18. Ladislav

Al llegar a Valmir, Vladi ordenó hacer un alto de unos días para entrevistarse con los cabezas de las familias nobiliarias de la ciudad y obtener noticias recientes de los varik. Su hermano Voidan y los aristócratas de Valmir, que habían enviado a muchos de sus hijos y nietos como jóvenes reclutas de la tropa de Vladi, dispensaron al rey una acogida obsequiosa y se mostraron dispuestos a colaborar en la campaña. Pero no facilitaron información de trascendencia alguna sobre los movimientos de los varik. Las relaciones entre los clanes eran sumamente complejas. Vladi optó por enviar delegados ante Mordvin y convocar una gran asamblea de señores varik en su ciudadela. Cuando se presentara con su impresionante fuerza rodearía el lugar y los tendría a todos a su merced. Entonces podría parlamentar, sabiendo que ejercía una fuerza disuasoria sobre ellos.

En Valmir un joven noble se unió a la tropa. Era el hijo menor de un rico prohombre que había estado de viaje durante los meses de alistamiento de los jóvenes de su ciudad. Ahora su padre quería enviarlo a servir en el ejército del rey. Boris acogió al muchacho con cortesía y, por deferencia hacia su familia, lo instaló en la tienda más confortable de los capitanes. Pero, una vez salieron de la ciudad, lo llamó ante él.

—En la tropa no hay privilegios de casta —le dijo, con cierta rudeza—. Tu padre quiere que te formes en las artes bélicas y te fortalezcas en combate. Así que, desde hoy, vas a ser un soldado más. Lo primero que harás es trasladarte de unidad. Voy a enviarte con el escuadrón de Dalvai.

El doncel asintió, inclinando dócilmente la cabeza. Era un mancebo educado y estaba dispuesto a acatar las órdenes. En aquel momento ignoraba la fama que tenía el Escuadron Temerario y, recogiendo su saco y sus armas, siguió al oficial que lo condujo hasta los carros de Radomir. Apenas se alejó, los camaradas de Boris rodearon a su capitán, burlones.

—¡Qué perverso eres, Boris! ¿Cómo se te ocurre enviar a ese niño bonito con los de Dalvai? ¡Se lo zamparán de un bocado!

—Tiene que curtirse, ¿no es así? —repuso Boris, de buen humor—. Ya he dado aviso a Radomir. Lo pondrá en el grupo de los bisoños, con ese muchacho, Ruslan.

—¡No durará ni dos días! —se mofaron los demás—. Dicen que el tal Ruslan es más duro que sus propios superiores, ¡que ya es decir!

El joven noble se presentó ante Radomir y Ruslan acompañado de un suboficial de Boris. Los hombres del batallón se reunieron a su alrededor, curiosos por conocer a su nuevo compañero. Cuando vieron al acicalado muchacho con su rostro imberbe, sus vestiduras de hermosa caída y su cabello pulcramente peinado se miraron entre ellos. Turiak y los suyos gruñeron entre dientes, como una jauría a punto de saltar sobre un pedazo de carne fresca. Obaim los miró de reojo, burlón, y varios compañeros reprimieron sus risitas.

—Vengo de parte del capitán Boris —dijo el soldado que lo acompañaba—. Os traigo al nuevo recluta.

Radomir inclinó levemente la cabeza, en señal de aquiescencia.

—Bienvenido, hijo —lo saludó, benevolente—. ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Ladislav, señor. Hijo de Boleslav, señor del clan de los antiguos jinetes y procer de Valmir.

El muchacho había respondido en un tono claro y obediente, pero la mención de su pomposo linaje no le pasó inadvertida a nadie y los hombres de Radomir murmuraron.

—Yo soy Radomir —dijo el capitán, alargándole la mano, cordial y en tono desenvuelto—. Y soy el jefe de esta pandilla... El escuadrón de Dalvai, o el Escuadrón Temerario, como nos llaman algunos. Buena gente y de buena calaña, como verás.

Ladislav le dio la mano e inclinó la cabeza graciosamente. Esta vez los guerreros de Radomir prorrumpieron en carcajadas ante las palabras de su capitán.

—Y, según me han dicho —continuó Radomir—, vas a formar parte del grupo de los jóvenes reclutas. O sea que tu inmediato superior será Ruslan, aquí presente.

Radomir señaló al aludido, que permanecía en pie a su lado. Ladislav miró con atención al muchacho de aspecto montaraz que debía ser su jefe. Tendrían aproximadamente la misma edad. Pero aquel joven pelirrojo con la camisa abierta y el cabello encrespado parecía un campesino. Fuera lo que fuera lo que pasara por su mente, Ladislav se guardó sus impresiones para sí y se inclinó también ante Ruslan.

—Señor —dijo, bajando la mirada.

—Bien, Muchachos. Basta de ceremonias —exclamó Radomir, batiendo palmas con energía—. Tenemos que ponernos en marcha. Rus, ya te ocuparás del nuevo recluta. Que deje sus cosas en el carro y moveos. ¡El tiempo no espera!

Todos se movilizaron. Glinka, Hirson y Agai hacían muecas, imitando al joven novato.

—Creo que lo vamos a pasar bien —decía el malévolo Agai—. Ese niñato no sabe lo que es combatir, y me juego lo que sea a que jamás ha dormido sobre tierra, ni ha cogido otras armas que sus espaditas de madera...

Ruslan indicó al joven que lo siguiera y le mostró el carro, donde podía dejar su abultado saco de equipaje.

—Allí hay sitio. Procura falcarlo bien, para que no se mueva mucho. Por la noche podrás disponer de él... ¿Cómo has dicho que te llamas? —preguntó Ruslan.

—Ladislav —respondió el joven, alargándole la mano—. Ladislav, hijo de Boleslav, de Valmir. ¿Y tú, señor?

Ruslan pensó algo rápidamente. No podía ser menos que aquel remilgado muchacho.

—Yo soy Ruslan, hijo de Ianek, de... de Dalvai.

Acababa de inventarse un título para su padre. Si hubiera sido más versado en linajes y estirpes, Ruslan se hubiera percatado de que el nombre de Ianek, muy popular entre la gente del pueblo llano, no casaba en absoluto con un título nobiliario. Pero no se le ocurrió buscar un nombre más rimbombante para su progenitor, como Iaroslav, Vladimir o Slovodán. Si Ladislav adivinó algo, tampoco se lo manifestó. Ruslan aún no lo sabía, pero aquel día comenzó a brotar, tímidamente, una de las grandes amistades que llenarían su vida.

Eran los amigos quienes salvaban a Ruslan de sus propias tormentas emocionales. Yvanka no era la única que sufría cambios bruscos de carácter, repentinos ataques de mal humor o súbitas caídas de ánimo. Desde hacía tiempo, el mundo interior de Ruslan se arremolinaba, turbulento. Sensaciones tumultuosas sacudían su cuerpo y su corazón. Exteriormente, las doblegaba con la rígida disciplina que se imponía a sí mismo. Pero, dentro de él, un volcán dormido se despertaba, sumiéndolo en sus torrentes abrasadores. Ruslan se había jurado no acercarse a las mujeres. Ahora, su cuerpo se rebelaba contra él y no dejaba de pensar en ellas. Era por orgullo pertinaz que renunciaba a acompañar a Glinka y a sus compañeros en sus correrías nocturnas. Por el campamento siempre merodeaba una docena de muchachitas miserables, que seguían a la tropa para venderse a los hombres y ganar cuatro monedas. Ruslan siempre las había ignorado. Pero ahora no podía apartarlas de su mente y su pensamiento lo obsesionaba. Glinka no siempre lo ayudaba.

—¿Por qué no vienes con nosotros de una vez, y te lo pasas bien con dos o tres chicas guapas? —lo incitaba—. No lo entiendo, Rus... ¿Se puede saber qué te pasa? No eres impotente y ganas no te faltan, lo sé. ¿Por qué te castigas así?

Ruslan movía la cabeza. Glinka, aun siendo inteligente y espabilado, tenía una mentalidad simple. No podría comprenderlo.

—Es por ella, Glinka... Cuando pienso en Yvanka, sé que no puedo hacerlo.

—¿Qué tiene que ver eso? Yvanka es tu hermana, y yo te estoy hablando de ésas...

—¿Cómo voy a tratar con dignidad a una mujer, mientras estoy utilizando a otra? No, Glinka, No soy capaz de hacerlo. Si me sirviera de una sola de ellas, jamás podría mirar a mi hermana a los ojos de nuevo. No lo entiendes.

—No, no lo entiendo —dijo Glinka, grave—. Yo también quiero a Yvanka, y la respeto... Pero eso no me impide divertirme con otras mujeres.

Ruslan lo miró con tristeza.

—En esto nunca nos pondremos de acuerdo, Glinka. Pensamos demasiado diferente.

—¡Cualquiera diría que eres un noble empingorotado de ésos, como ese Ladislav que parece de mantequilla! ¿Se te han subido los humos a la cabeza ahora, Ruslan de Dalvai?

Ruslan podía haberse enojado ante la pulla, pero acabó sonriendo y pasó la mano por los hombros de su amigo.

—No, no tengo ínfulas de nobleza, y lo sabes. Sólo que... los recuerdos pesan demasiado en mí. ¿Sabes? Nunca he dejado de añorarla a ella, a mi madre... Era una mujer delicada y muy hermosa. Como Yvanka, o más. Siempre soñé que, un día, conocería a alguna chica que se le pareciera y podría casarme con ella, formar una familia y ser feliz, como lo fueron mis padres... antes de que todo ocurriera.

Glinka lo escuchaba. Había dejado de sonreír y lo miraba a los ojos, con aquellas pupilas negras y profundas como dos pozos sin fin.

—Tienes suerte, Rus —murmuró, en voz baja—. Tú, al menos, conociste a tus padres y pudiste aprender algo bueno de ellos... Mi padre era un bárbaro salvaje. Y a mi madre apenas la recuerdo.

Ruslan le acarició la espalda, sin saber qué responder.

—Menos mal que me topé con Radomir —dijo Glinka, cambiando súbitamente el tono de su voz. De nuevo volvía a ser alegre y sonreía, humoroso—. En realidad, el viejo Rado ha sido mi verdadero padre. Él me lo ha enseñado casi todo... ¡Hasta cómo seducir a una chica! Sí, no me mires así, y no te rías. ¡Es cierto!

—No me río —repuso Ruslan, sin poder evitar una sonrisa—. Tienes toda la razón. Radomir es como un padre. Y no sólo para ti.

La armada del rey Vladi tomó la ruta varik. Franquearon el Paso del Oso, donde habían librado aquella cruel batalla, contraatacando la ofensiva a traición de las tropas varik. Ruslan cabalgaba sobre Dama, junto al joven Ladislav, y le explicaba los hechos. Ladislav lo escuchaba con sumo interés.

—El rey ordenó una maniobra osada, pero muy inteligente. Penetramos en las filas enemigas como una punta de flecha, y las rompimos. Gracias a la rapidez y a la sorpresa pudimos ganar el combate.

Ladislav asentía, admirado. Entre todos los jóvenes bisoños, era el más atento y obediente a Ruslan, quizá porque se sentía muy solo y no había logrado encajar en el grupo. Sus compañeros, bullangueros y de baja estofa, se divertían y hablaban en su peculiar jerga, haciéndole el vacío, y solían marginar al doncel de alta cuna. Pero Ladislav era disciplinado, como pronto descubrieron Radomir y sus hombres. Jamás rechistaba ante una orden y ponía voluntad en cuanto hacía.

Ruslan, poco a poco, descubrió en el joven de Valmir un carácter bastante parecido al suyo y el aprecio enseguida brotó en él.

—¿Cómo supisteis que el enemigo aguardaba al otro lado? —inquirió Ladislav—. Este desfiladero es muy angosto y frondoso...

—Fue gracias a los exploradores —contestó Ruslan—. Como verás, en una tropa no sólo hay soldados. Además de los combatientes, los criados y los auxiliares, tenemos espías, porteadores de armas, el portaestandarte...

—Tú llevabas el estandarte, ¿verdad? —preguntó Ladislav, con curiosidad—. Lo he oído decir.

Ruslan reprimió una sonrisa de orgullo.

—No. En realidad, lo llevaba Anatoli. Yo era su asistente. Pero él resultó herido y cayó. Así que tuve que relevarlo. Y la verdad es que no lo hice muy bien.

—¡Claro que lo hiciste! —exclamó Ladislav, con vehemencia—. Todos lo cuentan. Salvaste la vida de tu compañero y el pabellón no se perdió. ¿Cuántos años tenías entonces, Ruslan?

—Trece —contestó él—. Fue mi primera batalla.

—¡Qué afortunado eres! Con quince años ya comandas un grupo y tienes victorias y honores en tu haber. Yo apenas sé utilizar un arma...

—¿No? —se extrañó Ruslan—. He visto tu espada. Es excelente.

—Pero casi no la sé manejar —admitió él, bajando la cabeza—. Nadie lo sabe, porque nadie se ha molestado en ponerme a prueba... Como mi padre es uno de los grandes señores de Valmir, se da por supuesto que debo ser admitido en la tropa y que sé luchar como un experto guerrero. Pero he pasado toda mi vida en una ciudad, rodeado de criados y mujeres, mi padre siempre ha estado ausente o enfrascado en sus negocios y jamás le han interesado las armas. Mis hermanos mayores nunca se preocuparon por mí. Afortunadamente, varios de mis criados tenían conocimientos de lucha. Fueron ellos quienes me enseñaron lo poco que sé.

Ruslan miró con anhelo al joven. Era sincero y no le avergonzaba reconocer su inferioridad. Aunque tal vez ante otro hombre jamás lo hubiera admitido. Pero Ruslan le merecía confianza.

—Los jóvenes reclutas siempre nos entrenamos —dijo Ruslan—. Y ya es hora de que tú también participes en los ejercicios. Si tú quieres, yo puedo enseñarte.

Ladislav lo miró con los ojos muy abiertos. Eran marrones y dulces, con un suave brillo sedoso, como la cáscara de una castaña. Ruslan leyó en ellos una mezcla de expectativa y temor.

—Pero... Por favor, no me avergüences ante los demás. ¿Qué dirán esos Muchachos, cuando vean que apenas sé defenderme?

Ruslan sonrió.

—Eso tiene fácil solución. Entrenarás conmigo, a solas, al menos una hora cada día. Cuando nos ejercitemos todos juntos te disculparé mandándote a hacer algún encargo. Y cuando estés preparado te unirás al resto. ¿Qué te parece?

Ahora la expresión de Ladislav era la de un chiquillo emocionado.

—¿Cuándo empezamos? —preguntó.

—Mañana, al amanecer. Es la única hora en que podemos estar solos, sin que nadie nos moleste. Tomarás tus armas y nos alejaremos un trecho para practicar. ¡Te quiero puntual!

—No te fallaré —aseguró Ladislav.

Y no le falló. Cada día, al rayar el alba, Ruslan se sacudía el sueño de encima para madrugar un poco más y se encontraba con Ladislav. La noche anterior siempre inspeccionaban el terreno para localizar su campo de entrenamiento. Unas veces era un prado junto a un arroyo, otras un claro en medio del bosque. Ruslan sostenía que el terreno accidentado y la variedad de escenarios también ayudaban. No siempre podrían combatir en llano despejado. Ladislav puso tanto empeño en su adiestramiento que, en apenas diez días, ganó una notable maestría con la espada. Adelgazó, sus brazos se endurecieron y hasta los hombres del escuadrón percibieron el cambio en él.

Glinka andaba algo celoso hasta que, una mañana, decidió unirse a los dos arrojados Muchachos. Ruslan lo acogió rápidamente, pero le hizo prometer que no revelaría su pequeño secreto ante los demás.

—Seré una tumba —aseguró Glinka, zumbón, y le guiñó el ojo a Ladislav.

El joven bisoño enrojeció y Ruslan frunció el ceño. ¿Por qué su amigo siempre tenía que coquetear con todo el mundo, ya fuera hombre o mujer?

Pero Glinka fue un valioso maestro. Ruslan advirtió a su pupilo.

—Fíjate bien en él, Ladislav. Glinka es un mago con la espada... Casi todo lo que sé lo aprendí de él.

Glinka hacía gala de sus mejores habilidades. Algunas veces, él y Ruslan se enfrentaban, ante un boquiabierto Ladislav.

—Sois increíbles —les dijo en una ocasión.

Glinka le dio un manotazo cariñoso en la barbilla.

—¡Se te cae la baba! ¿Verdad que sí? Pues tú sigue nuestros pasos... Podemos formar un buen trío en combate. Nos apodarán... ¡el Ariete Destructor!

Ruslan reía y Ladislav también sonrió ante la ocurrencia.

—¿Podéis agruparos como queréis, durante el combate?

Glinka hizo una mueca.

—Al principio, los capitanes ordenan una formación, más o menos. Pero cuando las dos fuerzas se ponen en marcha y se inicia el asalto, ¡comienza la fiesta! Todo el mundo campa por sus respetos, y todos hacemos lo que podemos. Una buena táctica es unirse, sí. Nuestro Escuadrón Temerario ha sobrevivido muchos combates por esto. No hay quien nos separe y nadie nos hace ceder un palmo... ¡Quizá por eso todas las batallas en las que hemos participado han acabado en victorias!

Ladislav lo escuchaba con creciente admiración. Ruslan asintió.

—La unión es parte del secreto, así es —dijo—, y la otra parte es la regla de oro que ya te comenté en una ocasión...

—No abandonar jamás a un compañero en combate —murmuró Ladislav—. Esa es la primera norma, ¿verdad?

—¡Exacto! —exclamó Glinka—. Vaya, veo que tienes un buen maestro. Quién lo iba a decir, de nuestro mocoso pelirrojo...

Esta vez, Ruslan se ofendió y mostró su irritación.

—¡No vuelvas a decir eso! ¡Canalla!

Glinka se reía a carcajadas.

—¡Vamos, Rus! No te vas a enfadar, después de tanto tiempo...

—¡Soy el capitán de un pequeño escuadrón! —vociferó Ruslan—. Mientras que tú tan sólo eres un soldado raso, de momento. ¡Me debes un respeto!

—Vaya, Rus... ¡No te ofendas! Lo siento de veras —dijo Glinka, adoptando una pose seria y candorosa—. Lo había olvidado. Es cierto, tú tienes un rango superior. Mis disculpas.

Ruslan no sabía si lo decía en serio o en broma, pero inmediatamente se arrepintió de su comentario. Era él quien se había mostrado ofensivo con Glinka. Por muchos títulos que le otorgaran, jamás podría superar a su amigo. Y lo sabía.

—Creo que eres tú quien debe disculparme —dijo Ruslan, mordiéndose los labios a contracorazón.

Le tendió la mano y ambos mantuvieron sus puños cerrados, uno sobre el otro, durante unos instantes. Ladislav los miraba con curiosidad. Finalmente, Glinka lo soltó y se alejó sin decir palabra.

Cuando finalizaban su entrenamiento, Ladislav saludaba a su joven capitán, estrechándole la mano e inclinando su cabeza, con la gracia y el respeto de todo un caballero. Ruslan se habituó a estas manifestaciones de cortesía y, sin percatarse, comenzó a pulir sus modales y su forma de vestir. Si ya se había ganado fama de pulcro y educado, la influencia de Ladislav acentuó aún más su natural elegancia y su decoro.

—Al final, te acabarás volviendo como ellos —le espetaba Glinka, aludiendo a los nobles de la tropa—. Sólo espero que no gastes sus mismos humos ni te adornes con oropeles en cuanto tengas la ocasión.

—La nobleza no es algo que se lleve como la ropa —le replicaba Ruslan—. La dignidad la llevas dentro. No te preocupes, ¡no necesito tantas fruslerías!

Ladislav admiraba a Ruslan y a Glinka por encima del resto de sus compañeros, que se le antojaban zafios y groseros. Pero temía a Glinka y no le agradaban sus comentarios a veces un tanto intempestivos. En cambio, su confianza hacia Ruslan crecía con los días. Acabó adorando a su joven capitán. Una mañana, cuando se disponían a guardar sus armas y a regresar junto a los demás, no pudo evitar preguntarle algo que despertaba su curiosidad.

—Ruslan, tu padre... Ianek, el de Dalvai, era un gran guerrero, ¿verdad? Se conoce por la forma en que te comportas, por lo que dices y haces...

Ruslan lo miró a los ojos y tardó unos segundos en responder.

—Mi padre Ianek era un hombre libre y honrado. Él me transmitió su dignidad y aquello en lo que creía... Y no, no era un guerrero. Era Leñador.