4. Los nombres
La primavera llegó de nuevo, ahuyentando la nieve hasta lo alto de los montes y cubriendo el valle con su manto de aterciopelado verdor. Ruslan no podía creerlo, pero habían sobrevivido al invierno más largo y crudo de su vida. Su hermanita seguía viva, pese al hambre, el frío y los golpes. Incluso había crecido. Como los brotes tiernos de los abetos, Yvanka había dado un estirón. Ya tenía cuatro años y su cuerpecillo iba desarrollándose. También sus cabellos habían crecido y caían en desordenada cascada de bucles cobrizos, aunque un tanto mugrientos. Desde que dormían en el establo, despiojar a su hermana se había convertido en un pasatiempo habitual del muchacho, en las largas tardes de invierno.
Con el buen tiempo, volvieron a sacar al rebaño a pastar y Ruslan respiró con alivio. Al menos, buena parte del día lo pasarían lejos de la feroz Ogashka y sus temibles retoños. Cuando la temperatura fue lo bastante templada, Ruslan llevó a las ovejas a pacer junto al arroyo y obligó de nuevo a Yvanka a bañarse.
—¡Tú primero! —decía ella, remolona, esperando zafarse del remojón.
Pero Ruslan conocía bien las tretas de la pequeña y se negó.
—No. Los dos juntos. Yo te doy la mano... Vamos, no tengas miedo.
Ella se resistía. Ruslan se armó de paciencia e intentó convencerla.
—Estás muy sucia, ¿no lo ves? ¿Verdad que no te gusta que te llamen piojosa? Si te lavas, se irán los piojos, las pulgas, la roña... No te picará la piel. ¡Estarás muy bonita!
—El agua está muy fría... —se quejaba Yvanka, mientras Ruslan la arrastraba y ella clavaba obstinadamente sus talones en el suelo.
Su hermano decidió emplear otros argumentos más convincentes.
—Escucha, Yvanka... Mamá siempre insistía en que fuéramos muy limpios, ¿no te acuerdas? Si ella te viera ahora, querría que te bañaras. ¿No te gustaría que estuviera contenta? Ella siempre se aseaba... y tú quieres ser como mamá, ¿verdad?
Yvanka movió la cabeza, medrosa. Por fin, se dejó meter en el arroyo y lloriqueó, resistiéndose un poco. Ruslan la lavó y le frotó el pelo hasta que las guedejas apelmazadas se deslizaron entre sus manos y brillaron de nuevo. Mientras lo hacía, miró con pena sus piernas y sus brazos, llenos de rasguños y moratones. Los arañazos eran fruto de sus travesuras, pero Ruslan conocía bien el origen de los cardenales que afeaban la piel de la niña.
Aquella vez se vistieron rápidamente y no lavaron sus ropas, pues el aire aún era fresco. Yvanka se arrebujó a su lado.
—Ruslan... Mamá, ¿era muy guapa?
Ruslan sintió un escalofrío y la miró con extrañeza.
—¡Claro que lo era! La llamaban Liudena, la Bella. Era la mujer más bonita de todo el pueblo. ¿No te acuerdas?
Yvanka lo miraba, con su carita apenada.
—Es que... —balbució—. A veces sí me acuerdo, y a veces no me acuerdo mucho...
Ruslan la sentó en su regazo y le alisó el pelo, mientras comprendía, apesadumbrado, que Yvanka era muy pequeña todavía y que el recuerdo de su madre se iba diluyendo en su memoria. El se acordaba de ella con dolorosa nitidez porque era mayor. Pero, con el tiempo, era posible que también la fuera olvidando y que su imagen se difuminara más y más. Y se dijo que no podía permitirlo.
—¿Quieres que te cuente cómo era? —preguntó él, suavemente.
Yvanka asintió y se reclinó sobre su pecho, mientras Ruslan comenzaba a hablar. Su madre había sido, ciertamente, la joven más atractiva del poblado. Pero en labios de Ruslan Liudena, la Bella, se convirtió en un hada maravillosa de cabellos dorados y refulgentes, de manos suavísimas y delicadas como pétalos de rosa, cuyo regazo era tierno y cálido como un blanco vellón y cuya voz sonaba más dulce y cristalina que el gorjeo de un ruiseñor. Yvanka escuchaba, embelesada, y Ruslan se consolaba de su soledad y su dolor recreando aquella imagen amada que había llegado a adorar.
Otros días le hablaba de Ianek, el Leñador, su padre. Con el cuchillo de Iafim, que rescataba de su escondrijo cuando iban al monte, Ruslan cortaba varas tiernas, desmochaba ramas y fabricaba bastones o tirachinas. Algunas veces ayudaba a Yvanka a construir cabañitas para sus juegos. Imitaba los movimientos de los Leñadores con el arma, mientras Yvanka reía contemplándolo.
—¿Por qué los mayores dicen cosas malas de papá? —le preguntó la niña en una ocasión.
Ruslan se detuvo, pensativo. Sí, su padre no gozaba de buena fama en el pueblo, pese a haber sido siempre un hombre honrado e incansable trabajador. Ruslan intuía que su condición de forastero, nómada y sin familia, tenía mucho que ver con el desprecio del vecindario, así como con la animadversión de la familia de Liudena. Él lo recordaba como un hombre recto, cuya autoridad respetaba y temía un poco. Pero también sabía ser afectuoso con los niños y lo era, mucho, con su esposa. Ruslan no conocía a nadie en el pueblo que estuviera enemistado con él. Al contrario, Ianek siempre había contado con un grupo de buenos amigos. Por desgracia, casi todos ellos habían muerto tras la invasión de los guerreros varik. Y los que habían sobrevivido vivían sometidos a la servidumbre de Sboron.
—Papá era un hombre muy bueno y muy valiente —repuso Ruslan, grave—. Los que hablan mal de él lo hacen por envidia.
Yvanka no preguntó más y se conformó con la respuesta.
Con el buen tiempo, los chiquillos del pueblo volvieron a formar alegres bandas y reemprendieron sus correrías por el monte y el río. Ruslan los miraba, con recelo y amargura, añorando los tiempos en que él había sido miembro de aquellas pandillas y había disfrutado como el que más de sus trapisondas.
Bladko y sus secuaces se complacían en hacerlos blanco de sus burlas.
—¡Miradlos! ¡Los Huérfanos! Los piojosos pelirrojos —decían.
Otras veces, sus invectivas se dirigían especialmente a Ruslan. Un día se plantaron ante él mientras guiaba el rebaño de ovejas por el camino, hacia el robledal.
—Eh, ¡pareces una mamá, siempre cuidando de tu niña! —lo pincharon.
—Míralo, siempre con la Mocosa a rastras, ¡mamaíta tierna!
Ruslan se revolvió y los amenazó con su vara de pastor. Entonces los despiadados Muchachos la emprendieron con Yvanka.
—¡Mira lo que hago con tu niñita! ¡Corre, mamá, que se hace daño! —gritaron, intentando asustar y golpear a la chiquilla.
Yvanka chilló y se defendió, con uñas y dientes. Ruslan saltó sobre ellos con su palo y entonces todos los chicuelos se abalanzaron contra él. Acabó con unos cuantos chichones, la nariz sangrando y el labio roto, llorando de impotencia, mientras sus antiguos amigos se alejaban corriendo, con ruidosas carcajadas. Yvanka les mostraba el puño, pero la ignoraron y se burlaron más de ella.
A partir de entonces, Ruslan optó por ignorar sus escarnios y callaba. Pero Yvanka no era tan dócil. Otro día, Liudik quiso golpear a Ruslan para provocarlo. Él se apartó a un lado e intentó seguir su camino. Entonces Yvanka se lanzó contra el muchacho. Liudik aulló de dolor. La pequeña lo había mordido en el brazo y ahora le atizaba furiosas patadas. Sus compañeros no tardaron en reaccionar.
—¡Mirad a la pequeña Mocosa! ¡Muerde como un perro!
Ruslan acabó a puñetazos con ellos y, de nuevo, salió malparado. Por la noche, sus amos lo reprendieron severamente.
—No te vuelvas a meter en líos —le advirtió Sboron—. No quiero criados pendencieros ni problemas con los padres de esos críos. El próximo día que vengas con un solo chichón, te aseguro que te dejaré la espalda bien marcada a correazos.
—Esos chicos son de mala ralea —gruñó Ogashka—. Ya lo digo yo: la chusma siempre anda a la greña, por eso cada día están metiéndose en embrollos y peleas. Déjalos, que un día los maten a palos. Dos bocas menos que alimentar...
Pero ni por asomo se le ocurría a Ogashka prescindir de Ruslan cuando se trataba de hacer recados o de acarrear pesados calderos de agua para el aseo o la cocina del hogar.
A Ruslan le pesaba la soledad. Aunque intentaba endurecerse, añoraba a sus amigos. La pequeña Yvanka se fue percatando de ello, sin saber explicarlo con palabras. Cuando los Muchachos de la aldea los provocaban, él reprimía a su hermana, incluso con violencia.
—¡Mamita! —gritaban, con mohines y gestos ridículos—. Mamita, dame de la teta...
Ruslan continuaba su camino, enrojeciendo de rabia y vergüenza, mientras apretaba los dientes y sujetaba con fuerza a su hermana.
—Déjalos en paz, Yvanka. No les hagas ni caso... Si respondes, será peor para ti y para mí.
Yvanka seguía a su hermano a rastras, pero se volvía hacia ellos y les sacaba la lengua, haciéndoles muecas.
—Te insultan porque estás conmigo —le dijo la niña en una ocasión—. Si no fueras conmigo no te llamarían todas esas cosas...
Ruslan la miró, herido, y no contestó.
Aquel día, cuando llegaron a los pastos, él estaba de mal humor y dejó que su hermana jugara sola, correteando por los prados, mientras él se distraía con su cuchillo de caza, descortezando una rama de fresno y puliendo sus puntas. «Huérfano», pensaba, «y además esclavo, sin padres, sin amigos... Los piojosos, los Huérfanos, eso es lo que somos. Nadie nos quiere. Podríamos morir y nadie se apenaría por ello... ¿Para qué vivir así?». Iba rumiando sus penas y cada vez se sentía más desamparado y vacío.
Pero Yvanka retozaba a su alrededor, traviesa, y quería gastarle bromas. Se escondía y aparecía, de súbito, intentando asustarlo. Ruslan se cansó del juego y la despidió de mala manera.
—¡Déjame en paz! —dijo, alejándola con un manotazo—. Hoy no tengo ganas de jugar.
—No te enfades...
—¡No me enfado! ¡Quiero estar solo! ¿No lo entiendes?
—No estás solo... —comenzó ella, dubitativa.
Ruslan estalló.
—¡Sí, sí lo estoy! —gritó, exasperado—. Estoy solo y, además, ahora quiero estarlo... ¡Lárgate de una vez!
Yvanka bajó la cabeza y se alejó, silenciosamente. Mientras veía sus rizos desaparecer entre las altas hierbas, algo se desgarró dentro de él. Su hermana tenía razón. No estaba solo. Y, de pronto, se dio cuenta de que la necesitaba tanto o más, quizá, que ella a él.
—¡Yvanka! —la llamó. La niña se volvió de inmediato.
Ruslan corrió hacia ella y, alcanzándola, la cogió en brazos.
—Yvanka...
—¿Qué? —dijo ella, mientras él la estrujaba contra sí.
Ruslan no respondió. Pero Yvanka notó cómo su hermano se estremecía. Sus lágrimas le mojaban la nuca.
Un día en que jugaban junto al río, Ruslan tomó varios guijarros grandes y aplanados, del tamaño de su palma o mayores. Cogiendo una piedra pequeña y afilada, comenzó a grabar en ellos unos signos. Yvanka lo miraba, curiosa.
—¿Qué haces? —le preguntó.
—Espera y lo verás —respondió él—. Ahora te lo enseñaré.
Casi nadie en el pueblo sabía leer o escribir. Los únicos que conocían algunas runas elementales eran los miembros de la familia de su madre. Su tío Gennadi y también su madre sabían escribir sus nombres y los de sus parientes. Y Liudena había enseñado a Ruslan. Ahora, el muchacho se esforzaba por no olvidar y trazó, con pulso firme, las runas de su nombre en una piedra. A continuación hizo lo mismo con el de Yvanka en otra lasca.
—Mira bien esto, Yvanka —le dijo Ruslan, acercándole ambas piedras—. Estos dibujos son runas, ¿sabes? Estas representan tu nombre. Aquí pone Y-VAN-KA. ¿Lo ves? Y estas otras son el mío. Aquí dice RUS-LAN.
La niña lo observaba con ojos muy abiertos.
—Ahora quiero que tú aprendas a dibujarlas. Has de saber escribir tu nombre. Mamá me enseñó, y tú también tienes que hacerlo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque no hemos de olvidar nuestros nombres —contestó él—. Aunque la gente lo diga, no somos los Huérfanos. Tú no eres la Mocosa, ¿verdad que no? Somos Ruslan e Yvanka, los hijos de Ianek, el Leñador, y de Liudena, la Bella. Recuérdalo siempre. Tú eres Yvanka. Y te parecerás a mamá.
Desde aquel día, la pequeña se esforzó por aprender a esbozar las runas, que se le resistían. Tiró gran cantidad de piedras y el empeño le valió algunas rabietas, lágrimas y reprimendas de su hermano hasta que aprendió a trazar sus nombres. Cuando lo consiguió y los hubo deletreado se produjo un cambio en ella. Triunfante, miró a su hermano con ojos ilusionados.
—Ahora quiero que me escribas el nombre de mamá —dijo.
Ruslan sonrió, orgulloso, y buscó dos nuevas piedras. En ellas grabó los nombres de Liudena y de Ianek. Yvanka los copió con su caligrafía redonda e infantil. Los dos niños decidieron esconder las piedras bajo un frondoso abedul, junto al río. Eran un nuevo tesoro. Aquel día, Yvanka no se resistió al baño y ella misma mantuvo su cabecita bajo el agua hasta que la corriente del arroyo se llevó toda la mugre de sus rizos. Entonces salió a la orilla y buscó algo entre los pliegues de su vestido arrugado.
—¿Me ayudas, Ruslan? —dijo, mostrándole su hallazgo. Ruslan la miró de hito en hito. Era un pedazo de peine roto. Sin preguntarse de dónde lo había sacado, comenzó a desenredar, con paciencia, los mechones pelirrojos de su hermana.
—Quiero parecerme a mamá —afirmó la chiquilla, convencida. Y su hermano la miró con ternura.
Aunque mal podía parecerse a su madre, pensaba Ruslan, con desazón.
Con el paso de los meses, Yvanka se estaba convirtiendo en una consumada ladronzuela. La niña tenía una habilidad extraordinaria para detectar dónde había algo comestible a su alrededor. Había estudiado cuándo las gentes abandonaban sus casas y corrales y sabía aprovechar la mejor ocasión. Mientras Ruslan trabajaba con los hombres de Sboron, Yvanka correteaba por la aldea. Se deslizaba en las casas vacías, merodeaba por los huertos y se colaba en los establos y en las despensas. Robaba pedazos de pan, queso, frutas o fiambres. Bebía la leche de las cabras y de las ovejas, mamando directamente de sus ubres, como las crías. Incluso, alguna vez, llegó a apropiarse de alguna torta de carne. Como era tan menuda y su aspecto indefenso movía a compasión, nadie en la aldea sospechaba de ella. Yvanka había perfeccionado sus dotes para ocultarse, escarmentada por la experiencia de Silka. Por las noches, en el establo de Sboron, compartía el botín con su hermano. Ruslan la reñía. No quería que se arriesgara, y mucho menos que se acostumbrara a cometer hurtos. Pero comía de buena gana aquellos inesperados manjares. Al lado de los mendrugos de Ogashka, le sabían a gloria.
Una noche, ya entrada la primavera, Ruslan llegó al corral y encontró a Yvanka, sentada entre las ovejas, esperándolo ansiosa. La niña temblaba inquieta, se mordía los labios y se relamía. Cuando vio a su hermano, casi dio un salto.
—Ruslan, ¡mira qué he traído! —susurró ella. Había aprendido a no levantar la voz para pasar inadvertida ante Ogashka y sus hijos.
Ruslan miró y vio que aquel día las capturas de Yvanka eran espléndidas. Había un pedazo de pan tierno, queso, nueces... y dos preciosas manzanas, rojas y brillantes, a las que la niña había sacado brillo a fuerza de frotarlas en su manga.
—Y también... esto —exclamó la niña, sacando algo más.
Y abrió ante sus ojos un pequeño envoltorio de hojas. ¡Era carne! Un pedazo de carne curada, como hacía meses que no probaban. Ruslan la tomó en sus manos y la olfateó. Parecía un poco rancia y estaba dura y correosa como una bota de cuero. Pero era carne, al fin y al cabo, y se sorprendió a sí mismo con la boca haciéndosele agua.
Entonces miró a la pequeña y la vio, hambrienta y con un hilillo de saliva en los labios. No había querido tocar aquellas delicias, conteniendo su apetito, hasta que él hubiera llegado.
—¿Me has estado esperando para comer?
Yvanka asintió. Partió el pan y le dio un pedazo. Ruslan tragó la miga tierna con una lágrima.
—Mamá decía que teníamos que compartirlo todo, ¿verdad? —dijo la niña—. Y yo quiero ser como ella.