13. El cuchillo de Iafim

Volován y sus guerreros retornaron a Dalvai, pero Radomir y su escuadrón continuaron con la tropa de Vladi, al mando de Boris, su general más inmediato. Boris quería que sus hombres se mantuvieran en forma. Desconfiaba de los varik y obligaba a la tropa a permanecer en formación, organizando turnos de guardia por las noches, cuando acampaban.

Para compensar el tedio y la monotonía de la larga marcha por los bosques, Boris decidió organizar un pequeño torneo ante el rey Vladi. Fue un atardecer en que acamparon en una planicie, junto a un río. Cada capitán de compañía presentaría a sus campeones, que se enfrentarían con los de otros grupos, hasta irse eliminando. Boris estableció varias modalidades: lucha con espada, combate cuerpo a cuerpo, tiro con arco, lanzamiento de jabalina y, por último, duelo con el arma elegida por cada guerrero. El vencedor de cada modalidad recibiría un galardón de manos del mismo rey. Vladi se mostró complacido por la idea. En pocas horas, el campamento hervía de actividad y los hombres se aprestaron para las competiciones.

Fue una tarde festiva que Ruslan no olvidaría..., aunque recordaría especialmente aquel día por lo que sucedió una vez finalizaron los combates.

Del grupo de Radomir, tan sólo Agai se había llevado un trofeo, por su puntería infalible con el arco. Los varik combatían como posesos, observó Ruslan. Y en la tropa de élite de Vladi había varios capitanes y guerreros destacados cuya pericia con la espada era insuperable. Aunque Radomir y Turiak habían estado a punto de llevarse un premio, habían sido batidos por aquellos hombres que parecían sobrehumanos, ante los admirados ojos de Ruslan y los jóvenes bisoños.

Alguien sugirió que los novatos también debían combatir. Un grupo de Muchachos, ansiosos por mostrar sus habilidades, se agrupó en el rodeo, y el feroz Turiak empujó a Ruslan.

—¡Anda, niña bonita! Ahora es vuestro turno... ¡Demuéstrales qué sabes hacer!

Ruslan lo miró con rencor, pero, picado en su amor propio, avanzó. Entonces tuvo una idea.

—¿En qué modalidad quieres luchar, rapaz? —le preguntó Boris, mirándolo con curiosidad. Sin duda, consideraba que Ruslan era demasiado joven para competir con los demás Muchachos, que, al menos, lo superaban en tres o cuatro años de edad, en estatura y fuerza.

—Lucharé con arma libre —declaró él.

Boris y sus compañeros se miraron entre ellos.

—Eres muy joven. ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? Tu adversario podría ser cualquiera de esos chicos robustos, con un hacha o un alfanje.

—Tengo una buena arma —aseguró Ruslan con firmeza.

Boris escrutó los ojos grises del muchacho, y éste, como ya hiciera con Radomir el día que lo había conocido, sostuvo la mirada. De pronto, Ruslan pensó que algún día le gustaría combatir al lado de un capitán como Boris, arrojado, disciplinado e implacable.

—Está bien —repuso Boris—. Allá tú.

Ruslan se volvió hacia su hermana, que aguardaba, expectante. Y le pidió el cuchillo de Iafim.

Si la tropa había disfrutado contemplando los combates entre sus mejores soldados, el interés no fue menor ante los encuentros entre los jóvenes reclutas. Incluso corrieron las apuestas. Ruslan los observaba con respeto. Entre sus compañeros del escuadrón, él era el único. Pero en los otros grupos había mozos de gran arrojo y nada desdeñable maestría con la espada. En arma libre sólo había tres inscritos. Pensando que su presencia desmerecía el combate, Ruslan fue relegado para enfrentarse con el vencedor del primer encuentro. Cuando le tocó pelear, su contrincante resultó ser un muchacho alto y rubio, muy apuesto y de porte elegante, que luchaba con una espada de gran longitud, diseñada para luchar desde lo alto de un caballo. Sin duda, era hijo de alguna familia linajuda. Tendría unos quince o dieciséis años. Ruslan respiró hondo y se dispuso a emplear sus mejores estratagemas. Antes de iniciar el combate se volvió para mirar a Glinka. El joven le guiñó un ojo.

—Cómetelo, Rus —le dijo, sonriendo. Glinka parecía convencido de que Ruslan iba a ganar aquel combate, un tanto desigual. Así era él, despreocupado y optimista empedernido. Pero su mirada lo llenó de coraje.

«Te voy a comer», se dijo Ruslan, mirando con fiereza a su oponente, y no pudo evitar esbozar una sonrisa irónica, pensando en las palabras de su amigo. «Vamos, no tengo ni para empezar...». Y decidió que, como el resultado del enfrentamiento era un tanto previsible, al menos intentaría hacer un alarde de agilidad y de los trucos y amagos aprendidos con Glinka, antes de caer abatido por la espada del joven guerrero. Aguardó a que el otro iniciara el ataque y entonces vio algo en los ojos de su contrincante que lo desconcertó. Inmediatamente, Ruslan se sintió crecer por dentro. Lo que había visto era inseguridad.

Los guerreros del rey, los bravos varik, los pendencieros amigos de Turiak, los Muchachos y todo el Escuadrón Temerario de Dalvai contemplaron atónitos y sobrecogidos cómo Ruslan blandía su cuchillo de cazador y, en pocos minutos, conseguía doblegar a su oponente. El joven rubio parecía incómodo con su larga espada y, en cambio, Ruslan manejaba su arma con tal destreza que ésta parecía formar parte de su brazo. El muchacho saltaba y confundía a su rival hasta que lo redujo, lo hizo caer al suelo y le apuntó al cuello con el cuchillo. Lo pinchó levemente con la punta y una gota de sangre manchó la nívea garganta del guerrero adolescente. Entonces Ruslan sintió dentro de sí la fuerza del poder. Tenía la vida de un hombre entre sus manos. Unos centímetros más y podía atravesarlo... Jamás había matado a nadie. De pronto cayó en la cuenta de que la existencia era algo frágil, sumamente frágil y quebradizo, y que tan sólo unos cuantos movimientos podían llevar a un hombre lleno de vida a las puertas de la muerte. Por el contrario, una sola decisión del vencedor o un leve gesto podían salvarlo. Ruslan apartó con lentitud el cuchillo del joven caído y retrocedió unos pasos.

Apenas tuvo tiempo de reaccionar. Todos los guerreros lo ovacionaron y sus compañeros del escuadrón saltaron hacia él vitoreándolo, entusiasmados. Turiak y los suyos fueron los únicos que no se sumaron al alborozado grupo. Obaim lo cogió a hombros y lo paseó, como a un héroe, por el campamento. Hirson le alargó su bota de aguardiente para obsequiarlo. Ruslan bebió un largo trago y, por una vez, se sintió enorme y victorioso. Más ebrio de éxito que por la bebida, durante las horas siguientes el muchacho paladeó las mieles del triunfo. El rey Vladi en persona, Boris y los grandes capitanes lo felicitaron. El mismo Mordvin y sus guerreros varik quisieron saludarlo. Su contrincante derrotado, circunspecto pero noble, se acercó a estrecharle la mano en cuanto tuvo la ocasión.

—Me llamo Anatoli —le dijo—. Espero que volvamos a vernos.

Ruslan asintió. En aquel momento aún no sabía que algún tiempo más tarde, Anatoli entraría a formar parte importante de su vida.

Glinka, Obaim y los suyos se lo llevaron para cenar y celebrar su triunfo y el de Agai por todo lo alto. Aquella noche se asaron venados y se comió y bebió copiosamente en todo el campamento. Ruslan buscaba con la mirada a Yvanka, pero no la veía. Luego supo que se había refugiado en la carreta, con los Muchachos. Estos, resentidos y celosos, no habían querido presenciar el triunfo de su joven compañero y rival.

Ruslan se dejó arrastrar por sus bullangueros camaradas. Los guerreros le dieron de beber hasta emborracharlo y luego todos reían sus ocurrencias. Jamás Ruslan se había sentido tan ingenioso y jovial. En un breve momento de lucidez, pensó que tal vez esto era lo que había estado buscando durante tanto tiempo. Un grupo de amigos, con los que divertirse hasta la saciedad, con quienes sentir que formaba parte de una familia, de un clan. Estando entre ellos su corazón se desataba y, después de su victoria con el joven Anatoli, Ruslan se sentía, por una vez, un hombre de pleno derecho, divirtiéndose con los mayores. No caía en la cuenta, en su insensata euforia, de que apenas era más que un chiquillo, sumergido en el jolgorio de una orgía de adultos... Ruslan comenzó a notar cómo su mente se nublaba, el cuerpo le pesaba y una sensación de estupidez y torpeza lo invadía. Sin saber lo que hacía, se arrastró hacia Glinka, que estaba a su lado. Glinka lo miraba, burlón. Él siempre resistía los efectos de la bebida. Atrajo a Ruslan hacia él y lo abrazó. El muchacho se dejó caer sobre su pecho.

—Vaya melopea has pillado, colega... —susurró Glinka, frotándole el cabello—. Mañana no habrá quien te levante,

Ruslan no respondió y se acurrucó contra su amigo.

De pronto, algo lo hizo saltar. Turiak y los suyos perseguían otro género de diversión y Ruslan vio cómo los hombres se ponían pesadamente en pie y se movían entre las tiendas, buscando algo.

Entonces Ruslan vio a Tumanko, el Siniestro, arrastrando a Yvanka de un brazo.

—¡Vamos a divertirnos un poco! —decían—. Hace mucho que no tocamos a una mujer...

—Esto no será lo mismo. Pero el niño es carne tierna y delicada... ¡A falta de pan, buenas son tortas!

Los hombretones reían. Yvanka, por supuesto, se resistía, mordiendo y pataleando. Le habían rasgado la camisa y su torso, blanco y escuálido, estaba desnudo. Ruslan gritó y, haciendo un supremo esfuerzo, logró ponerse en pie.

—¡Soltadla! —aulló, como poseído.

Y se lanzó contra ellos. Pero la bebida lo entorpecía, la cabeza comenzó a darle vueltas y cayó redondo al suelo, en medio de la algazara de Turiak y sus compinches. Sobreponiéndose, Ruslan intentó levantarse, tambaleante. Cayó de nuevo y se arrastró, sin dejar de vociferar. Entonces maldijo el momento en que se había dejado llevar y embriagar tan tontamente.

—¡Yvanka! —gritó—. ¡Noooo! ¡Dejadla ir! ¡Os mataré a todos!

Glinka fue en pos de Ruslan para socorrer a su amigo. Turiak y sus compañeros arrojaron a la niña al suelo y le arrancaron los pantalones. Entonces sus vozarrones sonaron aún más fuerte.

—¡Es una chica! ¡Lo tenía bien escondido! ¡Vanushka es una mujer! ¡Menudo bocado!

Ruslan lloraba, gritaba, se arrastraba y arañaba la tierra, impotente, mientras veía a los hombres, como una bandada de buitres, cerniéndose sobre la pequeña. No podía moverse. Su cuerpo pesaba como una losa de piedra. Tumanko lo había reducido, clavando su bota contra su pecho, y lo tenía inmovilizado en el suelo. Glinka lo intentó apartar.

—Eh, Tumanko, déjalo...

—Déjalo tú. Vamos a divertirnos, y ni tú ni nadie nos lo podrá impedir.

Fue Radomir quien intervino inesperadamente. El capitán, que había estado cenando con Boris y otros oficiales, llegó acompañado de Dalebor. Desde el suelo, Ruslan vio cómo Radomir increpaba con dureza a sus hombres y los apartaba de la chiquilla. Turiak y los demás se revolvieron, pero Dalebor, Hirson y Pakomi sacaron sus armas. Radomir agarró a Yvanka y, cogiéndola bajo su brazo como si fuera una pluma, se la llevó con él. Fue lo último que logró ver, antes de caer inconsciente.

Al día siguiente, Ruslan despertó con un dolor de cabeza que le acuchillaba las sienes. Tenía la boca seca y pastosa y su cuerpo parecía de trapo. Glinka lo ayudó a ponerse en pie. El joven sonreía, fresco como una rosa, sin rastro de resaca.

—Mi hermana... —murmuró Ruslan. Apenas podía articular palabra.

—Está bien. No sufras. Ha pasado la noche en la tienda de Radomir. No podía estar en lugar más seguro, créeme.

Obaim vertió un odre de agua fría sobre el aturdido Ruslan, sin muchas contemplaciones, y le ofreció una manzana.

—Anda, muchacho, te irá bien —le dijo—. Esto te quitará la cogorza que llevas...

Ruslan se sentó de nuevo, mojado y tembloroso. Le flaqueaban las piernas. Pero lo que verdaderamente le dolía era el corazón. Apenas unas horas antes, su hermana había estado a punto de ser violada y él no había podido defenderla. Había sido incapaz de protegerla... Y ahora todos conocían su verdadera identidad. Sabían que era una chica. Después de lo ocurrido, ¿cómo podría mirarla a los ojos de nuevo? ¡Y todo por su estúpida vanidad, por haberse creído mejor que nadie y por haberse dejado embaucar por aquella pandilla de borrachos! Ah, si su padre y su madre lo estuvieran contemplando... Se avergonzarían de él, sin duda.

Ruslan mordisqueó la manzana, desganado, pero no pudo terminarla. Se levantó y decidió ocuparse en algo. Entonces vio a Yvanka salir de la tienda de Radomir. La niña había recuperado su indumentaria masculina y se había recogido el cabello. Yvanka lo miró, muy seria. No parecía enojada ni resentida, pero en sus ojos había una sombra muy profunda que él no pudo descifrar. Era algo hondo y triste que lo hizo estremecerse.

Yvanka no dijo una palabra y se dirigió al carro de los Muchachos para comenzar a recoger los enseres del campamento. Ruslan la siguió, sin saber qué hacer. La ayudó a desmontar toldos y tiendas. Mientras ambos trabajaban, mano a mano, en silencio, Ruslan se prometió que jamás en su vida volvería a probar el alcohol.

Cuando vio a Turiak y a su grupo sintió de nuevo sus miradas rencorosas. Pero la mirada que él les devolvió rebosaba ira y venganza. Y se hizo otra promesa. «Un día, te juro que te mataré». Como si hubiera leído su pensamiento, Turiak escupió a un lado y se alejó de él, frunciendo el ceño.

Radomir llamó a Ruslan cuando la tropa se disponía a ponerse en marcha.

—Tu hermana no puede seguir aquí —le dijo.

—Pero... ¿Adónde ha de ir?

—¿No tenéis familia o parientes que la puedan acoger? El ejército no es un lugar para ella, deberías haberlo pensado antes de traerla.

—No tenemos ningún lugar adonde ir —repuso Ruslan, firme.

Radomir suspiró. Era aquella firmeza obstinada que solía mostrar en ocasiones. Cuando Ruslan hablaba así, Radomir sabía que el muchacho haría cualquier cosa para salirse con la suya.

—Está bien... Supongo que sois Huérfanos... o algo así. Entonces, quizá podría venirse a mi casa, con mi esposa. Tengo una hacienda cercana a Dalvai. Podría enviarla con Glinka, o con Ieraks, que son de confianza y quieren a la chiquilla... Allí estaría bien. Crecería como una niña normal, en una casa confortable, bien alimentada y con ropa adecuada.

Ruslan miró a su capitán, sin poder creer lo que oía. ¿Era posible que, por fin, Yvanka pudiera gozar de un hogar?

—¿La... la tratarían bien? —preguntó. Radomir lo miró escrutador.

—¡Pues claro que sí! Mi esposa es una buena mujer y no tenemos hijos. Sería como una hija para ella. Por supuesto que Vanushka la ayudaría en la casa, pero no le faltaría de nada. Puedes contar con ello, hijo... Tal vez tú también deberías ir con ella.

—¡No! —exclamó Ruslan—. Yo quiero seguir en el ejército. Vine porque quería ser un guerrero y no cejaré hasta conseguirlo... Y sabes que soy capaz de ello.

—No lo dudo —sonrió Radomir, con cierta sorna—. Y más después de tu hazaña de ayer, con ese viejo cuchillo de caza... Bien. Entonces, hablemos con tu hermana.

Llamaron a Yvanka, y Radomir, con dulzura inusitada, le explicó la situación. Ella escuchaba, ceñuda e inexpresiva. Por fin, se volvió hacia Ruslan. Él sintió que el corazón se le desbocaba cuando vio la mirada de desamparo en sus ojos.

—No quiero ir —dijo—. Quiero quedarme aquí, con mi hermano.

Jamás Radomir la había oído hablar con tal determinación. Era la misma firme tozudez de su hermano. Ruslan sentía que la alegría y la angustia se mezclaban, violentamente, en su interior. Deseaba seguridad para su hermana y la hacienda de Radomir, pacífica y próspera, alejada del peligro, parecía el lugar idóneo. Pero Yvanka, manifestando su deseo, dejaba bien claro que no le guardaba rencor por lo ocurrido anoche. Seguía confiando en él.

—Vanushka —le dijo Radomir, comprensivo—. Piensa un poco. Aquí siempre correrás peligro, los hombres te acecharán... Esta vida es dura e incómoda. Allá tendrás todo lo que necesitas, te tratarán bien, podrás comer cada día y vestir como una muchacha. Y verás a tu hermano, pues yo regresaré allá con él, en cuanto esta campaña finalice. Viviremos juntos.

Yvanka movió la cabeza.

—Gracias —murmuró—. Pero no quiero. Seguiré en el ejército, ayudando, como ahora. No quiero irme sin él.

Ruslan no se atrevió a contradecirla. Se sentía vencido y aún pesaba sobre él la abrumadora sensación de cansancio y aturdimiento de la resaca. Yvanka se acercó a él y le tomó la mano, estrechándosela. Radomir vio cómo las lágrimas asomaban a los ojos de Ruslan. El muchacho bajó la mirada.

—Está bien —suspiró Radomir—. Tendremos que tomar algunas medidas... Adelante, pues.

La columna se puso en marcha. Radomir intentó persuadir a Yvanka en un par de ocasiones, pero la niña se obstinó en continuar con ellos. Yvanka viviría con la tropa aún dos años más, hasta la adolescencia.