26. La traición

Ruslan partió con Ieraks para incorporarse a la tropa de Vladi, que regresó a Dagor. Radomir pasó el invierno en Dalvai y, en primavera, volvió a los montes, para supervisar la explotación del oro en el yacimiento concedido a los varik. Con el deshielo, Vladi recibió un mensajero de Sarlov. Los jinetes atacaban de nuevo. Los señores rurales no habían aceptado que los pastores nómadas invadieran sus tierras, los jinetes se habían defendido con las armas y el conflicto estallaba otra vez. En esta ocasión, el peligro era mayor, pues varias tribus de la estepa se habían confederado bajo el mando de uno de sus reyezuelos y estaban formando una gran horda. Vladi armó su ejército, reclutó nuevos guerreros entre las poblaciones del Norte y partió en primavera.

Glinka se mostró entusiasmado.

—¡Ahora me enfrentaré con esos salvajes jinetes! —dijo a Ruslan y a Ladislav—. Veréis como no tienen nada que envidiarme.

—¿También sabes disparar el arco en pleno galope? —le preguntó Ladislav para incitarlo.

—Mmmm, ¡claro que sé! ¿Acaso lo dudas? Te lo demostraré.

Glinka se lo demostró. El primer día que se detuvieron en un lugar lo bastante amplio, el joven buscó una campa despejada. Tomó su arco y su carcaj y montó a caballo. Ladislav preparó un blanco, colgando una rodela de un árbol. Habían apostado que si Glinka vencía y daba en la diana, Ladislav le regalaría su preciosa espada. Si, por el contrario, fallaba, él debería regalarle a Ladislav su jabalina. Cuando Glinka se dispuso a emprender el galope, una multitud de guerreros se agolpó para verlo, animados ante el inesperado espectáculo. Igor y sus secuaces se aproximaron y miraron al jinete con suficiencia.

—¿Vas a hacer honor a los de tu tierra? —lo retaban.

Glinka les sonrió desde lo alto de su corcel, orgulloso.

—Voy a hacer honor a esta tropa —repuso, con aplomo.

Ruslan lo miró. Siempre tenía que llamar la atención. Pero, en aquel momento, montado en su alazán y armado con su arco, su cuerpo ágil y flexible cimbreando con el viento, Glinka parecía un ser sobrenatural.

Ganó la apuesta. Manteniendo la velocidad de su caballo, cabalgó sin tomar las riendas, ciñendo sus muslos al lomo del animal. Tensó su arco, apuntó con precisión y disparó. La flecha alcanzó el escudo muy cerca de su centro, y todos los presentes lo aclamaron ruidosamente.

Aquella noche, Igor celebró una de sus fiestas para agasajar a Glinka, y todos los bisoños y los jóvenes de la tropa se reunieron alrededor de su tienda. Ruslan acudió, por su amigo, pero se fue pronto, asqueado.

—Tu amigo no te aprecia mucho... —susurró Igor al oído de Glinka, que se sentaba a su lado—. Mira cómo ha marchado. Yo diría que tiene celos de ti.

—¿Ruslan? ¡No! —exclamó Glinka, desenfadado—. ¡Él jamás me desearía mal! Lo que pasa es que no le gustan las fiestas ni divertirse, ¡ja, ja, ja!

—No seas ingenuo, Glinka —continuó Igor—. Tú piensas bien porque eres de noble corazón. Pero te digo que Ruslan es extraño y resentido... Sólo busca su propia gloria y halagar su vanidad. ¿No ves qué aires gasta? ¡Y es sólo el hijo de un Leñador! Se cree mejor que nadie... No te fíes de él.

—Bobadas —repuso Glinka, frunciendo el ceño. Las palabras viperinas de Igor comenzaban a causarle malestar—. No lo conoces.

—Creo que lo conozco mejor que tú —dijo Igor—. Es un adulador, ¿no ves que siempre está lamiendo los pies a los capitanes? Pero voy a decirte algo más, Glinka...

El joven lo miró. Estaba muy bebido y no percibió el eco siniestro de las palabras de Igor.

—El día que yo sea rey, y no pasará mucho tiempo sin que esto suceda, tú serás capitán de mis tropas y comandarás mi caballería. Eres el más capaz, y hoy lo has demostrado... Nadie mejor que tú podrá dirigirla. Recuerda mis palabras.

—¡Eso está bien! —exclamó él, levantando la voz, incautamente—. ¡Capitán de la caballería!

—¡Eso es! —coreó Igor. Y, poniéndose en pie, levantó su vaso—. Muchachos, vamos a brindar. ¡Por Glinka, nuestro futuro capitán de caballería! Y por nuestra tropa. ¡Por nuestro futuro, por nuestros sueños... y por nosotros!

Todos lo secundaron, brindando y vitoreando ruidosamente al príncipe y al joven jinete. Glinka reía, inconsciente y feliz, en la nube de su alegre embriaguez, como un muchacho al que acaban de prometer el mayor regalo del mundo.

Alcanzaron Sarlov y Vladi pudo comprobar cómo la situación de la región era desesperada. Los jinetes saqueaban aldeas y ganado con rápidas incursiones. Toda la población vivía atemorizada, hasta el punto de que muchas cosechas se estaban abandonando y el ganado no se llevaba a pacer. Los campesinos temían alejarse de sus poblados ante cualquier ataque inesperado de los feroces nómadas.

Vladi quiso enviar espías al enemigo, pero el gobernador de Sarlov lo disuadió.

—Jamás regresarán. Los matarán y los torturarán. Yo mismo envié a un par hace semanas, y regresó un solo caballo, con los cuerpos descuartizados.

Vladi frunció el ceño.

—¿Qué clase de estrategia podemos trazar, si no conocemos nada acerca de su tropa?

—Desengañaos, señor —dijo el gobernador—. Lo suyo no puede llamarse tropa. Kader y sus hombres lo saben bien. Atacan en hordas descontroladas, que arrasan con todo cuanto tocan, como una marabunta o una plaga de termitas. Son un azote de los dioses, nada los detiene.

—Pues hemos de detenerlos —contestó el rey, con resolución, y miró a sus capitanes.

Kader permanecía impasible. Boris se mostraba preocupado y Boiak, el fornido joven de la cabeza rapada, ardía en deseos de entrar en acción.

—Si ellos son incontenibles, nosotros también hemos de serlo —dijo Boiak—. Es la única forma de frenarlos. El fuego corta el fuego.

Por más que pensaron, nadie dio con una idea mejor que la del impetuoso capitán.

El día del combate amaneció, templado y neblinoso. El sol asomó entre jirones de nubes purpúreas y un aire cálido del sur barrió los campos, murmurando ecos de muerte entre los árboles del bosque. Mientras Ruslan se colocaba las armas, miró al cielo y tuvo un funesto presagio. Aquélla debía ser una jornada de sangre. Más tarde, Ruslan desearía que aquel día se borrara para siempre de su historia.

Habían acordado combatir juntos. Ruslan agrupó a todos los que quedaban del escuadrón de Dalvai: algunos de los Muchachos, Ladislav, Ieraks, Pakomi y Hirson. A ellos se sumaron Anatoli y sus compañeros de Valmir.

—Recordad a Radomir, nuestro capitán, y la máxima del Escuadrón Temerario —los aleccionó Ruslan—. Luchemos en un grupo apretado, sin separarnos. Nadie debe pasar entre nosotros. Ante un embate como el que nos espera, es la única manera de resistir. ¡Todos como un solo hombre! Y recordad la regla de oro...

—¡Nunca abandonar al compañero caído! —exclamaron todos a una. Juntaron sus manos y se abrazaron unos a otros, antes de montar en sus caballos y emprender la marcha.

—¿Dónde diablos está Glinka? —preguntó Hirson, de pronto.

Todos se miraron, un tanto desconcertados. Cierto, ¿dónde se había metido su arrojado amigo?

Glinka no tardó en aparecer.

—Hoy no lucharé con vosotros —les dijo, sonriendo con su media mueca traviesa—. El príncipe Igor se muere de miedo... Él y sus compañeros me han pedido que cabalgue con ellos.

—¿Y has aceptado? —le preguntó Ladislav, mirándolo de hito en hito.

—Sí, ¿qué tiene de malo? Son tan cobardes todos, que aún me cubriré de gloria, combatiendo a su lado. ¡Quién sabe! Tal vez tenga el honor de salvar la vida al futuro rey de este país...

—No me lo puedo creer —murmuró Pakomi, moviendo la cabeza.

—Glinka, ¡estás loco! —le reprochó Ruslan—. No debes luchar con ellos... Tú perteneces a este grupo. Igor y sus compinches te dejarán en la estacada, solo no podrás hacer nada... ¡No seas insensato!

Glinka sonrió, burlón.

—Vamos, Rus. No es para tanto. Sé lo que me hago. ¿No estarás algo celoso?

Ahora Ruslan lo miró, incrédulo y dolido.

—¿Cómo puedes pensar eso, Glinka? ¡Jamás te aconsejaría algo que pudiera perjudicarte!

—Entonces —repuso él—, no me impidas que labre mi camino. Tú ya tienes el tuyo bastante claro... Yo, también.

—Glinka, te has dejado embaucar por sus palabras engañosas. ¡Todo es una fábula! ¡Despierta!

Glinka se enojó de repente.

—¿Una fábula? ¿Me crees idiota? Ruslan, ¡no eres quién para decirme qué debo hacer! Tú también tienes tus sueños y tus ambiciones, ¿no es cierto? Además, ¡no eres nuestro capitán!

Ruslan retrocedió, herido, y movió la cabeza.

—No..., no lo soy. Sólo he hablado como amigo tuyo.

—Está bien —Glinka asintió, con impaciencia—. No me lo tomaré como una ofensa. Pero yo también tengo otros amigos fuera del escuadrón, al igual que tú... Y hoy combatiré a su lado.

Se disponía a marchar, cuando Ruslan lo alcanzó de un salto.

—Glinka, no te vayas así. Dame un abrazo.

Glinka lo abrazó a regañadientes, con cierta frialdad, y se alejó a toda prisa, sin mirarlo.

Con el corazón destrozado, Ruslan se aprestó para el combate. Miró a sus compañeros, que lo rodeaban, y montó a caballo. Haciéndoles una señal, se lanzó al galope. Todos fueron tras él.

Tal como dijera el gobernador de Sarlov, la horda de las estepas era una tempestad desatada de furia incontenible y sin orden alguno. La tropa de Vladi se dispuso a resistir. Boris pensó una estrategia de última hora y sugirió aguardar al enemigo a pie firme. «Si ellos comienzan cargando, perderán fuerza en el asalto», explicó. «Cuando estén a poca distancia, nuestros arqueros pueden causar las primeras bajas entre los jinetes de vanguardia, con lo cual su embate se verá entorpecido por los hombres que caigan. Entonces esperaremos con la infantería escudada, que atacará los flancos de los animales. Finalmente, el grueso del ejército contraatacará».

Ruslan admiró la inteligente táctica, que dio resultado al menos en su primera parte. Los dardos de los arqueros, causando numerosas bajas, redujeron la potencia del ataque. Pero la horda de jinetes era inmensa y rebasó todas las líneas de defensa del ejército de Vladi. La larga carrera, lejos de quitarles ímpetu, había hecho ganar velocidad al enemigo. El encuentro entre ambas fuerzas fue de extrema violencia. Ruslan se desgañitaba, recordando a sus amigos que debían combatir en grupo apretado, y esto los libró de perecer bajo la marea de jinetes armados con lanzas, sables y hachas de guerra.

En medio del combate, y cuando parecía que las hordas enemigas comenzaban a clarear e incluso a retroceder, Ruslan vio algo que le heló la sangre en las venas. Otro grupo no lejos del suyo combatía encarnizadamente, ganando terreno al adversario. Ruslan distinguió al príncipe Igor, que luchaba rodeado de su grupo de fieles adeptos. Entre ellos destacaban Boiak, que blandía su hacha causando estragos aquí y allá..., y Glinka, quien combatía en primera línea, abriendo camino con su larga espada y enardeciendo a sus compañeros. En un momento dado, el grupo de Igor quedó aislado, y Glinka señaló a otros jinetes a cierta distancia de ellos.

—¡A por ellos! —gritó, mirando a sus compañeros—. El campo es nuestro... ¡Avancemos!

Los demás lo vitorearon e hicieron ademán de seguirlo. Glinka espoleó a su corcel y salió disparado como una flecha, por encima de cadáveres, caballos caídos y combatientes de a pie. Pero nadie lo siguió. Igor retuvo a sus secuaces, ordenándoles permanecer junto a él, y Glinka cabalgó solo, directo hacia el enemigo.

Ruslan gritó. En medio del fragor del combate, su bramido desesperado murió, ahogado, mientras tiraba de las riendas de su caballo y se disponía a seguir a su amigo. Ladislav y los demás intentaron detenerlo en vano. Ruslan cabalgó como poseído mientras contemplaba, con los ojos arrasados en lágrimas, como Glinka caía sobre la grupa de su alazán, derribado por una lluvia de flechas.

Llegó junto a él y desmontó de un salto. Glinka se retorcía a los pies del caballo, arrancándose las saetas que erizaban su coraza. Ruslan se arrodilló a su lado y, agarrándolo por las axilas, lo sostuvo entre sus brazos.

—¡Glinka! Soy yo... Resiste, Glinka. Estoy contigo.

Él sonrió, con una mueca de dolor.

—Ah, Rus... Sácame esto de encima. ¡Maldita sea, cómo duele!

Ruslan intentó extraerle la última saeta. Glinka se desangraba por momentos y su hermoso rostro había perdido el color. Intentó mover la flecha, pero la tenía profundamente clavada en el pecho.

—El corazón... —murmuró Glinka, llevándose la mano al tórax—. Creo que lo tengo partido como una nuez...

Aún intentaba bromear, pensó Ruslan, y lo estrechó más contra sí, mientras un reguero de sangre, negra y brillante, corría por su peto.

—Quítamela, Rus —gimió él, cerrando los ojos.

Varios jinetes de la estepa se acercaron mientras Ruslan desprendía la coraza del pecho de Glinka. Cuando los vio, cercándolo amenazadores, Ruslan enarboló su espada y la volteó en el aire.

—¡Largaos de aquí! —vociferó, fuera de sí—. ¡Ya no podemos haceros nada! Id a luchar con los demás, ¡maldita sea! ¡Fuera! ¡Fuera!

Los jinetes no podían comprender sus palabras, pero los miraron con curiosidad y decidieron continuar su camino. Tal vez consideraron que aquel joven herido de muerte y el muchacho que lo defendía con tal vehemencia eran poco menos que inofensivos.

—Ruslan..., ponte a salvo —murmuró Glinka, con voz quebrada—. Yo voy a morir... Pero tú corres peligro.

—Nunca abandones a un compañero caído —replicó Ruslan, sollozando, y apretando a su amigo contra su pecho—. ¿No lo recuerdas? Es nuestra regla de oro...

Glinka sonrió de nuevo. Y, esta vez, una dulce placidez bañó su rostro.

—Ah, Rus... Cuánto hemos pasado juntos... ¿Recuerdas... la primera vez que combatimos...? Yo te enseñé a manejar la espada... Y luego vino Ladi... y los tres nos convertimos...

—... en un ariete mortal —continuó Ruslan, mientras las lágrimas corrían por su rostro.

—Rus..., no llores. Yo estoy bien..., creo que ya no siento dolor... Rus, ¿recuerdas...?

Y mientras el combate se libraba a su alrededor, en medio del estruendo de la lucha, el clamoreo, el entrechocar de las armas y el retumbar de los cascos de los caballos, Ruslan revivió, junto a su amigo, los momentos más inolvidables que habían pasado juntos. Glinka susurraba, con dulzura. Su voz era apenas un rumor, pero Ruslan sólo le oía a él, mientras lo sostenía en su regazo y con su mano intentaba contener, inútilmente, la sangre que manaba del pecho malherido. Hasta que Glinka se detuvo. Hizo un esfuerzo para tomar aliento.

—Dile a Vanushka...

No pudo seguir. Jadeó y sus ojos se clavaron en Ruslan, suplicantes.

—Se lo diré —prometió Ruslan, llorando—. Glinka, por favor. No nos abandones...

Glinka sonrió por última vez y cerró los párpados. Ruslan se inclinó sobre él. Con la mano ensangrentada, acarició aquel rostro amado, aquellas facciones hermosas que tantas veces lo habían acompañado y habían reído con él. Ahora sonreían a la misma muerte. Lo besó suavemente en los labios. Glinka no volvió a abrir los ojos y su cabeza, inerte, cayó dulcemente sobre el pecho de Ruslan.

Ruslan miró hacia el cielo y gritó. Y con aquel grito voló toda su rabia, su impotencia y su dolor. Clamó contra los dioses y contra los hombres por el absurdo inmenso y lacerante, por el mazazo cruel, por su abandono y por la soledad y el vacío ante la muerte de su amigo caído. Y permaneció abrazado a su cuerpo, protegiéndolo con su escudo, hasta que el combate llegó a su fin.

Fue Pakomi, Brazos de Hierro, quien lo encontró. Ruslan no quiso moverse del lugar hasta que, entre varios, trasladaron el cuerpo de Glinka de regreso al campamento. Aturdido por el dolor, apenas fue consciente de que habían vencido la batalla. Y vio, sin verlos, los rostros ensangrentados y exhaustos de Boris y Kader, de sus compañeros Hirson, Ieraks y algunos de los Muchachos, de Anatoli, que también había sobrevivido. Vio que se llevaban a Ladislav, junto con los demás heridos, en unas angarillas. Oyó, muy lejanos, las voces y los comentarios. «El muchacho ha luchado como un héroe...». No sintió pena, ni orgullo, ni alegría. Sólo en otra ocasión se había sentido así, como si le hubieran arrancado de cuajo el corazón. Había sido el día en que supo la muerte de su padre.

Entonces, algo lo hizo reaccionar. Fue cuando divisó a Igor y a los suyos. Cubiertos de polvo y sangre, regresaban en sus caballos junto a Boiak, el joven capitán del cráneo pelado. Apenas los vio, la ira saltó dentro de él. Igor debió de percibir algo, porque se volvió a mirarlo. Ruslan clavó sus ojos grises en el joven príncipe. Los ojos grises como dardos de hielo. Igor apartó rápidamente la mirada, incómodo, y se alejó. Apenas prestó atención al cadáver de Glinka. Y Ruslan volvió a sentir cómo se encendía la vieja llama del odio en su interior.

Ruslan regresó a Dalvai a finales de verano. Estaba decidido a continuar su vida en el ejército, fuera a donde fuera que lo enviara el rey. Daría su vida, si era preciso, por defender a su soberano e impedir que aquel sobrino desalmado con aspiraciones regias llegara algún día a ocupar el trono. Y, en su interior, barruntaba su revancha con frialdad.

Fue a la hacienda de Melian con Radomir, que decidió viajar unos días a ver a su esposa desde las explotaciones de oro. Los acompañaban Dalebor y Ieraks. Cuando se presentaron en la granja, Melian supo por su aspecto que algo había sucedido.

Abrazó a su esposo, saludó cariñosamente a Ieraks y a Dalebor y estrechó contra su pecho a Ruslan, a quien besó con afecto. Entonces los miró.

—¿Dónde está Glinka? ¿Por qué no viene con vosotros esta vez?

En aquel momento se acercaban algunas criadas y la misma Yvanka, que venía de los campos, seguida por los chiquillos. Radomir y sus compañeros se miraron, consternados.

—Glinka... —murmuró Radomir—. Glinka cayó en combate, contra los jinetes.

—¡Oh, dioses! —exclamó Melian. La mujer no pudo contener sus lágrimas y Radomir la abrazó de nuevo.

Yvanka había escuchado las palabras de Radomir muy pálida, sin decir palabra. Mientras los criados se lamentaban y se deshacían en condolencias, la muchacha desapareció.

Ruslan no tardó en echarla en falta. Preguntó, pero nadie la había visto. Recorrió toda la casa, buscó en su alcoba, en el huerto... Con creciente angustia, salió al campo y tomó un sendero que conducía a los pastos de la montaña. No tardó en descubrir su rastro, siguiendo las altas hierbas aplastadas, monte a través.

La encontró en medio de una pradera donde solían apacentar el rebaño. Era aquel prado de yerbas tiernas y jugosas, que moría en suave pendiente junto a un arroyo. Yvanka estaba tendida en el suelo, enroscada como un bebé, con los puños cerrados contra su pecho. Se había deshecho la trenza, a fuerza de mesarse los cabellos, y lloraba con gemidos desgarradores, como jamás Ruslan la había visto.

—¡Yvanka!

Ella no lo miró. Su cuerpo se estremecía en violentos sollozos y murmuraba algo que Ruslan no acertaba a comprender. Se arrodilló junto a ella y la abrazó.

—Yvanka..., sé fuerte... Él... él estará siempre con nosotros. ¿Sabes? Él... él me dijo que...

No pudo seguir. Estrechó más a su hermana y lloró a su lado. Entonces vio algo que ella aferraba en sus manos. Era el colgante de la piedra verde. Yvanka lo estrujaba y se lo llevaba a los labios, besándolo una y otra vez.