25. El reto

Aquel verano, el rey se presentó en tierras de Volován, tal como había previsto. Recorrió las aldeas de la región, cobró sus impuestos en oro y comprobó que los clanes acataban su potestad. Pero ni a él ni a sus capitanes se les escapó la tensión reinante en Dalvai. Los varik tampoco estaban satisfechos. La protección del escuadrón real, dirigido por Radomir, les garantizaba una explotación segura de su arroyo. Pero los nativos de la región les eran hostiles y acechaban por los caminos, dispuestos a atacar las caravanas cargadas de oro. Radomir organizó grupos armados para proteger las caravanas. Pero no pudo hacerlo sin menoscabo de la custodia de las explotaciones. Pidió refuerzos al rey, y éste le proporcionó más hombres armados. La presencia de los guerreros pululando entre las aldeas y los caminos no fue bien acogida por la población. Era cuestión de tiempo que las reyertas volvieran a estallar. Rumores inquietantes comenzaron a llegar a oídos del rey. Algunas aldeas, se decía, preferían confabularse con Mordvin y los varik. Aseguraban a Mordvin un camino de salida a su mineral y la protección de los aldeanos. A cambio, los jefecillos rurales de tales poblados recibían diversos favores, desde oro hasta ayuda de otra índole, como lanzar una horda varik contra algún señor rival para apropiarse de sus tierras. Vladi comprendió con amargura que en su intento de poner orden en la región sólo había conseguido aumentar la inseguridad y la violencia.

Ruslan pasó toda la primavera en Sarlov y en sus inmediaciones, combatiendo y luego viendo cómo sus capitanes negociaban con los cabecillas de las tribus de la estepa. Las escaramuzas con los pueblos jinetes le hicieron ver la importancia de una buena caballería en la tropa y, al mismo tiempo, la superioridad de los guerreros de la estepa en este campo. Ruslan vio morir a numerosos compañeros, abatidos por las flechas que los veloces jinetes lanzaban con certera puntería en pleno galope. El mismo resultó herido en un brazo y sólo se salvó porque Dama tropezó, derribándolo al suelo, y logró cubrirse con su escudo. Dándolo por caído, nadie más se ensañó con él y regresó por su propio pie al campamento, después de una reñida batalla. No pudo recuperar a su yegua. Ruslan vio, con dolor, cómo varios jinetes se la llevaban consigo. «Al menos», pensó, «no la han matado. Tendrá una nueva vida en las estepas».

Parlamentar con los jinetes fue harto difícil, entre otras cosas porque hablaban una lengua muy distinta a la de Slavamir y su protocolo y sus normas de cortesía eran del todo diferentes. Lo que para los soldados de Kader era honorable podía convertirse en una ofensa para ellos, y viceversa. Al final, encontraron un intérprete que facilitó enormemente poder llegar a un acuerdo. Para su sorpresa, era una mujer. Se trataba de una matrona de edad madura que había abandonado Sadov en su juventud para desposarse con el hijo del jefe de un clan de jinetes y había vivido en la estepa durante largos años. Su nieto, un adolescente mestizo, de elevada estatura y rasgos esteparios, la acompañaba. La mujer conversó con los jinetes, expuso las razones de los hombres de Vladi ante ellos y trasladó su respuesta a Kader y a sus guerreros. En definitiva, meditó Ruslan, después de tantas refriegas, era hablando como se llegaba a una solución. Los señores de la estepa aceptaron no volver a atacar los rebaños y las aldeas de Sarlov a cambio de recibir la venia del rey Vladi para pastorear y capturar reses en sus tierras de frontera. Era un acuerdo un tanto frágil que no precisaba los límites de la expansión de los jinetes, pero sus términos eran claros y, momentáneamente, la paz regresó a la región. Avisado por un mensajero del rey, Kader retiró a su tropa y emprendió el camino para unirse con la fuerza de Vladi junto al Duin.

Era avanzado el verano cuando Ruslan y sus compañeros alcanzaron las riberas del Duin. Habían seguido una ruta que unía Sarlov con otra gran ciudad, Duyelav, por la cual pasaron sin apenas detenerse. Desde Duyelav alcanzaron el nacimiento del Duin en relativamente pocos días y siguieron el curso del río hasta llegar a Dazil.

En Dazil el rey Vladi concentró a su tropa. Quería reunir a sus capitanes en asamblea para deliberar sobre la situación del reino. En aquel momento, se preveían dos focos de posibles insurrecciones que debían afrontar. El monarca deseaba dar fin a aquellos conflictos que se alargaban demasiado y que estaban costando sangre, oro y vidas humanas al país entero.

—Tenemos, por un lado, Dalvai y su enfrentamiento con los varik. Aunque nuestras tropas están conteniendo a unos y otros, la situación acabará estallando en cualquier momento —expuso Vladi—. Por otro lado, tenemos a las tribus varik, levantiscas y resentidas, ansiosas por saltar sobre Dalvai y por liberarse del yugo de la corona. Hemos intentado sofocar sus rebeliones utilizando las armas, con escaso resultado. Sólo es cuestión de tiempo que se rehagan. Quisiera oír vuestro parecer.

Hubo opiniones diversas. Algunos eran partidarios de favorecer una mayor independencia para las tribus varik, a cambio de un impuesto. Otros sugerían imponer gobernadores leales en Dalvai y en las tribus varik. Kader incluso llegó más lejos: dejar en cada ciudad un destacamento de guerreros permanente, para asegurar el orden. Boris creía que el problema se resolvería en cuanto Mordvin y Volován fueran depuestos y despojados de todo poder. Finalmente, el joven príncipe, Igor, que había acompañado a su tío, quiso dar también su opinión.

—Si me lo permitís, tío, con todos los respetos, quisiera ofreceros mi parecer.

—Habla, sobrino —lo animó el rey, afable.

Aunque no le gustaba el hijo de su hermano, entendía que el joven debía iniciarse también en las artes de la diplomacia para el futuro gobierno de una ciudad, y escuchó su propuesta con atención.

—Creo que, en estos momentos, todos esos señores se están burlando abiertamente de la corona —dijo Igor, con desenvoltura, no exenta de sarcasmo—. Yo, en vuestro lugar, armaría a mis tropas contra ellos y los aplastaría, uno tras otro. Ordenaría ejecutar a los jefes de cada clan. Muerto el perro, se acabó la rabia, ¿no se suele decir así? Y a continuación incautaría todas sus tierras y bienes para que pasaran a la corona. ¡Sería un castigo ejemplar para los sediciosos y enriquecería nuestras arcas de manera fabulosa!

Todos contemplaron, entre sorprendidos y admirados, al joven Igor. Vladi frunció el entrecejo y observó a sus capitanes, comprobando que sus reacciones diferían. Algunos, como Kader o el expeditivo Boiak, parecían plenamente de acuerdo con la propuesta. Boris movía la cabeza, dubitativo. Radomir y algunos más revelaron con claridad su desagrado.

—Es una propuesta Audaz, sobrino —dijo el rey, por fin—. Es posible que acabara con el problema momentáneamente... Pero no deseo derramar más sangre en vano. Si destruimos clanes enteros, estaremos sembrando las semillas de la venganza en las generaciones futuras. Podemos mantener la lealtad de esas tierras a la fuerza. Pero, a la larga, deberemos volver a luchar para recuperarla.

Igor soltó una carcajada desdeñosa.

—¿Y qué estamos haciendo ahora? Por lo que veo, no pasa un año sin que tengamos que entablar un combate. ¿No estamos derramando ya demasiada sangre? Si cortamos el problema de raíz, evitaremos males mayores. Y pensad en el cuantioso botín que obtendremos...

«Sí, hijo mío, sí», pensó Vladi, mirando al joven, «esto, especialmente, es lo que más te agrada de la guerra, ¿verdad? El saqueo y el botín...». Igor percibió el desprecio en la mirada de su tío y desvió el rostro, molesto.

—Era sólo una sugerencia —dijo, en actitud pretendidamente humilde—. Por supuesto, mi tío y mi rey, haréis lo que consideréis más oportuno.

Vladi resolvió regresar a Dagor, consultar con sus consejeros qué podía hacer para doblegar a los jefes rebeldes, y enviar dos escuadrones, uno a Dalvai y otro a la tribu de Mordvin. Y emprendió el retorno con la tropa.

Ruslan se había reunido con sus amigos de siempre. Observó, con desagrado, cómo Glinka frecuentaba cada vez más a Igor y a su caterva de guerreros pendencieros y sin escrúpulos. Glinka sostenía que sólo se aprovechaba de ellos para divertirse. Al menos Ladislav había seguido su consejo y se había distanciado un tanto de ellos, acercándose más a Anatoli y a su grupo de amigos, los jóvenes guerreros de Valmir.

—Has sobrevivido a los temibles jinetes de la estepa —le comentó Glinka, en cuanto se vieron a solas, para charlar un rato—. ¿Qué te han parecido?

Ruslan sonrió, mirando a su amigo.

—Son increíbles, Glinka. Jamás había visto nada igual. No sólo montan bien, sino que luchan con saña y no se detienen ante nada... Una caballería de jinetes de la estepa haría invencible a nuestro ejército.

Glinka sonreía, complacido.

—Vaya, ¡eso es visión de futuro! Cuando seas un gran capitán, podrías pensar en ello.

—Y tú mandarías la caballería —añadió Ruslan—. Aunque creo que deberías superarte un poco, para estar a su altura...

Ahora Glinka se ofendió.

—¡Eh! Claro que estoy a su altura. ¡Tú no has visto todo lo que soy capaz de hacer a caballo!

—Tal vez no —rió Ruslan—. Pero sigo pensando que deberías entrenar un poco más, en lugar de pasar tanto tiempo con esos nuevos amigos tuyos.

Glinka hizo una mueca despectiva.

—Ah, ¿lo dices por el principito? Igor y sus amigos me importan un comino. Voy con ellos para pasarlo bien. Ahora que estás tú, tal vez cambie de compañías.

—Glinka —le advirtió Ruslan—, te lo digo en serio, como amigo. No te fíes de ellos. He visto cómo te miran. Fingen ser tus amigos, pero te desprecian..., y te envidian. Aléjate de esa mala ralea.

—¡Y lo dices tú! —rió él—. Como si tú y yo fuéramos de sangre lo bastante noble como para andar con prejuicios de casta...

—Glinka, la nobleza no sólo se lleva en la sangre, y lo sabes.

El joven dejó de reír y calló durante unos instantes.

—¿Sabes una cosa? —dijo, cambiando bruscamente de tema—. Si Vladi vuelve a armar una expedición contra los jinetes, esta vez iré yo también. ¡Debo reencontrarme con los de mi raza!

A su regreso, Ruslan decidió pasar por Dalvai y visitar a su hermana, a quien hacía un año no veía. Se sorprendió cuando Glinka les dijo que no los acompañaría.

—¿Por qué no vienes?

—Ya estuve allí en primavera... Y no creo que se alegre mucho de verme.

—¿Por qué? ¿Ocurrió algo?

Glinka miró a su amigo, con un velo de tristeza en los ojos, antes de bajar la mirada. Tardó unos segundos en responder.

—Tu hermana, Ruslan, es muy joven. Y ya ha visto lo peor que puede haber en los hombres.

El silencio pesó sobre los dos jóvenes. Ruslan se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

—¿También en ti, Glinka?

Glinka levantó los ojos hacia él, de nuevo.

—¿Es que hay algo bueno en mí, Rus?

Ruslan movió la cabeza. El Glinka soberbio, apuesto y atlético, de pronto se veía abatido y vencido, como si una sombra de vejez y muerte, de desengaño muy antiguo, hubiera caído sobre él. Ruslan lo abrazó y dejó que Glinka apoyara la cabeza sobre su hombro.

—Claro que lo hay, Glinka, y mucho..., aunque quizá ni tú mismo lo sabes.

Hizo el trayecto hasta la hacienda con Radomir, Dalebor y Ieraks. A su llegada, una multitud alborozada los esperaba. Los chiquillos de la aldea los habían visto acercarse y habían corrido a avisar a Melian, a voces, alertando a todo el personal de la casa.

—¡El amo viene! ¡El amo ya está aquí!

Besos, abrazos y saludos se sucedieron, mientras todos rodeaban a los cuatro guerreros. Los niños revoloteaban alrededor de Ruslan.

—¿Éste es Ruslan?

—¿Tú eres el que salvó al escuadrón de Dalvai?

—¡Ruslan, déjanos ver tu cuchillo mataosos!

—¡Yo quiero montar en tu caballo!

Ruslan no sabía cómo deshacerse de ellos, entre divertido y aturdido. ¿Cómo diantre sabían todas aquellas cosas de él?

Por fin, Melian los ahuyentó y abrazó a Ruslan con calor.

—Así que tú eres el valiente muchacho... ¡Cómo me alegro de conocerte! Y tu hermana también está deseando abrazarte.

Ruslan la buscaba con la vista, entre el tumulto de niños, mujeres y criados. Allí estaba, algo apartada. ¡Oh, dioses, cómo había cambiado! Crecida, espigada y vestida como una doncella, con su larga trenza, Yvanka se había convertido en una mujer. Pero su pose desafiante, con los brazos cruzados y las caderas ligeramente ladeadas, era la misma de siempre.

—Hola, Yvanka —dijo él, acercándose.

Pero Yvanka no se movió. La jovencita apretaba los labios y Ruslan la abrazó con suavidad, dándole un beso en la mejilla.

—Estás preciosa —le dijo, admirado.

Ella sonrió levemente.

—Gracias. Y tú, ¿estás bien?

Ruslan asintió y, de pronto, se sintió molesto y estúpido. Todo el mundo los observaba. Yvanka estaba enfadada por algo, y resultaba ridículo que dos hermanos que no se veían desde hacía un año se saludaran de aquella manera.

Melian acudió en su auxilio.

—Ven, Ruslan. Vamos a descargar vuestros bultos de los caballos. Entrad y tomad un vaso de cerveza fresca. Tenéis que descansar un poco. Luego ya hablaréis...

Ruslan agradeció el gesto de Melian y se dirigió hacia sus compañeros, que lo miraban burlones. Pero, en cuanto pudo, se escabulló de la casa y buscó a Yvanka. Una criada le indicó el cercano huerto, donde la muchacha recogía manzanas para la cena.

Yvanka no le dio tiempo a decir palabra. Apenas lo vio, dejó el cesto de manzanas en el suelo y se encaró con él.

—¡Glinka ha venido antes que tú a verme! —le reprochó—. Estuvo aquí en primavera. Ha pensado en mí antes que tú.

—No seas injusta —protestó él—. En primavera yo estaba en Sarlov, muy lejos de aquí.

—Ya —replicó ella, sarcástica—, combatiendo con los jinetes de la estepa, ¿verdad? ¿Fue un buen combate? ¿Has ganado muchos honores?

—No muchos —respondió él, armándose de paciencia—. Más bien estuve a punto de perderlo todo..., incluso la vida. Pero conseguí salir de aquélla.

—Y ahí perdiste tu caballo, ¿no es así? ¿Cómo es que no has vuelto con Dama?

—Se la llevaron los jinetes —contestó Ruslan—. Al menos, no la mataron. Tal vez ahora corre libre por las estepas, con una compañía de feroces guerreros. Ojalá sea así...

—¿Y ese caballo? —preguntó ella, que había observado el magnífico corcel que montaba su hermano—. ¿De dónde lo has sacado? No me dirás que te lo ha regalado el rey...

Ruslan sonrió, moviendo la cabeza.

—Es el caballo de Anatoli. Cuando supo que lo había perdido, me regaló el suyo. Él pronto consiguió otro. Como sabes, su clan cría los caballos para la tropa...

—Ya me sé esa historia —lo interrumpió ella, mordaz—. Y también la de ese clan.

Los dos callaron. Ruslan no sabía cómo romper el silencio y aquel muro de hielo invisible que se había levantado, sin saber cómo, entre ellos.

—¿Has estado allí? —preguntó Yvanka, de pronto.

—Allí..., ¿dónde?

—¡Lo sabes muy bien! Con la familia de Anatoli..., con ella. ¿Has vuelto a verla?

Ruslan tragó saliva y respiró hondo.

—Sí, volví... Hace ya tiempo de eso, también... Fue porque nos venía de paso, al regresar de las tierras varik.

—Claro, ¡os venía de paso! E imagino que allí también perdiste tu collar, ¿verdad?

—Yvanka...

—No, no me lo expliques. Se lo diste a ella, ¿crees que no lo adivino?

Él no respondió. Yvanka hizo un mohín de disgusto y le volvió la espalda. Cogiendo el capazo, siguió arrancando manzanas del árbol, cada vez con mayor furia. Hasta que una fruta rebelde se le resistió. Yvanka tiró de ella con irritación y se oyó un crujido. La manzana cayó sobre la hierba con un golpe sordo y la rama quebrada se desgajó, mientras el manzano protestaba, estremeciéndose siseante, y desprendía un puñado de hojas.

—¡Maldita sea! —exclamó Yvanka, agachándose para recoger la fruta. De pronto cayó de bruces y rompió a llorar.

Ruslan se arrodilló a su lado.

—Yvanka, ¿qué te sucede? ¿Puedo ayudarte?

Ella negó con la cabeza y lo apartó bruscamente, antes de alejarse corriendo.

Radomir se sentó junto a su esposa y la tomó de la mano.

—No ha sido muy amable la rapaza con su hermano, ¿verdad?

—Ah, esposo... La pequeña Yvanka es impredecible. Y no creas que no deseaba verlo. Pero a veces reacciona de manera un tanto arisca. Se le pasará, ya lo verás. ¡Aunque no lo creas, ha cambiado mucho!

—Su aspecto sí ha cambiado —admitió él—. Esposa, has convertido una pequeña cabra montesa en una mujer. ¿Te ha costado mucho?

Ella negó con la cabeza.

—En el fondo, esa niña tiene mucha bondad. Pero no sabe cómo expresarla. Además, me está ayudando mucho. Es rebelde, pero hacendosa y diligente. Aprende muy aprisa y no le asusta el trabajo duro. El otro día la envié a la aldea a hacer las compras por mí, y te aseguro que yo no hubiera podido hacerlo mejor. El criado que la acompañaba me dijo que incluso había regateado con el mercader, ¡y que era mucho más dura que su ama! Yvanka será una gran señora, cuando llegue el día.

Radomir miró con afecto a su esposa y le acarició la rubia cabeza que se tornaba plateada. Ella suspiró.

—Te veo cansada. Y te cuesta respirar. ¿Te encuentras bien, Melian?

—Claro —ella sonrió, con cierta tristeza—. Ya no soy una jovencita, Rado. Los años no pasan en balde. Y ese dolorcillo en el pecho que ya conoces a veces me molesta un poco... Me fatigo más que antes, pero eso es todo. Gracias a Yvanka, ahora puedo reposar un poco más.

—Me alegro de que, finalmente, no haya sido una gran carga para ti.

—No —repuso ella—. Ha sido como la hijita que no llegamos a tener..., sólo que ésta se ha hecho adolescente de repente. Tus Muchachos, Rado, siempre me han colmado de cariño, y lo sabes. Glinka, Yvanka..., y Ruslan también lo hará. Parece un buen chico.

—Está apenado por su hermana. Siento que lo haya recibido así.

—No te preocupes por eso —le aseguró ella, sonriente—. Yvanka lo adora. Se pasa el tiempo contando sus hazañas a los chiquillos. ¡Por eso todos lo conocen! Cuando ha llegado, ¿has visto que todos disputaban por verlo y estar a su lado? A sus ojos, es un héroe.

Radomir asintió, sonriente.

—Lo es, Melian. Ese muchacho tiene un valor singular... Y es diferente a Glinka. Tiene la cabeza fría y las ideas claras. Creo que llegará muy lejos.

—¿Se quedará aquí, con nosotros?

—Depende. Ahora es joven y arde en deseos de conquistar la gloria. Imagino que se reunirá con la tropa en unos pocos días, junto con Ieraks.

En los breves días que Ruslan estuvo en la hacienda, Yvanka lo llevó a pasear y recorrieron todas las tierras propiedad de Radomir y sus aledaños. Mientras caminaban, o cuando se detenían a descansar sobre la hierba, ella le explicaba las pequeñas anécdotas de su nueva vida, que tildaba de aburrida, y él le describía las nuevas tierras que había conocido en su campaña de Sarlov. Tan sólo había un tema que, tácitamente, ambos evitaban. O quizá, dos.

Ruslan pronto reparó en el colgante que la muchacha llevaba al cuello.

—¡Qué piedra más bonita! ¿Te la ha regalado Melian?

Ella sonrió, negando con la cabeza.

—Ha sido un regalo de Glinka —respondió, y Ruslan percibió su rubor.

—Es una joya preciosa —dijo él, admirando el pequeño corazón de malaquita, verde y pulida.

Pensó que, conociendo a Glinka y su carácter derrochador, el joven debía de haber hecho un enorme esfuerzo para ahorrar lo suficiente y comprar aquella alhaja. A menos que la hubiera robado en un saqueo... Pero descartó la idea rápidamente. Glinka podía ser un desvergonzado, pero no era un ladrón.

—¿Estuvo amable Glinka contigo? —preguntó Ruslan, con una duda dándole vueltas en la mente.

Yvanka lo miró con extrañeza.

—Pues claro que sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada —respondió él y desvió la mirada.

Esperaba que, tal vez, Yvanka le preguntaría por su amigo, y por qué razón no lo había acompañado. Pero su hermana guardó silencio y no dijo nada más.