10. El capitán

Ruslan observaba a Radomir y poco a poco fue aprendiendo sobre su peculiar manera de dirigir a sus hombres. Como ya había comprobado, la pequeña tropa se dividía al menos en tres grupos. La banda de los camorristas estaba encabezada por Turiak y secundada por Tumanko, el Siniestro. Por otra parte, estaba el grupo al que Ruslan, para sus adentros, llamaba de los Fieles. Eran una docena de guerreros que siempre acataban las órdenes y el parecer de Radomir, dándole apoyo. Entre ellos había uno que pronto se ganó el respeto de Ruslan, un veterano austero y recto llamado Dalebor. El resto del grupo lo formaba una variedad de hombres, entre los cuales se contaban Obaim, llamado el Gordo, aunque su corpulencia era pura fibra muscular; Hirson, el Audaz, y Pakomi, apodado Brazos de Hierro. Muy cercanos a ellos estaban Ieraks, el Halcón, el loco Agai y el joven Glinka. Finalmente, el tercer grupo lo formaban los reclutas de las aldeas, que eran llamados comúnmente los Muchachos.

Glinka era el protegido de Radomir. Tal como había imaginado Ruslan, el joven era un mestizo. Los hombres de Radomir le explicaron que la familia de su padre pertenecía a las tribus de las lejanas estepas, clanes de hombres y mujeres nómadas que vivían a lomos de sus caballos. El padre de Glinka había sido enviado como rehén ante el rey Vladi, junto con otros muchachos de su tribu, a cambio de un tratado de paz con su pueblo. Pronto había destacado como jinete y bravo luchador y acabó enrolándose en la tropa del rey. Se desposó con una joven varik y, a los pocos años, murió en combate. Su esposa falleció poco tiempo después. Radomir, el jefe de su unidad, se hizo cargo del pequeño Glinka, a quien no tardó en incorporar a su escuadrón, en cuanto tuvo la suficiente edad como para tomar un arma. Pese a su juventud, era un guerrero arrojado y capaz, además de haber heredado las cualidades de su padre como jinete insuperable. Radomir le profesaba un hondo afecto que escondía ante sus hombres, para no provocar su envidia. Pero todos sabían que entre su capitán y el muchacho había un vínculo casi paternal. Y Glinka, no tan cauteloso como su jefe, sabía aprovecharlo cuando le apetecía hacer de las suyas.

Ruslan pronto percibió que, aunque el liderazgo de Radomir era muy claro, había en el grupo otro líder, no reconocido abiertamente, pero que gozaba de poder e influencia entre sus compañeros. Se trataba de Turiak. Con su vozarrón, sus ademanes resueltos y su temperamento vivaz, Turiak era capaz de ganarse la voluntad de buena parte de los guerreros. Sólo los más incondicionales de Radomir se le resistían. Ruidosos y bullangueros, sus adeptos conseguían arrastrar a los demás. Radomir, como pudo advertir Ruslan, era muy consciente de este liderazgo solapado que podía, en un momento dado, volverse contra él. Pero el capitán actuaba de manera sutil. Jamás se enfrentaba abiertamente a Turiak. Escuchaba sus propuestas y sus bravuconadas, reía sus pullas y, cuando debía tomar una decisión, siempre lo llevaba aparte, lo tomaba por los hombros, como a un buen amigo, y consultaba su parecer. Al principio, Ruslan se sorprendió de esta actitud de su capitán. Turiak hablaba mucho, pero en realidad no era ni la mitad de inteligente que Radomir. Obligado a reflexionar, siempre acababa llegando a las mismas conclusiones que su jefe, con lo cual Radomir obtenía su apoyo incondicional y convencido.

Ruslan comenzó a admirar al capitán y pensó que los dioses habían puesto en su camino a un hombre extraordinario.

Glinka y Agai se ocupaban de los caballos. Pero cuando Ruslan se brindó a ayudarlos, no se opusieron en absoluto y aceptaron su colaboración de buena gana. Así, Ruslan se ganó la amistad, no sólo del joven mestizo, sino de algunos de sus compañeros.

Aunque había algo en Glinka que inquietaba Ruslan. El muchacho comenzó a mirar con especial insistencia a su hermana. No apartaba los ojos de ella y Ruslan temió que adivinara la verdad y descubriera que, en realidad, era una niña. Glinka se mostraba atento y considerado con el pequeño Yvan, o Vanushka, como le gustaba llamarla. No pasaron dos días y todos los hombres del batallón acabaron empleando aquel diminutivo cariñoso. El mismo Ruslan se sorprendió a sí mismo un día, dando este nombre a su hermana. A ella no le molestó.

Yvanka continuaba delgaducha y arisca y podía pasar perfectamente por un chicuelo. Pero su cabello iba creciendo y, un día, Ruslan decidió atárselo en trenzas. Glinka se brindó a ayudarlo y ambos se sentaron a espaldas de Yvanka, mientras le recogían los mechones.

—He hecho esto muchas veces —explicaba Glinka, desenfadado—. En la tierra de mi padre, los hombres fabrican sogas y maromas trenzando crines de caballo, y él me enseñó.

Ruslan le preguntó más cosas sobre las tribus de la estepa y Glinka le explicó cuanto recordaba haber oído a su padre, aunque, en realidad, él jamás había vivido entre los nómadas.

—Cuando papá murió estuve un tiempo con la familia de mi madre, que no me tenía mucha estima. Luego murió mamá... Entonces vino Radomir y me fui con él. He vivido en su hacienda, ¡tiene una casa enorme y muy hermosa! Pero más de la mitad del tiempo lo he pasado en campaña, yendo y viniendo... La verdad, lo prefiero. ¡Es mucho más divertido!

Ruslan lo observaba. Mientras hablaba, Glinka manejaba con habilidad pasmosa los bucles dorados de Yvanka. De pronto se detuvo y los acarició entre sus dedos.

—Qué pelo más bonito tiene Vanushka... —comentó, distraídamente.

Ruslan frunció el ceño.

Así como Ruslan no gozaba de la simpatía de los jóvenes reclutas, Yvanka fue granjeándose poco a poco su confianza. Los Muchachos trataban al pequeño Yvan como a su criado. Del mismo modo que los guerreros mayores contaban con Ruslan, ellos se acostumbraron a dar órdenes a aquel chico callado y asustadizo. Yvanka obedecía sin rechistar. Compartía con ellos la comida y a veces viajaba a su lado, en los carros. Poco a poco, los Muchachos aceptaron su presencia discreta, mucho mejor que a su hermano. El arrojado Ruslan les hacía demasiada sombra.

Pero Yvanka se ganó definitivamente el favor de sus compañeros de la manera más inesperada: con sus dotes de cazadora.

Habían llegado a Dazil. La urbe parecía aguardarles, incitante y bulliciosa, desparramándose a orillas del gran Duin. Radomir y sus hombres fueron a la ciudad para aprovisionarse, reencontrarse con viejos compañeros y pasar un buen rato de gresca en alguna taberna. Ruslan los acompañó y en el campamento quedaron Yvanka y los mozos de las aldeas. Él la dejó, no sin cierto reparo. Pero Yvanka tenía su venablo y su hermano sólo confiaba en que no se metiera en líos. Refunfuñando y de mala gana, los jóvenes se dispusieron a encender fuego y a prepararse una exigua cena.

Yvanka desapareció con su azagaya de fresno. Al cabo de un tiempo, sus compañeros la vieron regresar con un par de hermosas liebres empaladas en la jabalina. Los chicos se miraron, sin apenas creerlo. ¿Era posible que el pequeño Yvan fuera capaz de cazar algo? Alborozados, se dispusieron a preparar el mejor banquete del que habían disfrutado en mucho tiempo. Por una vez comerían carne fresca y no tendrían que conformarse con los mendrugos secos, los huesos y los restos que los guerreros adultos les dejaban. Yvanka lo redondeó cuando trajo, nadie sabía de dónde, un par de botas de aguardiente. Los Muchachos vitorearon a la niña y se pasaron los pellejos hasta vaciarlos, en medio de una alegre jarana. Yvanka bebió también un poco. Pero, cuando sus amigos comenzaron a achisparse, se alejó silenciosamente y se refugió bajo su manta. Sabía lo que ocurría cuando los hombres se emborrachaban y había presenciado demasiadas escenas en los últimos años. Dejó que sus compañeros acabaran el festín en paz y cubriéndose hasta la cabeza, aguardó el regreso de su hermano.

Cuando Radomir y su compañía volvieron de Dazil era avanzada la noche. Todos venían un tanto ebrios, cantando y alborotando la calma nocturna. Lo primero que vieron al llegar a sus tiendas fueron los restos del festín a la luz mortecina de la lumbre que se extinguía. Todos los rapazuelos estaban tendidos en el suelo, roncando a pierna suelta, alrededor. Hirson hurgó en las brasas, husmeando como un sabueso.

—¡Huesos! Al menos se han zampado una o dos liebres. ¿De dónde las habrán sacado?

—Las habrán cazado —dijo Agai, el arquero.

—¿Esos inútiles? —se extrañó Pakomi, Brazos de Hierro—. Si no saben sostener una daga... ¿Cómo van a haber cazado un triste conejo?

Ruslan, que los escuchaba y observaba la escena, súbitamente alerta, no tardó en adivinarlo. Se agachó junto al fuego y recogió el venablo de Yvanka, aún manchado de sangre.

—¡Maldita sea! ¡Y la bebida! —rugió Obaim, dando un puntapié a una de las botas, vacía—. Me han robado mi bota, ¡y eso que la tenía bien escondida!

Sus camaradas se burlaron, mientras el furioso Obaim no cesaba de maldecir. Ruslan tembló. Sólo Yvanka podía haber dado con el aguardiente del Gordo. La chiquilla lo observaba todo y Ruslan sabía bien que su hermana era especialmente hábil en el hurto... Rogó a los dioses que no la descubrieran y ocultó la vara de fresno a su espalda.

—¿Qué andas escondiendo, chico? —le preguntó Radomir, de súbito. El capitán jamás pasaba por alto un gesto, aun estando bebido.

Ruslan tragó saliva y le mostró el venablo.

—Ésa es la vara de tu hermanito... ¡No me digas que ahora el mocoso resulta ser un buen cazador!

Los hombres rieron y Glinka tomó el arma en sus manos.

—Sí, es la jabalina de Vanushka —exclamó, con voz alegre—. ¡Bravo por el pequeñajo! Les ha dado una lección a los Muchachos, seguro.

—Cuando despierte —gruñó Obaim—, sabrá lo que es bueno. ¡Me ha robado mi aguardiente!

Hirson, el Audaz, era el dueño de la otra bota. Y se consoló despotricando con su compañero hasta que Radomir los mandó a dormir la mona.

Ruslan venía sumamente excitado de la ciudad. Jamás había visto tal aglomeración de casas y de gentes diversas. Por aquellos días, Dazil era un hervidero de soldados, mercaderes, forasteros y prostitutas. Los habitantes de la ciudad se refugiaban en sus hogares al caer la tarde, pero con la noche daba comienzo otra vida, muy diferente y llena de atractivos ocultos. Ruslan había contemplado, fascinado, las murallas, las calles y las casas apiñadas entre sí. Había acompañado a los guerreros en su periplo por las tabernas y, animado por ellos, también había bebido. Hubieran continuado toda la noche en la ciudad de no ser porque Radomir los hizo regresar, a regañadientes. Al día siguiente debían presentarse ante los generales del rey y los quería a todos bien despiertos.

Ruslan no estaba tan ebrio como sus compañeros, pero se sentía enardecido. Había regresado caminando junto a Glinka y no habían dejado de soltar bravatas en todo el trayecto. Ambos imaginaban sus proezas futuras, bromeando sobre cualquier cosa, y habían reído como locos. Ruslan sentía su espíritu ligero y encendido, como una pequeña llama, elevándose hasta el firmamento estrellado. Sentía que la sangre corría, caliente y rápida, por sus venas. Se notaba crecido, henchido, fuerte...

Cuando vio que Radomir no se enojaba ante la hazaña de su hermana, se tranquilizó y se acercó a ella. La niña lo esperaba despierta. Había oído las voces y la conversación de los hombres y permanecía inmóvil, envuelta en su manta. Ruslan se tendió a su lado.

—Anda, Yvanka —le dijo, olvidándose de bajar la voz—, hazme sitio... Comparte un poco de abrigo.

Yvanka levantó la frazada de mal humor.

—¡No me llames Yvanka! —lo reprendió, en un susurro.

—¡Lo siento! —balbuceó él, bajando la voz hasta que fue un siseo—. Lo siento... Por un momento había olvidado...

Yvanka olió el aliento de su hermano y arrugó la nariz.

—Has estado bebiendo con ellos.

Ruslan apartó su rostro de ella inmediatamente.

—Sólo un poco... ¿Qué iba a hacer? No podía negarme todo el tiempo...

Yvanka le volvió la espalda, arrastrando con ella buena parte de la manta.

En los siguientes días, el ejército del rey se congregó junto a Dazil y se fabricaron numerosas balsas para cruzar el río y dirigirse hacia el Sur, rumbo a Vaki. Mandaba la tropa un bravo capitán, Boris, hombre de confianza del rey Vladi. Con disciplina férrea, Boris fue agrupando a la tropa y designó capitanes y jefes de sección. Aunque no era mucho mayor que Radomir y muchos veteranos lo superaban en edad, Boris era sumamente respetado y temido. Su fama de implacable corría a la par que su reputación de hombre justo e incorruptible. Boris ignoró las rencillas y las ínfulas de poder de los cabecillas locales y esto acarreó consigo ciertas tensiones en la tropa. Pero nadie osó discutir sus órdenes.

Fue allí donde Ruslan pudo ver, de lejos, a los señores que habían alimentado las pesadillas de su infancia: Mordvin, el Implacable, y Volován, señor de Dalvai. Ataviados con vistosas corazas y luciendo hermosas armas, gustaban de alardear de su poderío, paseándose por el campamento rodeados de un grupo de sicarios adeptos.

Ruslan los miró con resentimiento. Aquellos dos aristócratas que se pavoneaban y se codeaban con los oficiales, llevando a tantos hombres a la muerte, eran los causantes de su desgracia, de la muerte de sus padres... Ruslan memorizó sus rostros. «Llegará el día», pensaba él, «en que tomaré las armas para devolveros lo que me habéis hecho».

Radomir y sus hombres anduvieron muy ocupados y Ruslan, su hermana y los Muchachos pasaban buena parte del día trasladando tiendas y pertrechos y vigilando sus pertenencias en medio de la vorágine de oficiales, soldados, caballos, carros y esclavos porteadores. Yvanka se escapaba siempre que podía. Merodeaba por los cañaverales junto a aquel río inmenso como un lago. Al principio sintió temor ante aquella anchurosa sábana de agua que se deslizaba a gran velocidad. Pero pronto ganó confianza y comenzó a pescar en la orilla, utilizando su jabalina como improvisado arpón. Más de un mediodía, ella, su hermano y los Muchachos se regalaron con suculentas truchas y anguilas. Varios soldados la observaron y la señalaban, con curiosidad y cierta envidia.

—Mirad, ahí tenemos al pequeño cazador...

—¿De dónde ha salido ese arrapiezo? Abulta más el pescado que lleva que él mismo.

—Es uno de los Muchachos de Radomir. De alguna aldea miserable lo habrá sacado...

Un día, varios jóvenes de otro grupo intentaron apropiarse de su pescado. Yvanka se plantó ante ellos, esgrimiendo su lanza con cara de pocos amigos. Su mirada era tan agresiva que los mozos decidieron dejarla en paz para evitar problemas.

Cruzaron el río en balsas y, una vez alcanzaron la otra orilla, avanzaron en apretada formación. El escuadrón de Dalvai se vio engullido en medio de una voraz marea de hombres y caballos. Ruslan sentía que la guerra se respiraba en el aire. El ansia de sangre podía percibirse reverberando en las hojas de los árboles y en la tierra, retumbante bajo el paso de miles de hombres y animales. Inmersos en aquella masa humana y mortífera, Radomir mantenía unida a su pequeña compañía y solía recordarles aquello que los distinguía.

—No lo olvidéis —decía—, no somos hombres cualesquiera: somos el Escuadrón Temerario, superviviente de más de diez batallas... Y ésta será la undécima.