3. Piedras de fuego
El otoño llegó y las hayas pintaron de rojo llameante los bosques. La aldea se iba recuperando lentamente y se preparó para las faenas de la matanza y el invierno. Acabados los trabajos de reconstrucción de casas y corrales, Ruslan comenzó a pasar las tardes en casa de Sboron, ayudando a Ogashka en múltiples menesteres.
Se convirtió en el esclavo particular de la dueña de la casa. ¿Había que sacar agua del pozo? Ruslan se ocupaba de ello. ¿Había que limpiar el establo? Esa era tarea de Ruslan. ¿Se tenía que llevar un capazo de grano, un cántaro de leche o una carga de troncos a cualquier lugar? Ruslan siempre estaba a punto para ello. Los criados y los jornaleros también contaban con él para echarles una mano en los trabajos más pesados y, en más de una ocasión, el muchacho se encontró debiendo atender dos peticiones a la vez, corriendo de un lado a otro para poder cumplir su tarea.
—¡Cuidado que eres atolondrado! —le espetaban los criados, burlones—. ¿No puedes ir a ningún lugar sin tropezar?
—¡Ruslan! Tráeme los calderos de ordeñar—gritaba una criada desde el corral.
—¡Antes tiene que ayudarme a cargar la leña! —respondía otro criado.
—¡Yo se lo he pedido antes! —protestaba la criada.
—¡Cállate y ve tú misma a buscar los calderos! Por una vez en tu vida, mueve el trasero. Ruslan tiene que ayudarme a mí antes. Si no llevamos estos troncos hoy a Gennadi, nos caerá una buena bronca.
Ruslan miraba a uno y a otro, desconcertado, hasta que un sopapo en el pescuezo lo hacía correr de nuevo, obedeciendo al criado de turno. Cuando era la servidumbre quien le mandaba resultaba difícil decidir y Ruslan discurría qué era, a su juicio, más urgente o necesario. Pero su criterio no siempre coincidía con el parecer de los sirvientes. Por lo general, los hombres acababan imponiéndose. Cuando ellos no estaban delante, las criadas se desquitaban y acuciaban al muchacho una y otra vez. Ruslan llegó a odiarlas a todas, salvo a una, Gadina. Era la única que se mostraba amable con él y con su hermana, aunque de forma un tanto reservada.
Una cosa sí tenía clara Ruslan. Cuando Ogashka aparecía en escena, sus órdenes eran la suprema ley. La iracunda señora se cuidó bien de que Ruslan aprendiera la lección, un día en que éste se apresuraba a ayudar a Rabik, uno de los criados, a sostener la carga de una carreta a la que se le acababa de salir una rueda. La carreta se inclinaba peligrosamente hacia atrás y todas las tinajas y sacos de grano que llevaba se deslizaron hacia el extremo, a punto de caer. Rabik sostuvo la carreta y Ruslan corrió a contener, con su cuerpecillo flaco y nervudo, los sacos de grano que se le venían encima. Mientras Ruslan impedía que la carga cayera, Rabik llamó a voces a otro criado, quien corrió a buscar un tocón con el que apuntalar el carro. Entonces sonó la voz estridente de Ogashka, llamando al muchacho.
Ruslan tardó unos minutos en presentarse ante su dueña. Cuando se aseguró de que el otro sirviente había logrado apalancar el vehículo corrió hacia la mujerona, que lo esperaba con los brazos cruzados.
—¿Se puede saber qué hacías? ¿Es que estás sordo?
—Señora, estaba ayudando a Rabik. La rueda del carro está rota y...
Ogashka se abalanzó sobre él y le propinó una sonora bofetada.
—Cuando tu señora te llama —replicó ella, temblando de ira— no hay otra faena, ni otra persona, ni nadie más en el mundo que te ordene nada... ¿Me oyes?
Aquella noche, durante la cena, Ogashka comentaba el incidente en la mesa, como si se tratara de una anécdota graciosa. Los hombres de la casa fingían escucharla con interés y sus hijos soltaban risitas burlonas, gesticulando y señalando a los Huérfanos. Estos, como de costumbre, cenaban sus mendrugos sentados en el suelo, en un rincón.
—¡El muy bribonzuelo pretendía ayudar a Rabik antes que a su ama! Esos niños salvajes no tienen ninguna educación...
—Rabik podía no haberlo contado —comentó uno de los jornaleros, un hombre joven y bien parecido, de modales desabridos, a quien le gustaba provocar a Ogashka.
Por algún motivo, Ogashka no se molestó y sonrió con una mezcla de coquetería y suficiencia.
—Que un criado más o menos muera aplastado... ¿que más da? Sería una boca menos, ¡ja, ja, ja! Ahora que no andamos precisamente sobrados de alimento, tampoco hubiera sido una gran pérdida.
Los demás rieron de forma despiadada. Los mismos sirvientes, que se sentaban a otra mesa más baja y algo apartada, se chancearon a costa de su compañero. Rabik fingió reír con ellos. Pero, en cuanto pudo, se levantó del escaño y se acercó a los dos hermanos. Ellos se apartaron cuando lo vieron llegar, temiendo que los golpeara, pero Rabik se agachó a su lado y pasó su manaza agrietada por las greñas pelirrojas del muchacho.
—Tomad —susurró, y les dio un poco de pan tierno y una tajada de queso. Luego se acercó más a Ruslan—. Y... gracias, chico.
Ruslan lo miró durante unos instantes, mientras el hombre regresaba junto a sus compañeros. Desde aquel día supo que, además de Gadina, en Rabik tenían otro aliado.
En cuanto podía, Ruslan se escapaba a solas hasta el lugar que había ocupado la casa de sus padres. Era una de las pocas viviendas que jamás llegó a reconstruirse. El espacio hueco y lleno de escombros, ennegrecido por el incendio, se iba cubriendo poco a poco de hierbas y maleza. Cada vez que acudía allí Ruslan sentía aquel frío que le atería el alma. Un silencio sepulcral parecía rodear siempre el solar arrasado. Ruslan se sentaba en alguna viga caída o se arrodillaba en el suelo, y lloraba. Allí liberaba el dolor que, ante su hermana y ante todo el pueblo, contenía, firmemente atado en su interior. Recordaba a su padre, sus conversaciones ante el fuego, sentado sobre sus rodillas, su voz grave y reconfortante, sus manos robustas que sabían ser tiernas a la vez... Y añoraba a su madre. La añoraba con todo su ser. Ruslan cayó en la cuenta de que echaba de menos no sólo su rostro, su presencia, su sonrisa. Hacía meses que nadie le había prodigado una sola caricia y ahora, más fuerte, más lacerante y más aguda que el vacío en su estómago, sentía otra hambre. Era hambre de sus besos, de su regazo tibio, de su calor.
Ruslan se admiraba ante la extraordinaria fortaleza de su pequeña hermana. Apenas habían pasado dos lunas desde la invasión de la aldea. Se habían convertido en los Huérfanos, en los pequeños abandonados, y la niña volvía a jugar. Mientras él guiaba el rebaño de Sboron por los pastizales, ella correteaba, divirtiéndose con cualquier cosa, e incitaba a su hermano a perseguirla, a buscarla jugando al escondite, a cantar viejas canciones de niños o a buscar nidos y piedras curiosas. Ruslan seguía sus juegos. Ya no tenía a nadie más con quien distraerse.
Un día, Ruslan decidió conducir el ganado hasta La Mata. Sabía que, junto al robledal, había buenos pastos de hierba jugosa y abundante, adonde los hombres solían llevar las manadas de vacas y los caballos. Desde la noticia de la muerte de su padre no había osado hollar aquellos parajes, pero esa mañana pensó que era el momento de acercarse al lugar.
Mientras las ovejas y las cabras se desparramaban por la pradera, crecida tras las primeras lluvias de otoño, Ruslan se aventuró en el bosque de robles. Yvanka lo seguía distraídamente mientras canturreaba una cancioncilla que había aprendido oyendo a Genka y a Ogrifina, jugando con ramitas y brincando de matorral en matorral.
Ruslan caminó bajo la dorada bóveda de los robles, que iban dejando caer sus hojas. Temía tropezar con algún hallazgo espeluznante pero, a la vez, algo lo impulsaba a seguir adelante. Sus pies se hundían en la mullida alfombra de hojas que crujía a su paso. Pero no encontró nada. El robledal permanecía silencioso, tan sólo estremecido de tanto en tanto por ráfagas de viento otoñal.
Cuando ya se disponía a regresar, distinguió algo brillante entre la hojarasca. Se agachó, apartó la broza y descubrió un objeto largo y metálico. Pronto lo reconoció.
—Es el cuchillo de Iafim —exclamó. Lo había visto en varias ocasiones, cuando el Herrero y su padre salían juntos de caza. Iafim se jactaba de haber matado toda clase de animales con él, incluso osos.
Un poco más allá encontró la vaina, sucia y roída. Ruslan tomó el cuchillo entre las manos y lo blandió como una espada, haciendo brillar su hoja. De pronto se detuvo. Yvanka estaba a su lado.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
Ruslan se encogió de hombros.
—Me lo voy a quedar —dijo—. Era el cuchillo de Iafim, ¿te acuerdas?
La niña asintió con la cabeza.
Cuando regresaban, Ruslan cambió de parecer. Si se presentaba en casa de Sboron con el arma, lo más probable era que la irascible Ogashka montara una escena... y el cuchillo acabaría pasando a manos de su esposo o de cualquiera de sus criados o jornaleros. Y no quería. Ahora era suyo. Y no sería de nadie más. Ruslan decidió esconder su hallazgo y no encontró mejor lugar que el tronco hueco de un enorme castaño, hendido por un rayo años atrás. Se encaramó hasta lo alto del tronco y depositó allí su tesoro. Luego saltó al suelo y miró a Yvanka.
—Ese será su lugar —dijo—. Cuando vengamos al monte, lo cogeré por si lo necesitamos. Pero nadie sabrá que está ahí. Es nuestro secreto. No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
La pequeña dijo «no» con la cabeza, muy seria.
—Sobre todo, Yvanka —insistió él, con gravedad—, jamás digas a nadie que lo hemos encontrado y que está ahí... De lo contrario nos lo quitarían.
El otoño trajo consigo cierto alivio en la dura vida de los Huérfanos. Con la estación, los árboles se henchían de frutos y todos en el pueblo, desde los ricos hasta los más miserables, podían hartarse de bellotas, nueces, avellanas y castañas.
—¡Mira, Ruslan! ¡Castañas! —gritó Yvanka.
El rebaño estaba paciendo junto a un grupo de añosos castaños y los primeros frutos habían comenzado a caer. A pesar de su envoltorio espinoso, la pequeña tenía los pies tan endurecidos de caminar descalza que no tuvo reparos en abrir los erizos a golpes de talón, sin importarle que se le clavaran unas cuantas púas. El hambre podía más. Cuando hubieron comido unas cuantas castañas, Yvanka se sintió juguetona y comenzó a arrojar cáscaras vacías a su hermano.
—¡Pelea! ¡Pelea! —gritaba, regocijada, mientras Ruslan aullaba, fingiendo dolor, y comenzaba a devolverle los tiros.
De pronto callaron y se detuvieron. No estaban solos allí. Entonces oyeron varias voces infantiles muy cerca de ellos.
Eran Bladko, Kiril y Liudik, con algunos chiquillos más. Ruslan los miró, con cautela, mientras se acercaban.
—Hola, Ruslan —le gritó Bladko, acercándose.
Le hablaba como si nada hubiera pasado en los últimos meses. Los otros mozalbetes se agruparon a su alrededor, mirando a los dos hermanos.
—Hola, Bladko —contestó Ruslan, reservado.
—Eh, ¿qué hacéis?
—Jugar con las castañas —repuso Ruslan, con un mohín, como queriendo quitarle importancia.
—¿Por qué no jugamos todos? —propuso Liudik, con ojos brillantes.
—¡Vale! —gritaron los demás.
—Muy bien —Bladko se hizo cargo de la situación, inmediatamente. Siempre había sido así. Era el líder indiscutible—. Hagamos dos bandos. Uno contra otro.
Los niños rodeaban a Bladko y a Ruslan. Si Bladko era un líder, Ruslan era el único que podía hacerle frente. Era el otro líder. Al menos, lo había sido hasta hacía poco. Ruslan suspiró. ¿Sería posible volver a recuperar a sus amigos y sus juegos?
—Yo seré el capitán de los osos —dijo Bladko—, y Ruslan, el de los lobos. A ver, ¿quién viene conmigo?
Todos los niños se agolparon junto a Bladko, vociferando y peleándose por estar junto a su capitán. Ruslan frunció el ceño pero permaneció quieto.
—¡Eh! —gritó Bladko, riendo—. Esto no vale. ¿Quién va con Ruslan?
Nadie se movió. Entonces alguien se fijó en la pequeña Yvanka.
—¡Ella va con Ruslan! —exclamó Ginko—. La pequeña Mocosa... con Ruslan. ¡Los dos Huérfanos!
Los demás lo corearon, alborozados.
—¡Eso, eso! ¡Todos contra los Huérfanos! ¡Contra los piojosos pecosos!
—¡Eso no es justo! —protestó Ruslan, indignado—. Todos contra uno... ¡Sois una pandilla de cobardes!
Bladko soltó una risotada, que fue rápidamente imitada por los demás.
—¡No estás solo! Estás con la Mocosa, que come con los perros y muerde como ellos. ¡Sois dos Huérfanos salvajes! ¡Hemos de protegernos!
Alguien lanzó el primer disparo y, sin previo aviso, la batalla entre los niños comenzó. Una lluvia de erizos cayó sobre los dos hermanos. Yvanka fue la primera en responder, adelantándose, temeraria, hacia los Muchachos que la doblaban en estatura y fuerza. Al verla, Ruslan sintió que la rabia se despertaba en su interior y comenzó a devolver los golpes. Gritando, acabó asiendo una enorme rama de árbol caída con la que arremetió contra los que habían sido sus amigos. La blandía con tal furor que los niños, al final, retrocedieron asustados.
—¡Está loco! —gritaron—. Vayámonos, antes de que nos saque un ojo.
—¡Los Huérfanos salvajes! ¡Locos y salvajes! —iban coreando, mientras corrían hacia la aldea.
Ruslan dejó caer la rama y se volvió hacia Yvanka. La niña aún sostenía dos erizos de castaño, amenazadora. Ruslan se arrodilló a su lado y se los sacó de las manos, arrojándolos lejos de sí. Entonces miró su carita compungida.
—¿Por qué nadie nos quiere, Ruslan? —preguntó ella.
Ruslan sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos y pugnó por contenerlas.
—Yo sí te quiero, Yvanka —murmuró—. Y tú me quieres a mí. Has sido muy valiente estando a mi lado.
La niña lo miraba y comenzó a hipar. Ruslan la abrazó.
—Nos queremos tú y yo —dijo, estrechándola hasta el dolor—. Y nos defenderemos, el uno al otro, pase lo que pase.
A finales de otoño llegaron las tareas de la matanza. Ruslan pensó melancólicamente que era el primer año que vivía aquel acontecimiento festivo sin sus padres. Pese a la guerra, la matanza fue abundante, puesto que Sboron había logrado recuperar buena parte de los ganados de la aldea y los hombres libres que lo secundaban también habían criado más animales. Durante unos días, Ruslan e Yvanka pudieron aliviar aún más su hambre. No fue porque sus amos se prodigaran de forma generosa hacia los Huérfanos. Pero, mientras se despedazaban los animales, se curaban las carnes y se fabricaban los encurtidos y las salazones, todo el mundo podía llevarse algún mordisco que otro a la boca. Y los dos hermanos no fueron una excepción. Fue entonces cuando comenzaron a desarrollar su destreza para sustraer sin ser vistos, pellizcar alguna tajada o sisar un trozo de embutido cuando nadie observaba. En estas arriesgadas artes, Yvanka se mostró especialmente hábil. Por supuesto, la jugada no siempre salía bien. En más de una ocasión el malicioso Silka la sorprendió. Su madre no tardaba en enterarse y las palizas caían sobre la pequeña sin piedad.
Ruslan intentaba interponerse desde el primer momento, pero no conseguía otra cosa que redoblar el ímpetu de la irritada Ogashka. En lugar de golpear a uno, se desahogaba descargando sus puños o su garrote contra los dos, hasta que éstos se rendían y lograban escabullirse. Yvanka aprendió a huir a toda velocidad. Tanto que los niños, al verla, la escarnecían imitando los ladridos de un perro y dedicándole los peores insultos. A Ruslan se le partía el alma cuando los oía. Pero pronto comprendió que, rebelándose, no hacía más que aumentar su hilaridad y su violencia.
Si bien el otoño alivió el hambre voraz, trajo consigo otra preocupación al atribulado Ruslan: el frío.
Desde la invasión de la aldea, en verano, no se habían cambiado sus ropas. Ruslan las había lavado un par de veces en el río. Pero ahora sus camisolas caían hechas jirones y el juboncillo de Yvanka apenas podía cubrirla. Ruslan la veía amoratada y tiritando por el frío y temía por ella y su salud. Un día intentó pedir algo de abrigo a sus dueños, con la mayor amabilidad que supo. Se dirigió a Sboron, confiando obtener de él más comprensión que de su fiera señora. Pero éste lo envió inmediatamente a su mujer.
—Yo no me ocupo de esas cosas, hijo. Ve y díselo a tu ama.
Cuando Ruslan insinuó a Ogashka que él y su hermana necesitaban prendas de más abrigo, la mujer lo miró exasperada.
—¿Y qué más pedís? ¿Os parece poco? Os damos casa y cobijo, os alimentamos de nuestro pan, os mantenemos como si fuerais nuestros hijos... ¿Y aún pedís ropa nueva? ¡Esto es el colmo! ¡Desagradecidos, sinvergüenzas! ¡Eso es lo que sois! Vete de mi vista, si no quieres recibir una somanta. Si tenéis frío, allá vosotros. ¡Moveos un poco y veréis cómo se os pasa!
Fue la anciana Miakusha quien proporcionó abrigo a la pequeña Yvanka. Compadecida, le confeccionó un vestido, fabricado con un saco abierto por arriba y por abajo, y le dio un retazo de lana para cubrirse. También le regaló unos pequeños zuecos de madera para que no pisara la nieve descalza. Ruslan supo más tarde que la bondadosa viuda había sacrificado parte de sus escasos ahorros para encargarle los zuecos al artesano del pueblo. Y, en su corazón, se lo agradeció.
Rabik y los criados se apiadaron de Ruslan y le dieron alguna de sus prendas viejas. Todas le venían enormes y prácticamente se caían a pedazos de puro viejas, pero él se apañó con los harapos. Tragándose su orgullo, y recordando con tristeza a su madre, que siempre los había querido vestir con decoro y buen gusto, recompuso las ajadas vestimentas y se hizo su propio jubón. En cuanto a los calzones, optó por arremangárselos hasta su altura y se los ató a la cintura con un pedazo de soga de esparto que encontró.
La nieve cayó sobre el valle y cubrió las casas de la aldea con blancas capuchas. El frío era intenso y las gentes se arracimaban al amor de los hogares, donde la lumbre ardía, noche y día, y los pucheros humeaban, borboteantes. El lóbrego rincón donde Ruslan e Yvanka dormían resultaba demasiado húmedo y frío. Y la pequeña optó por buscarse un sitio junto a las piedras del hogar, donde se agazapaba para pasar la noche y dormir. Casualmente, aquél era el lugar donde solían reposar los perros guardianes de Sboron.
Los feroces canes no se molestaron en apartar a la pequeña. Era tan menuda y sigilosa que no les estorbaba más que un ratoncito curioso. En cambio, cuando Ogashka la descubrió, se enfureció, una vez más, y la emprendió con la niña.
—¡Pilla descarada! ¿Cómo se te ocurre molestar a mis perros? ¡Ese es su lugar! Apártate, o te quemarás con el puchero. Ahora sólo faltaría que te lastimaras y todavía tuviéramos que lamentarlo... ¡Largo de ahí!
Yvanka volvió a rodar hacia su rincón. Pero Ruslan barruntó otro remedio. Las piedras del hogar estaban calientes, pensó. Si colocaba otras piedras junto al fuego y luego las retiraba, él y su hermana podrían tener calor durante toda la noche. Ni corto ni perezoso, al día siguiente Ruslan se había procurado varias lascas de piedra planas, que cuidó de ocultar junto a las brasas, de manera que pasaran inadvertidas. Por la noche, cuando todos se retiraban a descansar, él iba a buscar sus piedras. Las envolvía en la vieja manta que le habían dado los criados y las colocaba sobre su jergón de paja. Luego, ambos se tapaban y la noche transcurría más dulcemente, con el calor seco y reconfortante de las piedras bajo sus pies.
«Las piedras de fuego», como las llamaba Yvanka, fueron su pequeño secreto y su alivio durante las largas y gélidas noches de buena parte de aquel invierno. Pero, como no podía ser de otra manera, el quisquilloso Silka acabó descubriéndolo.
—Ruslan pone unas piedras al fuego y de noche se las lleva —acusó el niño, señalando a los dos hermanos ante su madre.
Ogashka se volvió a mirarlos, frunciendo el ceño.
—¿Qué dices?
—Pues eso... —insistió Silka, mirando burlón a Ruslan—. Que esconden unas piedras. Y aprovechan cuando nadie los ve para sacarlas del fuego, ¡yo lo he visto!
—¡Son unos ladrones! —gritaron Genka y Ogrifina, con sus voces chillonas.
Su madre no necesitó oír más. En dos zancadas, se aproximó al hogar. Hurgando con un palo, le bastaron unos segundos para descubrir las piedras, lisas y aplanadas, bajo las brasas.
—¡Sois incorregibles! Ah, dioses... ¿Por qué me maldecís con estos bribones ingratos? ¡Ahora sólo se os podía ocurrir robarnos las piedras de nuestra propia casa! ¿Hasta cuándo me durará la paciencia? ¡Debería echaros a la calle! Entonces sabríais lo que es pasar frío de verdad...
Ogashka siguió lamentándose y descargando su mal genio con criadas, hijos y marido, hasta que éste, aburrido, la mandó callar.
—Cualquier día los echaré. ¡Son dos bocas más que alimentar, y no dan más que disgustos! Ni siquiera su tío Gennadi los quiso en su casa... ¡por algo sería!
—Basta, mujer —la atajó Sboron, hastiado—. No podemos echarlos para que se mueran de frío. Además, el chico bien que te ayuda en la casa, ¿verdad? No pasa una hora sin que lo llames para algún recado.
—No gana lo que se come —rezongó ella, malhumorada.
Ruslan la escuchaba con resentimiento, pero se guardó mucho de protestar. Y se devanaba los sesos pensando en cómo podría proteger a su hermanita del frío sin sus piedras de fuego.
Aquella noche, Ruslan llegó tarde a casa. Había estado con los hombres de la aldea, Rabik y los demás criados, partiendo leña en la finca de su tío Gennadi. Cuando llegó, buscó a Yvanka y no la halló en su rincón. Intentando acallar su angustia, miró por todas partes. ¿La habrían echado de la casa? Ruslan temblaba pensando que la pequeña podía morir de frío y de inanición, abandonada en cualquier esquina. ¿Se habría quedado con la anciana Miakusha? Por fin, se atrevió a preguntar a las criadas, tímidamente.
—Creo que está en el corral —susurró Gadma, mirándolo comprensiva.
Ruslan se deslizó hacia el establo donde se cobijaban las ovejas.
—Yvanka —llamó, en voz baja—. Yvanka...
Las ovejas estaban tendidas sobre la paja y Ruslan pisaba con cuidado, para no lastimarlas. Apenas se veía y tuvo que acostumbrarse a la penumbra. Entonces la luna se elevó en el cielo y un haz de luz plateada entró por un ventanuco del corral.
No tardó en encontrarla, abrazada a una oveja. Yvanka levantó la cabeza y lo miró con ojos brillantes. Sus bucles pelirrojos relumbraban en el claro de luna. La pequeña se aferraba al animal y sus bracitos delgados desaparecían en el blanco vellón.
—Ven, Ruslan. Aquí se está calentito...
El muchacho se agachó a su lado y la miró, conmovido. Le acarició el pelo y se tendió a su lado. Yvanka se durmió, acomodada entre la oveja lanuda y el pecho de su hermano. Desde aquella noche, los dos niños pernoctaron en el corral, abrigándose al calor del rebaño.