas colgó un vídeo casero follando con él en el despacho del jefe, un deliz que costó despidos y cientos de euros en acciones legales. La parte positiva es que aún me río de todo aquello.

Afeitado, con un abrigo de paño, lo encuentro más delgado y decaído. Debe follar menos. Su olor es fresco y aguantable. Al mirar su rostro no puedo olvidar la imagen de Raspu introduciendo su barra de lomo en el ano de aquella rubia.

Estrechamos un abrazo, Rasputín saca un mechero y me da fuego mientras le cedo otro cigarro colocándoselo en los labios.

—Vaya. Debe ir bien la cosa, verdad —pregunta.

Tiro el humo y no sé qué decir sin ofender. Nunca sé qué decir sin molestar a nadie.

—Qué te trae por aquí.

—Unos días en casa. Después regresaré a Milán con mi familia.

—¿Familia? —pregunto confuso—. Cuando dices familia, te refieres a la familia.

—Martín, soy padre.

Sonreímos, nos abrazamos y todo cae en un suspiro de nostalgia cuando pienso que soy demasiado viejo al ver a Rasputín con un plan de vida normal cercano a la felicidad.

—No te voy a dar la enhorabuena —río—. ¿Qué hiciste para cagarla tanto? Tú eras de los nuestros, de no cruzar el límite.

—No sé, Martín. Encontré otro trabajo como publicista, me mudé de residencia, de país. Necesitaba un cambio en mi vida. Una tarde después del curro, me senté a pensar, abrí un botellín y llegué a la conclusión de que a la mujer de mis hijos no la encontraría en un bar. Después me equivoqué, pero aprendí que las cosas llegan si tienes fe. Solo tienes que estar atento, no perder tu momento.

—Bonita historia. Véndesela a FIAT para una nueva campaña.

—Joder, Martín. Tú preguntas, yo contesto.

—Y qué quedó de todo aquello de ser indomable, tío.

—Las cosas cambian con los años.

—Eras un tío enrollado, Raspu —digo anhelando los días de redacción en los que perdíamos el norte por los dormitorios de las estudiantes extranjeras.

—¿Qué pasa contigo? —pregunta molesto—. Dime que algo has cambiado.

En realidad, no lo he hecho.

—Sigo siendo el mismo de siempre. Las situaciones no me pueden, como a otros.

Rasputín se echa una mano a la cabeza y su cara refleja un gesto de burla e incomprensión que no me gusta nada.

—Joder, Martín —ríe—. Espero que pronto encuentres a la chica adecuada y sepas verla con tus propios ojos. Sería un error por tu parte pretender ser quien eras. Ya no perteneces a ese mundo, nunca más. No eres un estudiante, no puedes permitirte ciertas licencias. Aquello fue divertido, pero todo se acaba en algún momento. Quédate con eso.

—No. Eres tú quien lo ha terminado.

Una voz femenina habla en inglés por un altavoz alertando de que mi vuelo está a punto de salir. Miro el reloj, no soy consciente del tiempo que ha pasado. Digo adiós a una persona desconocida que ocupa el cuerpo de un viejo amigo y me introduzco entre la muchedumbre que me arrastra de vuelta a casa.