16. La primera batalla

Durante su trayecto hacia Dalvai, Ruslan tuvo ocasión de hacer un nuevo amigo. El joven Anatoli, totalmente recuperado de sus graves heridas, también se desplazaba con el ejército. Pertenecía a la unidad de Boris, pero un día se acercó cabalgando hasta el escuadrón de Radomir y saludó a Ruslan. Este tardó un poco en reconocerlo, pues Anatoli también había crecido y se había comenzado a dejar crecer una incipiente barba, rubia como su cabello. Pero, en cuanto oyó su voz, lo recordó inmediatamente.

—Tú eres Anatoli, ¿verdad?

—Así es. Quería saludarte y... y darte las gracias. Hace mucho que te lo debía.

—No tienes por qué dármelas —contestó Ruslan, con sencillez.

—Claro que sí —replicó él—. No me abandonaste cuando caí. Luchaste como un héroe para protegerme.

Ruslan movió la cabeza.

—Cumplí con mi deber.

El joven lo miró, sin ocultar su admiración.

—¿Quieres cabalgar un rato conmigo? —lo invitó Anatoli.

—Está bien —respondió Ruslan, y se fue con él, montado en Dama.

El resto del grupo contempló con curiosidad al joven apuesto de cabellos dorados hablando con Ruslan. Cuando los vieron partir juntos, Turiak y sus compinches no pudieron reprimir sus comentarios.

—¡Eh, Ruslan! ¿Ya tienes otra amiguita?

—Vaya, ahora te codeas con las Damas de alta alcurnia, ¿verdad?

—¿Vas a abandonar a Glinka? ¡Se pondrá celoso!

—¡Callaos de una vez! —gritó Glinka, súbitamente enfurecido.

Sacó su espada y mal lo hubieran pasado de no intervenir Dalebor, que avanzaba a su lado.

—¡Estate quieto, muchacho! ¿Qué mosca te ha picado? Ha sido una broma de las suyas, y lo sabes. ¿Desde cuándo les das importancia?

—Ha sido una broma de mal gusto y ya estoy harto —masculló Glinka.

Y permaneció hosco y callado el resto del día. Hasta que, cuando se detuvieron a almorzar, Yvanka se acercó a él y le ofreció agua del odre que llevaban en el carro. Cuando la vio acercarse, Glinka cambió súbitamente y sonrió.

—Gracias, Yvanka —dijo, con voz suave, y acarició el pómulo sonrosado y pecoso de la chiquilla.

Yvanka le lanzó una mirada desconfiada.

—Llámame Vanushka —gruñó, frunciendo el ceño, y se apartó de él.

Anatoli le explicó su historia a Ruslan y no tardaron en hacerse grandes amigos. Su padre era jefe de uno de los clanes varik, poco amigo de Mordvin y, desde siempre, favorable a una alianza con el rey. Tenía varios hijos y una cuantiosa hacienda. Pero, siendo Anatoli el segundo de cuatro hermanos, su heredad sería considerablemente menor que la del primogénito. Por eso, en cuanto había tenido la edad suficiente, se había enrolado en las tropas de Vladi, bajo el mando de Boris.

—¿Luchaste contra tu propio pueblo? —se admiró Ruslan, recordando la batalla en el Paso del Oso.

—Los señores varik son muchos y están desunidos —repuso Anatoli—. Aquella emboscada había sido tramada por varios clanes, pero el de mi familia no se contaba entre ellos. El nuestro es un clan rural, un poco alejado de los demás. Yo siempre lo he tenido muy claro. Si supiera que los míos iban a salir perjudicados, jamás tomaría parte en un combate. Significaría luchar contra mi propia familia.

—La guerra es algo complicado —suspiró Ruslan—. Yo también voy a combatir contra mi tierra... Pero nuestro capitán nos ha hecho ver que, en realidad, batallamos contra un señor y su abuso de poder. Las gentes sencillas de los poblados poco tienen que ver con esas trifulcas.

Anatoli lo miró con curiosidad.

—¿Eres de Dalvai? ¿A qué clan perteneces?

Ruslan carraspeó, incómodo. Sus compañeros jamás se habían interesado por sus orígenes, quizá porque también procedían de familias humildes. Ahora, conversando con un joven de noble linaje, comprendía que la estirpe era mucho más importante para ellos. Debía darle una respuesta.

—Pertenezco a una pequeña tribu de los bosques, a unos dos días de Dalvai... Mis padres murieron hace mucho tiempo. Desde entonces, estoy en la tropa, con mi herma... con mi hermano, Yvan.

Anatoli asintió.

—¿Vas a luchar en el próximo combate? Yo ya no llevaré el estandarte, sino que voy a combatir. ¿Te gustaría ser mi asistente?

Ruslan lo miró, con ojos iluminados.

—Claro que me gustaría. Pero... Bien, la verdad es que no tengo armas... Las... las perdí por el camino —intentaba buscar alguna explicación convincente, sin hallarla—. Supongo que me las robaron... Imagino que mi capitán me reservará algún trabajo. Pero me encantaría luchar.

—Si te faltan armas —dijo Anatoli, mirándolo con sus ojos azules y transparentes—, yo puedo conseguírtelas. Dime qué necesitas y te lo buscaré.

Ruslan no podía creer lo que oía.

—Pues... No, no puedo aceptarlo. Anatoli, es demasiado generoso por tu parte.

—No lo es —dijo él—. Teniendo en cuenta que me salvaste la vida, lo que pueda ofrecerte será una bagatela. Por favor, búscame mañana, en la sección de Boris. Te habré procurado algo.

Cuando Ruslan regresó junto a los suyos no cabía en sí de alegría. Tenía un nuevo amigo que, además, ¡le iba a regalar sus primeras armas! Tuvo que reprimir su alborozo para que nadie sospechara nada. Sería una sorpresa, pensó. Cuando Radomir lo viera armado no podría negarse y lo dejaría combatir junto a los suyos. En su imaginación se veía revestido con su coraza, con una capa ondeando a su espalda y un bello escudo de bronce como los que había visto hacía pocos días, blandiendo una larga y hermosa espada. Pelearía, junto a Glinka. Ambos derribarían enemigos como un huracán, luchando codo con codo. Y se regocijarían juntos tras la victoria...

Fue Glinka precisamente quien le salió al encuentro, apenas se acercó a la fogata donde compartían cena sus compañeros. Pero ofrecía un aspecto desaliñado y una mueca sardónica contraía su bello rostro, mientras se acercaba a él, vacilante.

—¿Ya estás por aquí? —le dijo—. Pensábamos que habías decidido cambiar de batallón... Como te gusta codearte con los niños de la aristocracia...

Estaba borracho, y Ruslan lo cogió por el brazo, mientras Glinka se tambaleaba ligeramente y Turiak y sus compañeros reían con ganas.

—Glinka, por los dioses... Deja de decir sandeces.

—¡No me digas lo que debo decir o dejar de decir! —protestó él, con voz pastosa. Se le trababan las palabras, pero Ruslan percibió su resentimiento—. Tú eres quien tendría que callar... No eres más que un niñato estúpido... y creído... pagado de sí mismo.

—Basta, Glinka. No te lo crees ni tú. Sabes que soy tu amigo. Anda, ven conmigo... Creo que te convendría acostarte.

—¡Déjame en paz! —gritó él, librándose de su brazo—. Ni tú ni nadie sabéis qué me conviene.

Glinka escupió lejos de sí y se alejó a trompicones hacia su tienda. Ruslan permaneció en pie, con el corazón helado. El siguiente comentario de Turiak no hizo más que enfurecerlo.

—¿Qué, Ruslan? Tu amiguita está despechada... La has abandonado durante horas, ¡qué pena!

—¡Cállate de una vez, maldita sea! —gritó Ruslan, encarándose con él, fuera de sí—. No tienes ni idea de lo que hablas. Quieres provocarme, ¿verdad? Te aseguro que, un día, te arrepentirás.

—¡Jo, jo, jo! Y se atreve a amenazarme, ¡el mequetrefe! Serás tú quien te arrepientas, chico... El día que se te ocurra levantarme la mano, ¡te comeré y roeré tus huesos hasta la médula!

—El día en que tome un arma contra ti —repuso Ruslan, con frialdad—, te juro que te mataré, y te sacaré el corazón, si es que lo tienes.

Su mirada fue tan sombría que, durante unos instantes, los hombres callaron, sorprendidos. Cuando volvieron a bromear, Ruslan estaba lejos. Se acostó junto a Glinka y aguardó, en la noche insomne, a que otro día volviera a nacer.

A la mañana siguiente, Glinka se levantó, se dio un remojón en agua fría y regresó junto a Ruslan, despertándolo mientras lo salpicaba, sacudiendo su cabello mojado sobre él. Ruslan se incorporó soñoliento y miró a su amigo. Glinka reía, con aquella sonrisa radiante y un centelleo en sus negros ojos risueños. Volvía a ser el de siempre.

—¡Arriba, perezoso! —dijo, zarandeándolo—. ¡Te vas a quedar sin desayuno!

Ruslan lo apartó, y ambos se enzarzaron en una pelea jocosa, rodando por el suelo entre los jergones, hasta que Obaim, que se desperezaba, los reprendió.

—¿Queréis dejar de retozar? ¡Parecéis dos cachorros de perro sarnoso!

Glinka se detuvo, a cuatro patas, y le sacó la lengua, imitando el gesto de un can.

—Cachorros podrá ser, ¡pero sarnoso lo serás tú! —protestó, riendo.

El Gordo le arrojó una bota, que Glinka esquivó y acabó dando de lleno en las pantorrillas de Radomir.

—¡Eh, Muchachos! ¿Qué significa eso? Basta de juegos. ¡En pie! Nos vamos en un periquete.

Aquella tarde, cuando se detuvieron a acampar, Ruslan fue a ver a Anatoli. Tal como le había prometido, el joven le había conseguido un equipamiento completo para el combate, bastante ajustado a su talla. Había una coraza, ya usada, pero en buen estado, un escudo redondo de madera y bronce, una larga espada para combatir a caballo e incluso un pequeño casco. Ruslan se lo caló en la cabeza, se ciñó el peto y tomó la espada. De pronto se sintió fuerte y poderoso.

—Oh, dioses... Es increíble —dijo, ante la mirada aprobadora de Anatoli y sus compañeros—. Sólo con esto ya parece que la fuerza brota de mis manos...

—Así es —respondió Anatoli—. Las armas nos hacen poderosos. Por eso son tan importantes para un buen guerrero.

—Las cuidaré como oro en paño —aseguró Ruslan, agradecido.

Cuando Ruslan regresó junto a su grupo guardó inmediatamente sus armas; no deseaba alardear ante sus compañeros. Pero Glinka lo vio y se dirigió hacia él.

—¡Eh! ¿Qué llevas ahí? Enséñamelo.

A desgana, Ruslan le mostró su flamante equipo.

—¡Vaya, Rus! —exclamó el joven, sin rastro de envidia—. Son armas estupendas. De veras que sí.

Ruslan lo miró con cautela.

—¿Crees que con esto podré combatir?

—¡Pues claro! Es lo que te mereces —afirmó Glinka, con vehemencia—. Esta vez lucharemos, tú y yo, mano a mano. Y apostaremos a ver quién derriba más enemigos. ¡El que gane, le pagará una buena cena al otro!

Ruslan sonrió a su amigo.

—Hecho —le dijo, y ambos encajaron las manos.

Glinka no volvió a mencionar a Anatoli ni mostró hostilidad alguna hacia Ruslan y su nuevo amigo durante el resto de la campaña.

La batalla contra las tropas de Volován se libró en un valle abierto entre montes, en la frontera de las tierras de Dalvai. Los exploradores de Vladi informaron al rey y a los capitanes sobre su situación, y éstos decidieron atacar aprovechando la orografía favorable del terreno. Se lanzarían a la carga aprovechando una pendiente en descenso y arrollarían la horda enemiga en la cuenca del valle. Para ello contaban con el factor sorpresa. Pero un elemento falló en su contra. Esperaban los refuerzos de Mordvin en el lugar acordado, y éstos no se presentaban. Los dos días que transcurrieron hasta que la fuerza varik apareció permitieron a Volován enviar espías y prever los movimientos de la tropa real.

Pese a su insistencia, y pese a contar con buenas armas, Radomir no quiso que Ruslan combatiera. Esta vez, ni siquiera hacía falta que ayudara al portaestandarte, que ya tenía su propio escudero.

—Te quedarás con los Muchachos en lo alto de la vaguada —lo amonestó—. Formaréis una fuerza de reserva, junto con los bisoños. Sólo en caso de necesidad intervendréis, para reforzar a nuestra tropa. Puedes estar contento con esto.

Ruslan rezongó entre dientes. Radomir ya lo conocía lo bastante como para no molestarse y lo ignoró.

El día fijado dio comienzo el combate. Ruslan y sus jóvenes compañeros, apostados en la altura, contemplaron, una vez más, cómo las tropas de Vladi se desplegaban sobre la fuerza del señor de Dalvai. Su estrategia era simple pero bien estudiada. Una primera columna atacaría de frente, descendiendo por el valle. Otra embestiría por un lateral y, finalmente, la tropa de los varik, enviada por Mordvin, caería por el otro flanco.

El primer asalto fue tal como se planeaba. Las dos fuerzas tomaron contacto y se entabló el combate. La segunda columna emprendió el descenso. En ésta luchaban Radomir y sus hombres. Ruslan intentó ubicar a sus amigos, y creyó distinguir, entre la marea de guerreros, el negro caballo y la silueta esbelta de Glinka. Se mordió los puños, como solía hacerlo cuando debía presenciar una lucha en la que no podía intervenir. Yvanka, su hermana, permanecía a su lado observando el combate, como los demás Muchachos. Ruslan la miró brevemente y, de pronto, rememoró otra escena no muy distinta, acaecida muchos años atrás, cerca de su pueblo natal. Y se vio a sí mismo y a Yvanka agazapados en la hierba, contemplando, desde lo alto del monte, cómo una horda varik arrasaba su aldea. En aquella ocasión el pánico lo había paralizado. Ahora, en cambio, ansiaba luchar. Su corazón palpitaba lejos de allí, en medio del combate.

Fue Yvanka quien llamó su atención.

—¡Allí! ¿Qué hacen?

Todos miraron hacia donde señalaba la niña. Y Ruslan sintió que la sangre se le helaba en las venas. Era la tropa varik, que se disponía a entrar en combate. Pero no desde el flanco opuesto, para rodear al enemigo, sino desde la misma ladera por donde habían descendido Radomir, sus hombres y el resto de su columna. ¡La fuerza varik los estaba atacando por retaguardia! Lo primero que vieron Ruslan y sus atónitos compañeros fue una lluvia de flechas, que derribó a numerosos jinetes y guerreros. A continuación, los jinetes varik y su infantería descendieron sobre sus propios compañeros, arrollándolos.

—¡Nos están traicionando! —gritó Ruslan—. Vamos, chicos. ¡No podemos quedarnos aquí! Los de la reserva hemos de movilizarnos, ¡aprisa! Todos a las armas.

—Nos han dicho que no nos movamos hasta que recibamos órdenes —objetó uno de los Muchachos.

—¿Qué dices? —exclamó Ruslan—. ¡No podemos esperar órdenes! ¿Y si nunca llegan? Nuestros compañeros están cayendo, atacados a traición. ¡No hay tiempo que perder!

Ruslan se ciñó sus armas. Cuando vieron su resolución muchos lo imitaron. Unos cuantos esclavos y auxiliares, echando mano de picas, hachas y porras, se unieron a ellos y, en pocos minutos, Ruslan tuvo ante sí a una variopinta multitud. Lanzó una ojeada al grupo y decidió que también se servirían de los caballos que quedaban en reserva. Mientras los Muchachos mayores corrían a buscar los animales, Yvanka los observaba, en pie y silenciosa, aferrando su azagaya de fresno. Entonces Ruslan se volvió hacia ella.

—Vanushka —le dijo—, ponte a salvo y espera al final del combate... Toma el cuchillo de Iafim y no te separes de él.

Yvanka asintió, inexpresiva. Su hermano la abrazó y corrió para buscar a Dama.

A la cabeza del grupo, Ruslan galopó hacia la cresta del valle hasta situar su pequeña unidad sobre la tropa varik. Allí, antes de sumergirse en el fragor del combate, los arengó.

—¡Vamos en auxilio de los nuestros! —gritó—. Nadie nos espera, nadie da nada por nosotros... ¡Hoy les vamos a demostrar quiénes son los Muchachos! La consigna es ésta: no ceder ni un palmo, hasta llegar junto a los nuestros. ¡Resistid hasta el final! ¡Los vamos a machacar vivos!

Y se lanzó pendiente abajo. Una veintena de jóvenes, también a caballo, lo seguían. Y detrás los que luchaban a pie, con sus armas un tanto precarias, aullando con el coraje a flor de piel.

La intervención de Ruslan desconcertó un tanto a los varik y provocó un revuelo en la ya caótica refriega. Sosteniendo las riendas de Dama con una mano, y blandiendo la espada con otra, se abrió paso golpeando con saña a los enemigos. No se detuvo hasta alcanzar a Glinka, que peleaba encarnizadamente junto a Hirson y Agai. Cuando vieron llegar, los guerreros de Dalvai gritaron enardecidos. La inesperada presencia del joven y sus compañeros elevó su moral y, en poco tiempo, consiguieron reducir a los varik. Una vez se reagruparon, se lanzaron hacia el centro del valle para reforzar a la tropa de Vladi. A media tarde, la batalla había concluido. El capitán del señor de Dalvai entregó sus armas.

Al atardecer, muchos de los supervivientes de la tropa se lanzaron hacia las aldeas, para entregarse al saqueo. Vladi no tuvo ánimo para impedírselo, pero Boris, su arduo capitán, intervino rápidamente.

—Si vuestras tropas saquean estos pueblos, os odiarán por generaciones —le advirtió—. Exigid más bien al señor de Dalvai que os pague un tributo en oro lo bastante cuantioso como para recompensar a toda la tropa y alimentar las arcas del reino. De esta manera, saldremos ganando sin granjearnos la enemistad de esa gente.

Vladi admitió la prudencia y la oportunidad del consejo de Boris y le encomendó que reuniera a la tropa de inmediato. El capitán envió escuadrones para traer de regreso a todos los soldados dispersos y no tuvo escrúpulos en castigar duramente, incluso con la muerte, a quienes se habían excedido con los campesinos de los villorrios cercanos. Vladi contempló, disgustado y avergonzado, cómo entre los hombres que Boris había obligado a regresar se contaba su sobrino Igor, con una pandilla de guerreros desalmados y ávidos de botín. El joven no se había distinguido particularmente en la batalla y siempre se había mantenido en un segundo plano, bien pertrechado tras los mejores combatientes. En cambio, pensó el rey, apesadumbrado, a la hora del saqueo había sido de los primeros en encabezar una cuadrilla, junto con aquel Boiak de corazón de piedra y rostro brutal.

Al cabo de dos días, Vladi recibió un homenaje de sus tropas y la visita del señor de Dalvai, cargado de regalos para el monarca y rodeado de su séquito armado. El aristócrata venía contrito y humillado, pero a nadie se le escapó el rencor latente en sus palabras.

—Me doblego a vuestra voluntad, oh rey —dijo, un tanto ceremonioso—. Y pagare puntualmente la dura tasa que me imponéis. Sólo imploro que no permitáis que los varik exploten mis tierras.

—No son tus tierras —le recordó Vladi, con dureza—. Recuerda que todo este reino rindió pleitesía a mi padre, el Gran Slovan, en su momento. Todas sus tierras me pertenecen y tú sólo las administras. En cuanto a los varik, me debes una explicación, puesto que la tropa enviada para nuestro refuerzo nos atacó a última hora, a traición. Sólo puede haber una explicación plausible: estaban confabulados con vosotros.

—¡Eso no es cierto! —se defendió Volován, súbitamente irritado. Pero de inmediato bajó el tono de su voz—. Señor... ignoramos el porqué de esa estratagema de los varik. Pero, como podéis comprobar, no es más que una muestra de su falsedad y de la amenaza que suponen para todos.

—Esa traición sólo os favorecía a vosotros —repuso Vladi—. Y a ellos mismos, si es que tramaban algo con vuestra aquiescencia.

—Os juro, señor, que ignoraba sus planes. Hace muchas lunas que no hablo con un solo señor varik, desde que nos separamos tras la campaña de Vaki.

Vladi miró escrutador a Volován hasta hacerle bajar los ojos.

—Señor... —comenzó éste.

—Si me mientes, Volován —amenazó el rey—, no sólo estarás traicionando a tu rey y a la corona, sino que estarás cometiendo un grave perjurio. Y debes saber que no quiero que mis tierras estén gobernadas por hombres sin principios y sin ley.

—Señor, estoy dispuesto a acatar vuestras órdenes —dijo Volován, prosternándose ante el rey.

—Entonces, mi orden es ésta: regresarás a Dalvai, permitirás que los varik exploten el río que les he autorizado y tu tropa, o lo que quede de ella, pasará a ser mía. También te recuerdo que me debes tu tributo anual en oro, tal como convinimos. A cambio, Volován... respetaré tu vida y tu hacienda y te mantendré en tu puesto.

El señor de Dalvai levantó la mirada, apretando las mandíbulas. Las condiciones eran muy duras. Pero, al menos, conservaba sus preciadas propiedades y su título. Había esperado aún menos de la clemencia del rey. Felicitándose interiormente, pensó que sólo sería cuestión de tiempo volver a recuperar el poder perdido. Y aceptó todas las imposiciones.

Acto seguido, el rey llamó a sus oficiales, a quienes honró ante toda la tropa. Abriendo los cofres del señor de Dalvai, separó varios torques de oro y obsequió a cada capitán con uno de ellos. Igor, en pie junto a su tío, los observaba, entre resentido y desdeñoso. El rey no había querido distinguirlo de ninguna manera y se sentía agraviado. Cuando los hombres ovacionaron a sus capitanes, el joven príncipe no aplaudió. Entonces, el rey se volvió hacia Boris.

—¿Dónde está el que mandaba aquel escuadrón? El último que entró en combate y se lanzó sobre los traidores varik.

—Es uno de los Muchachos de Radomir —repuso Boris.

—Mandadlo llamar.

Dalebor fue a buscar a Ruslan, que se encontraba junto a Glinka y sus jóvenes compañeros, en medio de una bulliciosa multitud que aclamaba a los capitanes galardonados.

—El rey te llama, muchacho —le dijo, sonriendo.

Ruslan se puso blanco como la cera y siguió a Dalebor, ante la algazara de sus amigos.

Apenas lo vio, el monarca pareció sorprendido.

—¿Es él? Apenas es un crío...

Ruslan bajó la vista, intimidado. Dalebor le dio un codazo.

—Haz una reverencia y mírale a la cara —le susurró.

Ruslan obedeció, se inclinó graciosamente y levantó los ojos hacia el rey Vladi. El soberano lo observó con expresión grave.

—¿Cómo te llamas, muchacho? Y... ¿cuántos años tienes?

—Me llamo Ruslan, señor. Tengo catorce años y lucho en el batallón de Radomir, de Dalvai.

Vladi lanzó una mirada a Radomir, complacido. Radomir estaba henchido de orgullo, pero contuvo su emoción. Igor, por su parte, contemplaba con creciente irritación a aquel muchacho desarrapado que acaparaba tal atención de su rey y de los capitanes.

—Eres muy joven —continuó el monarca—. Pero has sabido cumplir bien con tu deber. ¿Es la primera vez que luchas?

—Sí, señor —respondió Ruslan.

—Eso no es cierto —repuso Boris, mirándolo—. Ya entró en combate con anterioridad. Fue en el Paso del Oso. Él era el ayudante del portaestandarte, Anatoli. ¿Lo recordáis, señor?

El rey se echó a reír, y con él los demás capitanes.

—¡Tú eres el jovencito que partió el asta de mi estandarte y lo dejó hecho una piltrafa! —exclamó.

—Señor —balbuceó Ruslan—. Fue... fue por accidente. Lo lamento mucho.

—¡No hay nada que lamentar! —Vladi lo miró, jovial—. Salvaste la vida a un compañero y lo defendiste como un auténtico lobo. Eso, muchacho, te aseguro que es más honorable que salvaguardar todos los blasones del mundo.

Ruslan respiró hondo, aliviado.

—Y hoy has salvado la vida de muchos otros guerreros. Tus superiores pueden estar satisfechos, y yo también lo estoy —prosiguió el monarca—. Por eso, Ruslan, voy a recompensar tu valor, tu obediencia y tu lealtad.

Ruslan inclinó la cabeza de nuevo y el rey, tomando otro torque de oro, se lo puso alrededor del cuello. El frío metal acarició su nuca y Ruslan se estremeció. Cerró los ojos mientras un arrobo embriagador y exultante lo invadía. Si sus padres podían contemplarlo, desde la morada de los dioses, estarían orgullosos de él. Había conseguido lo que ningún zagal de su aldea habría soñado jamás. Ya era un guerrero y el mismo rey lo premiaba por su hazaña. Levantó la cabeza y vio los rostros de Boris, Radomir, Dalebor y los otros capitanes, hombres capaces y curtidos en el combate, que lo miraban aprobadores. Ruslan pensó que todo cuanto había pasado valía la pena por haber llegado hasta aquel momento.

—En realidad —comentó Radomir, humoroso, dirigiéndose a sus compañeros—, no es la obediencia precisamente lo que deberíamos premiar en él. Ruslan tenía órdenes de permanecer con el cuerpo de reserva. Fue cuando vio que los varik se volvían contra nosotros que decidió entrar en combate, por su cuenta y riesgo, y arrastró a los demás mocosos con él. Lo mejor de todo es que ¡nadie le puso objeciones!

Ruslan miró hacia su capitán y se mordió los labios. Pero entonces oyó las palabras del rey, en el mismo tono cordial.

—Si es así, entonces tenemos ante nosotros, no a un buen soldado, sino a un líder nato..., y a un héroe.