11. La toma de Vaki
El rey Vladi había plantado su campamento militar a poca distancia de Vaki. La ciudad se elevaba en un altozano rodeado de un llano que, a su vez, formaba una gran cuenca entre montículos boscosos. Con buen ojo, Vladi había ubicado su base de operaciones a una cierta altura, desde donde se podía controlar perfectamente la ciudad. Vaki no era, ni mucho menos, tan extensa como Dazil, aunque sí mucho más apretada. La población estaba circundada por una empalizada de troncos de madera, de extremos afilados y endurecidos. Su elevación y esta muralla la hacían un objetivo un tanto difícil. Pero el rey había meditado largo tiempo sobre ello. Tan pronto llegó la tropa al mando de Boris, se reunió con los capitanes y les expuso su plan.
Cuando hubieron acampado, Radomir llevó a sus Muchachos hasta lo alto de uno de los oteros que dominaban el llano. Y aprovechó para impartirles sus primeras lecciones de estrategia militar.
—Fijaos bien, rapaces. Estamos ante una ciudad bien pertrechada y defendida, rodeada por una valla de afiladas estacas. ¿Cómo planearíais tomarla?
Los jóvenes se miraron, sin saber qué decir. No se les ocurría nada. Al final, todos dirigieron su mirada a Ruslan, quien ya se había ganado la fama de tener respuestas para todo.
El muchacho se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que... si la ciudad está tan bien defendida, lo primero será derribar las defensas.
—¡Exacto! —exclamó Radomir—. Pero, lógicamente, cuando las defensas caen, el enemigo reacciona... Vamos a ver, Ruslan. Imagina por un momento que tú eres un guerrero armado con tu espada, que es tu medio de ataque, y tu escudo, que es tu defensa.
Ruslan asintió y Radomir prosiguió.
—Imagina que alguien quiere atacarte, ¿qué harás?
—Me cubriré con el escudo y contraatacaré con la espada —respondió Ruslan, rápidamente.
—Perfecto. Ahora, imagina que tu enemigo golpea tu escudo y lo envía lejos de ti. ¡Te has quedado sin protección! ¿Qué harías?
Ruslan pensó durante unos segundos. Sabía que el capitán lo estaba poniendo a prueba.
—Me defendería con la espada, atacando con más furia aún —contestó.
Radomir sonrió y le dio unas palmadas en el hombro.
—Eso, Ruslan, es lo que tal vez harías tú, porque eres un muchacho arrojado y un tanto temerario... Pero no es esa la reacción de la mayoría de los mortales. En un caso así, cuando a alguien lo dejan al descubierto, el primer gesto, casi inconsciente, es recuperar el escudo. ¿No crees?
—Sí... tal vez sí —respondió el muchacho, pensativo.
—Tal vez no, ¡seguro! —exclamó Radomir, riendo—. Ah, cómo se nota que jamás has entrado en combate... La guerra no es tan heroica como la pintan, muchacho. En medio de la barahúnda, entre cientos de guerreros que se desplazan como un vendaval, no hay mucho tiempo para reflexionar y maniobrar. Las primeras reacciones siempre son decisivas. Y lo que hacen los hombres de vanguardia, los demás lo secundan... Esto es lo que ocurrirá en Vaki, Muchachos.
Radomir continuó explicándoles la táctica que había planeado el rey Vladi.
—El rey se acercará por el lado de poniente e irá a destruir las murallas. Son de madera, así que nada mejor que lanzar flechas incendiarias. Cuando las defensas comiencen a arder, los guerreros que custodian la ciudad correrán a levantar trincheras para reforzar los muros y detener el fuego, mientras intentan contener la avalancha de enemigos. Perderán una enorme energía por ahí. Ese será el momento que aprovecharemos nosotros. Otra fuerza de choque atacará por el lado opuesto de la ciudad, que estará desprotegido. Abrirá un boquete en la muralla y penetrará con todo su ímpetu. El enemigo quedará encerrado dentro de su propia trampa, asfixiado entre dos fuegos.
—¿Y... entonces? —preguntó uno de los Muchachos.
—Entonces, chico, una de dos: o se rinde o se deja exterminar. No hay más.
Ruslan vio de lejos al rey Vladi y se sintió un tanto decepcionado. Había imaginado al monarca alto, rubio y corpulento, semejante a los dioses y a los héroes que cantaban sus sagas. En cambio, Vladi era un hombre de cabellos y barba castaño oscuro y de mediana estatura, tirando a bajo. Nada en él lo distinguía de los demás, salvo la coraza Bellamente repujada que lucía, la capa de color púrpura y una pose de grave dignidad en su semblante. Ruslan vio cómo se mezclaba con sus hombres, saludaba a los guerreros e incluso se ocupaba de su caballo, como cualquier otro soldado. Los señores varik y el señor de Dalvai parecían mucho más afectados y ceremoniosos, pensó él, observándolos. Y no pudo dejar de comentárselo a Radomir, cuando tuvo la ocasión.
—Ah, nuestro rey es un gran guerrero —dijo Radomir, sin esconder un deje de afecto en su voz—. Sabe estar con sus hombres y sabe conducirlos a donde quiere... Como su padre, el Gran Slovan, que también era un brillante militar. Lástima que no sea tan buen político como él.
Ruslan lo miró con curiosidad. Le sorprendía la familiaridad con que los oficiales hablaban de su rey, aludiendo incluso a sus defectos.
—¿No lo es? —preguntó Ruslan.
Radomir movió la cabeza.
—Slovan era un magnífico guerrero y, a la vez, un excelente gobernante y administrador. Sabía cómo manejarse con los clanes de la aristocracia. Fue él quien unificó el reino de Slavamir, sometiendo las siete ciudades. Supo combinar la guerra con la astucia. Su hijo, Vladi, ha heredado sus cualidades para el combate y la acción bélica. Pero, en cambio, la diplomacia no es su fuerte... Y esto tendrá su precio.
—¿Qué puede ocurrir? —quiso saber Ruslan, vivamente interesado.
—Si un hombre no puede mantener su reino unido por la fuerza de la palabra, tarde o temprano se verá obligado a recurrir a la fuerza de las armas.
Mientras el ejército se preparaba para el asalto de la ciudad, Ruslan pudo conocer a otros capitanes. Además de Boris y Radomir, Vladi contaba con media docena de oficiales curtidos. Entre ellos estaban Kader, hombre enjuto y disciplinado, de talante muy similar al de Boris, y un joven capitán procedente de Sarlov, de gran estatura y poderosos músculos, que destacaba por una singularidad: llevaba la cabeza totalmente rapada. Su nombre era Boiak y tenía fama de hombre sanguinario. Había ascendido con gran rapidez, pese a su juventud, por mostrarse arrojado e imbatible en combate. Sus hombres, se decía, jamás retrocedían ante nada, pues si lo hacían eran duramente castigados por su temible capitán.
La toma de Vaki se produjo tal como se había planeado. Los Muchachos no participaron en la refriega y, junto con Ruslan, subieron hasta las cercanas colinas para presenciar el combate. Desde su altura, Ruslan vio la primera fuerza de Vladi aproximarse a la ciudad. Una hilera de jinetes a caballo arrojó los dardos incendiarios que no tardaron en prender y devorar una parte de la muralla. Tal como el rey había previsto, los defensores de Vaki corrieron a atrincherarse tras la zona incendiada, oponiendo resistencia al avance enemigo. Entonces fue cuando la segunda falange, que había rodeado la ciudad en un semicírculo, atacó por el lado contrario. Armados con enormes arietes, que llevaban tirados por mulas y caballos, los escuadrones de Vladi abrieron una brecha e invadieron la ciudad. Vaki no tardó en rendirse, mientras las murallas y buena parte de las casas caían pasto de las llamas. Sus habitantes pidieron clemencia y la obtuvieron. ¡Eran necesarios para continuar alimentando al ejército a expensas de sus campos y ganados! Pero Vladi no tuvo piedad con su señor y sus nobles guerreros defensores y los hizo pasar a cuchillo y a espada a todos. La estirpe de los príncipes de Vaki quedó extinguida en pocas horas y el rey impuso a un nuevo gobernador, hombre de su confianza.
Los días siguientes fueron de caos y confusión. Llegaron centenares de heridos al campamento. Los muertos también se contaban por docenas y los auxiliares, entre los que estaban Ruslan y los Muchachos, fueron obligados a cavar fosas para enterrar a los caídos de uno y otro bando. Muchos otros fueron incinerados en dantescas piras. Los heridos se hacinaban y un grupo de soldados, experimentados en tales menesteres, se ocupaba de practicar curas elementales, vendar heridas o amputar miembros rotos o triturados. Ruslan hizo de tripas corazón, tragándose sus recuerdos más espantosos, y trabajó incansablemente sin querer pensar. En pocas horas vio tanto horror que aquel lejano día en que su aldea fue arrasada, el día en que descubrió el cadáver de su madre calcinado, apenas le pareció un inocente recuerdo infantil. Sólo sufría por un motivo: Yvanka. Se arrepintió una y otra vez de haberla llevado hasta allí, y deseó haberla apartado de aquel escenario de muerte y destrucción. Pero ella, obediente con los otros Muchachos, tomó su palo y participó en todos los trabajos de amontonamiento e incineración de cuerpos, y luego ayudó a llevar agua para los heridos, y asistió a los enfermeros. Vio los miembros amputados, las heridas sanguinolentas y los huesos quebrados. Vio el rostro del espanto y el llanto de los hombres, impotentes ante la muerte. Sus ojos lo contemplaban todo, abiertos como dos lunas verdes, impasibles y transparentes.
Aquella noche, cuando se estiraron para descansar, mientras oían los gemidos de los heridos a su alrededor y el hedor de la sangre flotaba en el aire, Ruslan abrazó con fuerza a su hermana.
—Vanushka... —susurró, besándole la frente.
Yvanka no respondió, ni se movió, ni lo miró a los ojos. Al poco, cerró los párpados y cayó dormida. Tardaría días en recuperar el habla.
Al menos había un motivo para alegrarse. El Escuadrón Temerario había sobrevivido prácticamente en su totalidad. Cuando Ruslan vio regresar a Glinka, sonriente pese a los rasguños y las heridas, sintió un alivio enorme en el pecho. De pronto pensó que la vida aún podía ser Bella.
Pasados unos días, Radomir se llevó de nuevo a Ruslan a cabalgar con él. Remontaron las colinas y contemplaron la visión de Vaki y su llanura, que el otoño comenzaba a pintar de oro tostado. Mientras el sol declinaba y una brisa fresca siseaba sobre la hierba agostada, Ruslan revivió su conversación de días antes. Tan sólo habían transcurrido unas jornadas y, ¡cuántos cambios se habían sucedido! Después de palpar de nuevo la guerra, tan cercana, Ruslan sentía que no volvería a ser el mismo. Ahora no la temía. Quería luchar.
—En la próxima batalla, quiero combatir —le dijo a Radomir.
Este lo miró con afecto.
—¿Tan pronto quieres morir?
—¿Por qué lo dices? Tú y tus hombres habéis sobrevivido a muchas guerras... No tengo por qué morir en la primera.
—No estás preparado —repuso el capitán. Ruslan protestó.
—No lo estoy menos que muchos de los novatos. Los vi prepararse para la batalla, y los vi en combate... Ya soy capaz de sostener un arma, ¡seguro que podría luchar!
—Eres demasiado impulsivo, hijo —replicó Radomir—. Te lanzarías a la boca del lobo y te devoraría antes de que te percataras. Para ser un buen guerrero hace falta algo más que coraje.
Ambos callaron y miraron hacia Vaki. La ciudad se estaba reconstruyendo y podían divisar los esqueletos de madera y los armazones de las nuevas defensas que el rey Vladi había ordenado levantar. «Os habéis refugiado tras una muralla de madera», había dicho el monarca a sus temerosos habitantes, «Ahora Vaki es una ciudad de Slavamir, y vais a tener unas murallas de piedra. Jamás nadie podrá volver a tomar esta ciudad».
Ruslan no podía imaginar que su rey se equivocaba, pero no lo sabría hasta muchos años después.
—¿Presenciaste el ataque? —preguntó Radomir.
—Sí, señor... Fue tal como lo habíais planeado. Fue perfecto. Las dos fuerzas, una por cada lado, aplastaron al enemigo.
Radomir suspiró y estiró el brazo. Había recibido una herida de flecha que le ocasionaba molestias y a menudo se agitaba, inquieto.
—Sí, dividir fuerzas y rodear al enemigo es una buena táctica para tomar ciudades... En cambio, no es la mejor para luchar en campo abierto.
—¿Por qué no?
—Una batalla campal es otra cosa —explicó Radomir—. Si tienes espacio, las tropas tienden a esparcirse como el agua. Se extienden, como una corriente desatada, hasta perder fuerza. En este caso, la mejor estrategia es agrupar a la tropa, en una columna única y compacta, y avanzar. Entonces el ejército se convierte en un ariete destructor y nada puede resistírsele.
Ruslan escuchaba, absorbiendo las palabras de Radomir con pasión.
—¿Y si es el enemigo quien te rodea? —preguntó.
—Nada puede resistir a una formación bien trabada —repuso Radomir—. La batalla es un trabajo de equipo, donde todos debemos ir a una. Ése es el secreto de nuestro Escuadrón Temerario. Luchamos estrechando filas, sin separarnos unos de otros. No permitimos que nadie quede atrás, ni que nadie nos haga retroceder. Combatir como un solo hombre es el verdadero secreto, muchacho.
Ruslan guardó silencio de nuevo, asimilando aquella nueva lección que, intuía, nacía fruto de una larga y azarosa experiencia.
—¿Sabes, Ruslan? —dijo Radomir, y el muchacho lo miró. Era una de las raras ocasiones en que lo llamaba por su nombre—. En la guerra hay una regla, no escrita, que es la primera de todas. No la olvides nunca y tenia siempre presente cuando entres en combate. Es ésta: jamás abandones a un compañero caído.
El muchacho lo miró de nuevo, con ojos interrogantes. En una batalla muchos hombres resultaban heridos. No podían detenerse a socorrer a todos los caídos, a riesgo de perder la vida y aumentar el número de bajas. Radomir leyó su pensamiento y respondió.
—Mira, hijo. En un ejército, finalmente, lo más importante no son las armas. Son los hombres. Cada soldado es valioso. Su vida es sagrada y debería resultar imprescindible. De nada te sirve tener miles de espadas sin brazos que las empuñen. La verdadera fuerza de las tropas es la fuerza humana. Por eso un buen general es el que consigue la mayor victoria con el menor coste en vidas.
Ruslan asintió.
—Y, ¿cómo conseguirlo? —preguntó.
Radomir sonrió y le pellizcó la mejilla, en un gesto cariñoso.
—Eso, muchacho, se consigue con la estrategia.