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El objetivo de una cámara de vídeo apunta hacia mi cara. Tres metros separan mi cuerpo de ella. Tengo resaca de haber bebido litros de vodka. El cráneo me arde como un microondas vacío y mis extremidades están precintadas con cinta plateada.

Deduzco que hemos regresado al motel por el diseño de las cosas que me rodean. Estoy confundido. Las paredes tienen un cálido color magenta y el mobiliario es austero y del mismo tono. Todo parece de goma de mascar, blanda y maleable, y no es así. Todo resulta como el escenario de un cuento infantil para niños que han crecido demasiado y las habitaciones de este motel son el último lugar donde sentirse protegidos.

Sentado en la cama observo frente la ventana y no veo más que un cielo dormido que omite mi último adiós. Él también me da la espalda, pienso. Compruebo la cámara desde mi posición. Cualquier movimiento plano solo me lleva al suelo. El tacto de la colcha es áspero aunque no tan rugoso como la antigua. Pienso en una tortura limpia, indolora, inodora. Pienso en una compresa limpia. También pienso en un secuestro rápido. Imagino el otro lado de la puerta. Penélope y Rufus piden un rescate telefónico a cambio de cientos de miles de euros en una bolsa de basura. Un rescate al que nadie atiende al otro lado del teléfono con una bolsa de basura. No me importa morir si alguien costea mi vida en un precio de cientos de miles de euros en una bolsa de basura. Otros han muerto por menos dinero.

Quiero sentirme nervioso, matarme a mí mismo de un paro cardíaco, tragarme la lengua, hacer que mis ojos exploten. Una de las cosas más difíciles de esta vida. Escucho la muerte caminar a mi alrededor.

Flexiono las rodillas y guardo el equilibrio al levantarme lentamente. Me acerco a la ventana en pequeños saltos. Compruebo la distancia y calculo la posibilidad de incorporarme de nuevo. El tiempo y las oportunidades son escasas. Oigo pasos que corretean las habitaciones de la primera planta.

Impulsándome sin éxito como un proyectil espacial, empotro mi cabeza contra la parte inferior de la ventana. Oigo el crujir de los cristales, chupo la sangre metálica que se derrama por mi sien. Rompo la ventana en cristales diminutos que caen sobre el suelo y otros que se mantienen afilados como puntas de iceberg. Un denso cauce se derrama por encima de mi ojo y mi camisa lo absorbe como un tampón.

Mi cabeza escupe sangre como una cañería quebrada pero logro mantenerme en pie. Rasgo el adhesivo de mis muñecas con los vidrios de la ventana y libero mi cuerpo. Con la cabeza bajo el grifo, cubro el cráneo con un rollo de gasa que encuentro en el cuarto de baño. El escozor es profundo y me retuerzo sobre el marco de la puerta intentando aguantar este sufrimiento.

Agarro un cacho de vidrio partido y salgo al corredor. Las puertas son de colores y el gato que esperaba sobre la baranda ahora está muerto o ni siquiera existió. Trato de pensar con rapidez cuando sus sombras pisan mis talones para llevarme a la tumba. Tengo que llegar a la habitación donde me encontraba antes de largarme. Pasos que suben peldaños con lentitud, gritos de tortura proceden del piso inferior. Hago un esfuerzo y atiendo a lo que dicen pero estoy mareado y todo es más confuso de lo habitual. Una fila de entradas de colores me desafían como un cubo de Rubik desarmado. Olisqueo varias de ellas en busca de pintura fresca pero todas huelen igual y no estoy más que gastando el poco tiempo que me queda. Azul, amarillo, rojo. Mierda.

En el archivo fotográfico mental todo está confuso. Una ráfaga de olor me recuerda a aquel tipo que pintaba el interior de las habitaciones. Mi estancia fuera ha sido suficiente para cambiar el color de los cuartos. Sin más dilación, decido tumbar la única puerta que encuentro entre los colores azul y amarillo. Rompo la cerradura de una patada. Encuentro una sala de control, nueve pantallas de televisión y una filmoteca de cintas caseras ordenadas como expedientes personales. Un tipo toca el saxofón en una reunión familiar, alguien acerca una tarta de cumpleaños a un joven de pelo corto; un hombre de pelo canoso se deja ganar en una partida de baloncesto con alguien que parece su hijo; alguien estafa en un salón de máquinas tragaperras; el mismo tipo de gafas abre la caja registradora de una franquicia de ropa; una chica rubia entretiene al dependiente. Su aspecto me resulta familiar. Cintas aleatorias de vidas anónimas que corren las nueve pantallas como prácticas antropológicas de universidad o mero material fetichista. Leo recortes de prensa que hay sobre una pared donde se cruzan hilos y flechas pintadas con rotulador que unen historias y dramas sobre personas fallecidas, caras que no conozco; recortes impresos de Internet, fotos de perfiles y números de teléfono escritos a mano en servilletas. Una noticia recortada de 2007 en la esquina inferior. Alguien ha rodeado mi cabeza en una fotografía junto al personal de la empresa.

Hay una caja junto a la mesa de control, encuentro varias cintas con fechas escritas en rotulador. Introduzco una cinta. En uno de los monitores centrales aparecemos Lluvia y yo a lo lejos, sentados en el banco de un parque rodeados por una fuente de nenúfares. Un corte niebla la pantalla y entonces aparece mi rostro fumando un cigarrillo mientras Lluvia espera en una boca de metro. Secuencias de mi vida desde un ángulo objetivo. Ansioso, reproduzco otra cinta y en un monitor de la esquina alguien ha colocado una cámara en la azotea del edificio. Malamente se me aprecia entre la noche, vestido con un chaquetón negro simulando hablar por teléfono; mi persona frente al portal del hostal fumando otro cigarrillo y marcando de nuevo el teléfono hasta que subo a un taxi que se detiene y huyo; una ambulancia aparece minutos después de haberme marchado; un recepcionista hablando con alguien que pasa por allí; la ambulancia abandona; varios tipos con chaqueta y un coche de policía.

Doy un golpe a la caja, las cintas se desparraman sobre el suelo y caigo abatido sobre una silla de estudio. Echo las manos sobre la cabeza y solo quiero gritar aunque me maten por ello. Me orino encima lentamente. El chorro caliente recorre mis pantalones mientras recuerdo a aquel estudiante del que ya no siento lástima y al que solo respeto. La bruma me absorbe en un momento tan crítico donde nada tiene sentido y hay un charco alrededor de mis pies.

El silencio rodea el cuarto, la última cinta salta y siento la presencia de alguien que espera al otro lado de la puerta.

El tipo de la sudadera y gafas de sol entra en la habitación y descubre su cara. Tiene la cabeza afeitada y su cráneo parece un hueso de aceituna de proporciones desorbitadas. Un ciervo sin cabeza recorre su clavícula.

El tipo de la sudadera y gafas de sol sostiene un revólver dorado con un cañón alargado como los que aparecen en televisión. Es la primera vez que veo uno y me acojono paralizado. Es Rufus.

—Eres tú.

Guarda silencio.

—Vas a matarme, verdad.

Siempre nos resulta estúpido preguntar algo así hasta que la duda nos consume.

Rufus monta un trípode que guarda en una funda. Abre el armario de la habitación. Durante segundos descuida su visión cuando alcanza uno de los armarios. Sin dudarlo, me abalanzo contra él y lo derribo contra el suelo. Forcejeamos, su pistola salta en el aire y se resbala varios metros. Clavo el vidrio en su puño y lanza un grito tan fuerte que siento el vibrar que emana su pectoral. El cristal corta mis dedos. Le asesto una patada en la cara y recupero la pistola abandonando la habitación, corriendo por el largo pasillo, buscando una maldita salida. Pataleo a zancadas como una mano acelerada que toca jazz en su piano hasta alcanzar el exterior.

La respiración se detiene de un soplo.

Una carretera.

Un árbol frente al infinito.

La luz dorada del atardecer.

Penélope.

Penélope fuma un cigarrillo apoyada en la puerta del restaurante con forma de salchicha. Lleva un delantal de cocina y una falda corta. Su figura es frágil, brillante en la lejanía como lo es mi confianza en ella. Caminando sobre la grava, cada paso rezumba junto al chasquido de un cigarrillo que prende en silencio. El pañuelo rojo de su cabeza desvía mi atención. Cuando me doy cuenta, Penélope me encara ofreciendo un cigarrillo.

—Penélope —digo soltando una bocanada.

—¿Martín? —sonríe.

—Qué es todo esto, Penélope.

—No sé de qué me hablas, vaquero.

—Entiendo.

Fumamos en silencio, saco el revólver y encañono su entrecejo con firmeza.

—Ya no importa si lo hago, verdad.

—No lo harás —contesta sosteniendo la mirada.

—¿Cómo puedes estar tan segura, zorra? —pregunto.

Frío. La hemorragia de la cabeza me provoca temblores en el cuerpo.

—No puedes amar, Martín.

—¿Qué?

—Y las personas que no aman… pagan sus pecados en el infierno.

Penélope apaga la colilla de un pisotón. El aleteo de la mariposa cruza su cabello, el último resplandor de la tarde posa sobre la mano que encañona su cara. Las montañas se estiran formando figuras oblicuas en el paisaje, el gato blanco maúlla retozando entre sus patas, los colores abandonan su viveza por un brillo detonante de tonalidades saturadas. Formas, luces, rostros y carne muerta. Imágenes disparadas en un líquido viscoso de color morado que me nubla, arrastra mi mente a un precipicio y explota volándome la tapa de los sesos.