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Las habitaciones de los moteles de carretera son el corazón de uno mismo. Austeras, rígidas y frágiles. Podrían estar decoradas de pinturas al óleo y muebles de diseño, mesas de IKEA y ediciones cuidadas de libros sobre la mesilla. Podría haber un Macintosh portátil de gama alta en el escritorio y algunas camisas Ralph Lauren dentro del armario corredizo. Sin embargo, seguirían siendo austeras, rígidas y frágiles. Si la mirada es el espejo del alma, una habitación de motel es el rincón más oscuro del corazón.
Nadie sabe de qué está hecho hasta que entra en una de ellas.
El tacto de la colcha de la cama es áspero y pica. Frente a mí, una ventana rectangular con una cortina corrida de licra roja. El tacto me transporta a ropa interior femenina y a sexo nocturno. El anuncio que encontré en Internet no hacía mención a materiales y tonalidades.
Percibo que, como en la cortina, el color que predomina en este estrecho habitáculo es el rojo. No me importa demasiado. Ni siquiera sé si me gusta. De niño mi madre preguntaba qué color prefería cuando le acompañaba a comprar ropa.
Nunca supe qué decir.
Ahora tampoco.
No odio el color rojo.
El rojo es un color cálido.
Huele a humedad y una cucaracha sale de una grieta.
La maleta está sin abrir junto a la cama. Es de cuero y rectangular y guarda emociones cosidas por una cremallera. Un escritorio minúsculo y carcomido roza sus patas con las de la cama. El colchón es duro. Siento el culo como si estuviera sobre una caja de cartón.
Me imagino a mí mismo sobre una caja que dice ‹‹Frágil››.
Un cartel luminoso con las palabras Motel Malibu muestra intermitente letras de colores que se alternan. Recuerda a carteles de prostíbulos de carretera que inundan todas las carreteras costeras del mundo, al menos las del mundo que conozco. Motel y Malibu son dos palabras afrodisíacas que recuerdan a puticlub.
Observo al otro lado del cristal. Una salchicha gigante absorbe mi atención. Una Frankfurt metálica cubre el tejado del único bar de carretera que hay por aquí, una longaniza enorme que me engulle. En el aparcamiento, un par de furgonetas y unos tipos que fuman apoyados en la parte trasera. El cielo está despejado y se despide cambiando de tono mientras escucho algunos pasos que vienen del otro lado de la puerta.
Disfruto lo que veo.
Todo ocurre despacio.
La palabra lento es demasiado rápida para una definición exacta. El vello de mis brazos se eriza y por un instante quisiera quedarme para siempre. Morir aquí sentado, intacto.
Lanzo el teléfono sobre la cama al comprobar que no tengo señal. Nadie podrá llamarme. Es la primera vez que siento algo así.
Libre y solitario.
A veces pienso que las personas que me rodean no desean ser libres porque temen la soledad. No recuerdo la última vez que vi un teléfono apagado. Maldita sea. Es una adicción extraña que te obliga a pensar en ella en cuanto intentas matarla. Me gustaría saber qué se siente al esnifar cocaína, qué se siente cuando la has esnifado toda y no te queda y entonces ansias esnifar más.
Saco una Polaroid de la bolsa y pongo un carrete de película. Es el último. Me acomodo en el colchón, frente a la ventana; capturo por el objetivo lo mismo que fotografiaba en mi retina minutos antes y disparo.
Mientras espero que los químicos actúen, pienso en la última vez que utilicé la cámara. Made in China, comprada en una página de artículos de segunda mano. Era joven y lo suficiente moderno para desperdiciar el dinero sin importarme demasiado. La última vez que funcionó, un desconocido nos fotografiaba a Lluvia y a mí en la playa. Recuerdo el olor a coco de la orilla.
Cuando observo el resultado me toco el pelo y percibo que los colores están desgastados como si alguien hubiese visto lo mismo que yo con un alto grado de miopía, es decir, como si yo mismo viera lo antes visto sin monturas.
Tendemos a imaginar moteles de carretera como lugares exóticos y entrañables en los que suceden historias interesantes mientras que llevamos vidas ordinarias de oficina. Bandas de atracadores reparten el botín en una habitación con jarrones de plástico, comerciales de concesionarios de segunda mano que se acuestan con fulanas para digerir la rutina del matrimonio; dos tipos como Beavis and Butthead viendo la televisión. Follar en este lugar siempre resultaría sucio. Me imagino follando con Natalie Portman y es sucio aunque platónico. Fotografiar lugares permite imaginar la historia que hubiese deseado. Puedo imaginar una noche con Natalie Portman sin que parezca vulgar y obsceno.
Fijándome en la decoración deduzco que llegar hasta aquí supone predisposición, anticipación a un acto y falta de respeto por el buen gusto y los diseños minimalistas. No concibo persona capaz de desplazarse hasta la nada sin que oculte algo perverso en su equipaje. No la concibo porque no conozco a mucha gente, tan solo una cantidad de nombres.
Los tipos moribundos vienen a lugares moribundos donde nadie pregunta por sus nombres y ellos tampoco lo hacen por los muebles.
No obstante, nada importa.
Todo está muerto.
Enciendo la televisión y no hay cadena que pueda sintonizar. Debería haber algún canal deportivo, informativo, porno. En televisión la palabra nunca, no existe, porque siempre hay porno. PORNO. Debo hablar con el recepcionista. El porno es el placebo de todo hombre angustiado, esté angustiado o no.
En el aparcamiento no hay ningún cuerpo flotando sobre una piscina enmohecida porque ni siquiera hay piscina o vida. Un fiambre tendría más actividad que este lugar de paso.
Ha pasado una hora y todo me parece aburrido. Siempre he soñado con terminar en algún lugar como este, de otra manera, ahogando mis días en whisky mientras termino mis memorias; siendo acuchillado por una puta; saliendo en portada de los diarios regionales.
Nunca de este modo.
Sin porno.
Abro uno de los bolsillos de la maleta. Recojo un pequeño cuaderno negro y me recuerdo lo cobarde que soy, que era, que he sido siempre. No existe otra razón por la que he llegado hasta aquí. Me pregunto si Lluvia habrá notado mi ausencia, si una nota en la nevera hubiese sido suficiente para decirlo todo de golpe; si llorará en la bañera borracha del vino de las celebraciones o ya se habrá cortado las venas.
Quisiera poder llamarla y describir lo que veo con todo detalle.
No puedo hacerlo. Por eso estoy aquí.
Me siento en el escritorio y empuño un lápiz que dice Motel Malibu. Es casi tan viejo como el cartel que hay fuera.
En un curso de motivación laboral que el departamento de recursos humanos de la empresa organizó en 2009, aprendí que, elaborar listas positivas y negativas, ayudaba a vencer nuestros temores. Plantear una situación, escribir pros y contras a ambos lados. Sopesar. Sustituir el peso negativo por actividades que equilibraran la lista y recompensarnos como hacen en el zoo con las focas. En otro curso sobre grupos de trabajos que impartió una empresa norteamericana en 2011, aprendimos a respirar profundamente dos veces antes de emitir un juicio. Una carga de H2O directa al cerebro. Suficiente para aplacar la negativa de nuestro interlocutor; romper con una espiral de conflicto que diese lugar a un mal entendimiento.
Jamás aumentaron mi sueldo.
Marco una línea de carboncillo que divide la página en dos partes y respiro profundamente. La gente suele encontrar su autoestima cuando menos la necesita, y no soy una excepción.
El maldito lápiz parece de plomo cuando trato de ser honesto. Me resulta vergonzoso.
Necesito beber algo.
Comienzo una lista de razones positivas en mi situación y alguien golpea la puerta como si se lanzase contra ella.
Dejo el lápiz sobre el escritorio y giro la cabeza.