12. Rivales
El rey Vladi decidió que la tropa hibernaría en Vaki y la ocupó en la edificación de las nuevas murallas. Así esperaba demorar el regreso de los señores varik y los cabecillas de los clanes a sus feudos, mientras intentaba acercar posiciones entre ellos y neutralizar su atávica rivalidad.
Ruslan y Vanushka fueron enviados con los Muchachos a las obras de reconstrucción de los muros de Vaki. Los jóvenes solían rezongar y trabajaban a golpe de látigo, pero Ruslan emprendió su tarea con buen ánimo y empeño. Aprendió muchas cosas sobre las ciudades y la construcción de defensas. Las murallas se levantaban con mampostería y una mezcla de barro, paja y gravilla, que unía las irregulares piedras. La fase final de la obra consistía en recubrir el muro de adobe, de manera que resultaba tan liso y resbaladizo que era imposible de escalar. Vladi ordenó que los muros fueran muy altos, hasta más de treinta pies sobre el terreno. La ciudad comenzó a tomar una forma muy diferente. Desde lejos, semejaba un termitero gigante, que cada día se elevaba un poco más.
Las obras sólo se interrumpieron durante las semanas de más frío, cuando la nieve cayó inclemente sobre los bosques y el cierzo helado barrió la tierra desnuda. Los soldados se refugiaron en el campamento, donde las horas se hacían largas, al amor de las hogueras y bajo las tiendas. Pero en ese tiempo, precisamente, los hombres se entregaban al ocio y se solazaban, sin dejar escapar la menor oportunidad para organizar alegres jaranas o visitar las tabernas y los burdeles de la ciudad.
Ruslan aprovechó aquellas semanas para entrenarse con las armas. Radomir y sus fieles también solían pelear entre ellos y, a veces, retaban a Turiak y al resto de sus compañeros para ejercitarse, matar el frío y recrearse a la vez. Ruslan se convirtió en un alumno aventajado. No le importaba el frío glacial de la madrugada ni el esfuerzo. Hacía sus tareas en el campamento a toda prisa, a menudo antes que los demás se despertaran, y encendía el fuego para el desayuno. Dedicaba todo el tiempo que podía a aprender y Radomir, Dalebor y Hirson se complacían en enseñarlo. Agai lo adiestró en el tiro con arco. Ieraks lo inició en la cetrería, por la que el muchacho mostró gran interés. Y en este arte el halconero tuvo otro discípulo inesperado, el pequeño Vanushka, a quien fascinaban los animales y su halcón amaestrado.
Ruslan era mucho más dócil y, al mismo tiempo, más tenaz que el resto de los bisoños. Radomir no ocultaba el creciente afecto que sentía hacia él y el joven no tardó en percibir las miradas celosas y resentidas no sólo de los Muchachos, sino también de Turiak y de los hombres de su grupo.
—Ese niñato creído pronto nos hará sombra —bromeaban, a risotadas—. Aún no levanta dos palmos del suelo y se atreve con las lanzas, jo, jo, jo... ¡Eh, mozalbete! Vigila no te claves la punta en el pie.
Ruslan se tragaba el orgullo e intentaba no dar importancia a las befas, ignorando el eco siniestro de sus voces broncas.
Entre todos los guerreros del escuadrón, Glinka fue su mejor maestro. Al joven mestizo le aburría la inactividad del campamento y se cansaba de las bullas de los guerreros más adultos. Enseñó a Ruslan todos sus trucos y peleó con él durante largas horas. Algunos días, cuando salía el sol y estaba sereno, los dos Muchachos tomaban sus caballos e iban a cabalgar. Se hicieron inseparables. Glinka no sentía celos en absoluto por el aprecio que le profesaba Radomir. El jinete parecía no necesitar a nadie y vivía tan feliz, sin ataduras de ninguna clase. En el grupo, todos lo querían. El alegre Glinka, de brillantes ocurrencias y risa contagiosa, tan pronto jovial como mordaz, era siempre solicitado en las francachelas. Y jamás decepcionaba a nadie. Estar a su lado era contar con la diversión asegurada.
Fue Glinka quien llevó a Ruslan consigo a un prostíbulo y lo inició en su primer contacto con las mujeres. Los hombres de Radomir solían ir a la ciudad y se gastaban su escasa paga en las tabernas o en los lupanares. Ruslan a veces los acompañaba y, olvidando sus antiguos principios, se acostumbró a beber y a divertirse, participando en sus conversaciones soeces y chuscas. Pero nunca se había acostado con una chica y mucho menos con una mujer experimentada. Era muy joven, contaba con poco más de doce años y, cuando Glinka se lo propuso, aceptó encantado. Haciendo alegres eses por las callejas de Vaki, Glinka lo llevó a un burdel que frecuentaba con sus compañeros. Cuando Ruslan se encontró en medio de aquella estancia oscura, hedionda, con el aire enrarecido por el humo, donde a duras penas distinguía un puñado de cuerpos semidesnudos, se arrepintió. Aquello no era como lo había imaginado y deseó huir de allí. Glinka rió y lo animó. Ruslan se encontró en brazos de una mujer, varios años mayor que él, robusta y huesuda, que lo envolvió entre sus piernas y lo echó en tierra. Estaba muy aturdido, bajo el efecto del alcohol, y no se resistió. Más tarde, sólo podía recordar las sucias greñas de la muchacha, un tanto pegajosas, cosquilleando sobre sus mejillas, su olor corporal y su peso, mientras forcejeaba contra él... y la reacción incontrolada de su cuerpo, desahogándose dentro de la joven meretriz. Cuando todo acabó Ruslan tuvo un breve instante de lucidez y pensó inmediatamente en su madre, la hermosa Liudena, y en Yvanka. Inmerso en la maloliente penumbra del burdel, sintió que la vergüenza le quemaba el rostro. Apartando a la muchacha, se puso en pie, tambaleante. Definitivamente no le gustaba. Aquélla no era la idea que se había forjado de una mujer... y, mucho menos, del amor. Algo le picaba en la piel. Aquel lugar debía de estar plagado de chinches y otros parásitos. Ruslan se ciñó sus ropas a toda prisa, casi con rabia, y se dispuso a salir.
—Eh, Rus... ¿Adónde vas?
Era Glinka. Con voz pastosa y soñolienta, tendido muy cerca de él, alargó una mano hacia el muchacho.
—Me largo —dijo Ruslan—. No quiero estar más aquí.
Glinka soltó una carcajada.
—¡Pero si no has hecho más que empezar! La noche es larga... Mira, aquí hay muchas chicas...
El mismo Glinka estaba abrazado, al menos, a dos de ellas. Ruslan movió la cabeza.
—Me voy —dijo, y se marchó corriendo.
Regresó a trompicones al campamento, en medio de la noche helada. Cuando vio a su hermana descansando plácidamente junto a los Muchachos, acurrucados alrededor de la hoguera en brasas, sintió deseos de llorar. Contempló su carita pecosa y rosada, su expresión de delicado abandono. Cuando dormía, Yvanka recuperaba la inocencia perdida y, con el paso del tiempo, se le antojaba cada vez más parecida a su madre. «Ellas son las mujeres de mi vida», pensó Ruslan. «Por ellas no puedo rebajarme a...». Y se propuso no acostarse jamás con una mujer, hasta que encontrara una muchacha tan noble, hermosa y honesta como lo había sido Liudena. «Sólo me casaré con una mujer que pueda compararse a ella». Y decidió olvidar aquella noche lamentable y no decir una palabra a su hermana.
Pero entre los guerreros de un campamento lo más difícil era guardar secretos. La aventura de Ruslan acabó saliendo a la luz y pronto fue cacareada por el resto de sus compañeros. Turiak y los suyos no tardaron en hacerlo blanco de sus chanzas.
—¡Vaya con el valiente guerrero! —se burlaban—. En cuanto tuvo a la hembra delante, ¡salió corriendo! ¿Os lo podéis imaginar? Jo, jo, jo. ¡Ahora resulta que el bravo muchacho nos ha salido marica!
Ruslan llevaba rato conteniéndose, tratando de ignorar los escarnios. Pero, finalmente, saltó.
—¡No me fui corriendo! —gritó—. Me acosté con ella y... y lo hice, ¿de acuerdo? Me largué porque aquel antro estaba infestado de pulgas, ¡maldita sea!
Turiak y sus colegas rieron aún más fuerte. Esta vez, Hirson, Obaim y Agai lo acompañaban.
—¡Las malas pulgas son las que tienes tú! —le espetó el Gordo—. Chico, ¡no aguantas ni una broma!
—Pero el niñito no ha querido repetir, ¿verdad que no? —seguía Turiak, provocador—. Sabe manejar bien la espada, pero su otra espada parece que no le funciona tan bien...
Ruslan se volvió, pálido de ira, mientras oía las carcajadas de los demás guerreros.
—¡Vamos, mocoso! No te enfades... Ahora vendrá y nos tirará de los pelos.
—O irá a buscar a su amigo Glinka. Seguro que con el puede consolarse...
Impostaban la voz, imitando los gestos de una mujer airada. Ruslan optó por marcharse de allí. Enfrentándose a ellos sólo provocaba su hilaridad y, como bien le recordara Radomir, no valía la pena hacerse enemigos en la tropa. Entonces vio a Yvanka, que lo miraba, muy seria. Lo había escuchado todo. Ruslan no pudo sostener su mirada más de unos segundos y se alejó a toda prisa. Los ojos de Yvanka le habían herido. Pero ella no dijo nada y jamás le hizo un comentario.
Glinka le quitó toda importancia.
—Andan diciendo que me acuesto contigo —farfullaba Ruslan, enojado—. No soporto que me llamen afeminado. No me gustan los hombres, ¡te aseguro que no!
Glinka lo miraba, sonriendo, con buen humor.
—No hace falta que lo digas. ¡Ja, ja, ja! Escucha, de mí también lo han dicho... ¿y qué? Me han echado tantos novios como novias he tenido. Hasta han llegado a decir que era el amante de Radomir, y que por eso siempre me favorece... ¡Ya lo ves! No vale la pena molestarse, de veras. Ante tamañas sandeces, lo más inteligente es ignorarlas. Son tan estúpidas que no merecen ni que te enfades por ellas.
Ruslan se apaciguó un poco, pero su inquina contra Turiak creció. No podía evitar sentir sus miradas y sus muecas sardónicas cada vez que pasaba ante él. Glinka le aconsejó no provocarlo.
—Si quieres un consejo, Rus, no te metas con Turiak. Tiene tan mala uva que sería capaz de violarte, sólo para humillarte y demostrar que está en lo cierto. Y me figuro que tú no querrías eso, ¿verdad?
Ruslan lo miró, atónito y a la vez indignado.
—Jamás lo permitiría —dijo—. Antes lo mataría con mis manos.
Glinka rió.
—Vamos, Rus, no te sobreestimes. Antes de que pudieras darle un puñetazo, te habría roto la cara... Y sería una lástima. Anda, déjalo ya y olvídalo. Vamos a montar a caballo un rato. ¿Quieres que nos llevemos a Vanushka?
La cabalgata por los campos nevados, el aire gélido y el ejercicio lograron calmar el irritado corazón de Ruslan. Yvanka iba con ellos y también Ieraks, con su halcón. La niña le había tomado afecto al ave de presa y, curiosamente, el adusto Ieraks le dejaba acariciarla y alimentarla, tareas que jamás había permitido hacer a nadie. Aquel día, Ieraks soltó al halcón y cazaron un par de conejos y una gorda perdiz, que se llevaron de vuelta al campamento. Yvanka disfrutó con la inesperada cacería y, cuando regresaban, Ruslan y Glinka vieron un atisbo de sonrisa en su rostro atezado por el viento. Ieraks le había dejado llevar al halcón en su antebrazo y la pequeña cabalgaba con la gracia y la elegancia de una joven amazona. Ambos amigos la miraban con sentimientos diferentes. A Ruslan le dio un vuelco el corazón cuando Glinka se acercó a ella y, alargando la mano, le removió los cabellos en un gesto cariñoso.
—Nuestro Vanushka es un hábil cetrero y cazador, por lo que veo —comentó, sonriente.
Yvanka no le respondió, pero le devolvió media sonrisa.
—¡Y además ha sonreído! —exclamó Glinka, y le dio un palmetazo en los hombros, para acariciar, a continuación, su cuello—. Vaya, pensaba que jamás te veríamos hacerlo...
Ruslan avanzó para cabalgar junto a Glinka, molesto. Y le comentó lo primero que se le pasó por la mente, para distraerlo y alejarlo de su hermana.
La primavera llegó una buena mañana, casi sin avisar. Un viento templado barrió la nieve y su aliento hizo florecer los muguetes y las campánulas sobre la tierra parda y azulada, aún adormecida bajo el letargo invernal. El rey Vladi decidió que Vaki ya era un feudo seguro y dio órdenes de emprender el regreso de la tropa hacia el Norte. No obstante, dejó un destacamento en la ciudad, al mando de uno de sus capitanes.
Radomir explicó a sus hombres que se encaminarían con toda la tropa hasta Valmir, la ciudad más antigua del reino. Por el camino, el rey esperaba conciliar definitivamente al señor de Dalvai y a los varik, en especial a Mordvin, el Implacable. Pero todos sabían que sería tarea harto difícil, pues ambos aristócratas no habían dejado de rivalizar a lo largo de toda la campaña de Vaki, durante la batalla y en el transcurso del invierno. La toma de la ciudad y la posibilidad de comerciar con los nuevos territorios al sur del Duin no habían logrado reconciliarlos. En el campamento, sus hombres siempre iban a la greña y las reyertas entre los soldados de uno y otro bando eran frecuentes. En las reuniones del rey con sus nobles y capitanes, Volován y Mordvin solían enfrentarse verbalmente y raro era el día en que no encontraban un motivo de discusión. Finalmente, Vladi decidió regresar con todo su ejército y acompañar con su tropa de élite a Mordvin hasta su terruño, para escuchar sus requerimientos y encontrar una solución a sus problemas con las tierras fronterizas de Dalvai. Vladi estaba dispuesto a otorgar a Mordvin privilegios para que comerciara con las tribus al sur del río Duin a cambio de que dejara en paz a su eterno rival. Por su parte, Volován, señor de Dalvai, se comprometía a regresar a su villa y a su territorio y a pagar una tasa anual a Vladi a cambio de que los guerreros del rey le ayudaran a defender sus tierras y los arroyos auríferos. Pero el monarca, además, le arrancó la promesa de no volver a armar una tropa sin su consentimiento.
Radomir explicaba los intríngulis de las negociaciones entre el rey y los nobles a sus hombres, cuando regresaba de las asambleas de oficiales.
—¡Nos temen a los de Dalvai! —comentaba, ufano—. Por eso el rey nos ha ordenado no armar más tropas por nuestra cuenta... Volován deberá deponer las armas. Pero nosotros, que servimos al rey, siempre seremos el terrible Escuadrón Temerario. El día que nos licenciemos y regresemos a nuestras tierras, Volován sabrá que cuenta con un puñado de guerreros capaces de todo.
Turiak y los demás asentían, con alborotados comentarios. Y Ruslan no perdía detalle de estas conversaciones que lo introducían en la compleja situación de aquel reino tan vasto, forjado por reyes ambiciosos y poderosos, que sólo podía mantenerse unido gracias a un constante equilibrio de fuerzas.
El trayecto hacia el Norte fue largo y penoso y les llevó más de una luna. Hasta llegar al Duin, el tiempo fue templado y seco. Pero, una vez hubieron atravesado las caudalosas aguas, las lluvias primaverales comenzaron a caer, dificultando y ralentizando la marcha. Las ruedas de los carros se atascaban, los pies se hundían en el fango y los hombres tiritaban bajo los aguaceros incesantes que les calaban hasta los huesos. El hambre, el frío y el mal humor hacían mella en los soldados, y las querellas y los enfrentamientos por motivos absurdos eran cada vez más frecuentes.
Ruslan temblaba pensando que, tal vez, volverían a pasar por las tierras de Dalvai y por su aldea... Pero Glinka alejó el temor de él.
—Iremos por la ruta de los varik —explicó al joven—. Es un camino más amplio y seguro. Nos llevará directamente a las tierras de Mordvin.
Apenas tomaron la ruta varik, el tiempo comenzó a mejorar de nuevo. Y la primavera estalló en todo su esplendor. Ruslan pensó que pronto haría un año que estaban con la tropa, entre los hombres de Radomir. ¡Parecían haber pasado siglos! Miró a Yvanka, subida a uno de los carros, charlando animadamente con los Muchachos más jóvenes. El cabello, que tan cruelmente le habían cortado sus jóvenes amas, continuaba creciendo y flotaba en ondas llameantes sobre sus hombros. Ruslan decidió que volvería a trenzárselo. Aunque todos la creían un muchacho, él la veía tan delicada que temía que, de un momento a otro, se descubriera su verdadera identidad. Menos mal, pensó, que Yvanka aún era pequeña, aunque había crecido durante el invierno. Tenía poco más de nueve años y estaba tan delgada y plana que no era posible adivinar en ella forma alguna de mujer. Sus ropas holgadas y harapientas también ocultaban su naturaleza y, como siempre se había mostrado tímida y huidiza, nadie se extrañaba de su constante pudor. Pero Ruslan se angustiaba preguntándose cuánto tiempo podría mantener su secreto.