9. La tropa
El capitán de la compañía se llamaba Radomir. Era un veterano soldado, pese a su relativa juventud, pues había combatido en numerosas batallas junto al rey Vladi. Después de unos años de calma, el reputado militar había vuelto a movilizarse, encabezando a un grupo de guerreros ardidos que le habían acompañado en otras ocasiones, más unos cuantos reclutas jóvenes. El escuadrón de Dalvai, o el Escuadrón Temerario, como gustaban de ser llamados, estaba formado por una treintena de hombres a los que Ruslan llegaría a conocer muy bien.
El muchacho no tardó en percatarse de que, aunque entre Radomir y sus hombres existía una jerarquía elemental, de hecho había tres subgrupos en la pequeña tropa. Cada uno de ellos contaba con su líder destacado, que solía llevar la voz cantante en cuanto a bromas, peleas o decisiones que hubiera que tomar. Los grupos se relacionaban con cierta reserva, tendiendo a hacer piña entre ellos. Radomir era el lazo de unión. A su lado contaba siempre con media docena de incondicionales, veteranos como él, con los que Ruslan observó le unía una honda amistad. El segundo grupo lo formaba una docena de guerreros bravucones, de fiero aspecto y con tendencia a la jarana, capitaneados por un hombre de edad similar a Radomir. Algo despendolados andaban unos cuantos jovencitos de las aldeas, no mucho mayores que Ruslan, que comenzaban a aprender los rudimentos de la lucha armada. La mayoría de ellos eran hijos o Huérfanos de campesinos empobrecidos, famélicos y, algunos, de cortas entendederas. Estos constituían el tercer grupo, claramente supeditado a los dos primeros. Ruslan observó también a tres individuos que no parecían formar parte de ningún grupo y que tampoco pertenecían a la élite de adeptos del capitán. Los identificó al momento.
El primero que captó rápidamente su atención era un hombre enjuto de nariz aguileña, que siempre cabalgaba con un halcón en el puño. Ieraks, el Halcón, como le llamaban, se le antojó a Ruslan como un ave de presa en forma de ser humano. Apenas hablaba y se mantenía constantemente alerta a todo cuanto sucedía a su alrededor. Pese a su carácter hosco y huidizo, el muchacho pronto se dio cuenta de que todos en el escuadrón le guardaban respeto.
El otro hombre que iba por libre era Agai, un jinete de largos cabellos y carácter un tanto voluble e impredecible. Tan pronto bromeaba y reía a carcajadas como se mostraba hostil y malhumorado con sus compañeros, saltando por cualquier nadería o profiriendo los peores insultos. Agai era un consumado arquero y, como observó Ruslan, también era el principal encargado de cuidar los caballos. «Más vale que me lleve bien con él», pensó, «si debo ocuparme de los animales».
Por último, Ruslan se fijó en un muchacho de tez aceituna, cabellos muy negros y ojos ligeramente rasgados que solía cabalgar junto a Radomir y sus secuaces. Parecía de otra raza y le llamó vivamente la atención. Sus rasgos le resultaban extraños y, a la vez, atractivos. El joven tendría unos pocos años más que él. Aunque su voz ya había cambiado, era totalmente lampiño y su rostro no lucía rastro de vello.
Todos los guerreros iban a caballo, salvo los Muchachos recién reclutados, que se desplazaban en un par de carretas donde también se guardaban los pertrechos, los víveres y las armas. Dos criados guiaban los carros tirados por mulos. Radomir no sabía dónde situar a Ruslan y a Yvanka y optó, de momento, por permitirles galopar en Dama. Al anochecer, cuando acamparon, Ruslan se dispuso rápidamente a ayudar a descargar los carros y a montar las tiendas. Se dio tan buena maña que los bisoños, a quienes habían estado encomendadas aquellas tareas hasta entonces, le lanzaron miradas recelosas. Ruslan los ignoró y, sin que nadie le ordenara hacerlo, cogió un odre, dio otro a su hermana Yvanka y los dos se dirigieron al cercano arroyo para llenarlos de agua limpia. Radomir los observaba y, cuando todos se sentaron a dar cuenta de su cena, miró a los hermanos con aprobación.
—Dadles una buena tajada a los chicos —dijo a sus hombres—. Se lo han merecido.
Los novatos parecieron resentidos, pero ninguno de los guerreros veteranos se opuso. Ruslan era el primer criado que les obedecía sin hacerse el remolón y sin murmurar a regañadientes.
Yvanka no se apartaba de su hermano y lo seguía como una sombra, sin pronunciar palabra. Los soldados pensaron que aquel muchachito apocado y enclenque debía de ser mudo y apenas le prestaban atención, más que para dirigirle miradas condescendientes y compasivas. Ruslan había aleccionado bien a su hermana.
—Por una vez, me alegro de que no lleves el pelo largo —le había dicho, mientras huían—. Así parecerás un chico y no te molestarán. Es muy importante que no te descubran... A partir de ahora, serás Yvan. Tendremos que acostumbrarnos.
Yvanka asintió y tomó muy a pecho las indicaciones de su hermano. En la aldea había sido una chiquilla atrevida y resuelta. Pero ahora, en medio de aquella cuadrilla de hombres montaraces, conviviendo tan estrechamente día y noche, se sentía intimidada.
No pasaron dos días sin que tuvieran noticia de Sboron y los hombres de la aldea, que habían salido en busca de los fugitivos. Fue al atardecer de la segunda jornada de marcha. Habían acampado junto a otro villorrio y varios hombres regresaban de hacer sus pesquisas. Volvían cargados de panes, un par de perniles y dos odres de bebida. Pese al botín, no venían satisfechos y hablaron con Radomir inmediatamente. Ruslan los vio e intuyó que algo sucedía. Tal como se temía, el capitán llamó a los dos hermanos.
—Bueno, Muchachos. Parece que vuestros amos están sobre la pista. Vienen desde muy lejos persiguiéndoos... Ha llegado el momento de hablar clarito.
Ruslan miró al capitán y apretó los dientes.
—Deberíamos devolverlos a sus dueños —opinaron varios guerreros—. Estos mequetrefes sólo nos darán complicaciones.
Unos cuantos más les dieron la razón. Radomir seguía mirando al muchacho. Entonces, Ruslan se adelantó.
—Señor —dijo—. No somos esclavos. Ahora pertenecemos a este escuadrón. Os pedimos que nos protejáis...
Los hombres se miraron y algunos rieron, burlones.
—No, hijo, te equivocas —respondió Radomir—. No vamos a protegeros ni a jugarnos el tipo por vosotros. Ya os dije que no queríamos problemas. Lo mejor que podéis hacer es presentaros ante vuestros amos o largaros.
—Entonces, nos iremos —dijo Ruslan, resuelto—. Sólo os ruego que no nos delatéis.
—¡Eso es demasiado pedir! —exclamó uno de los guerreros, un hombre de aspecto sanguinario a quien todos solían escuchar. Era el líder del grupo pendenciero—. Podríamos llevarnos una buena recompensa por devolveros a vuestro amo, ¿no lo habéis pensado?
—Si nos vamos —contestó Ruslan—, nadie nos podrá atrapar. Y vosotros os quedaréis sin la yegua.
—¡De eso ni hablar! —se opuso otro guerrero corpulento y robusto, y se apresuró a sujetar de las riendas a Dama, con sus brazos que hacían tres veces las piernas de Ruslan.
—Dama sólo me sigue a mí —dijo Ruslan, sonriendo con malicia, y silbó.
Apenas lo hizo, el caballo se encabritó y comenzó a cocear. El fortachón tuvo que acabar aflojando las bridas, mientras Agai sonreía con una mueca desdeñosa.
—El chico tiene razón —dijo Agai, con retintín—. Esa yegua tiene mala uva. Además, si nos la quedamos, nosotros pasaremos por ladrones y cargaremos con las culpas.
—Entonces —decidió Radomir—. Es mejor que os escondáis... si es que podéis encontrar un lugar lo bastante bueno, o que os marchéis.
—Capitán. Déjame hacer a mí. Yo puedo ayudarlos a esconderse.
Todos miraron al joven de tez morena, que había hablado. El muchacho se mostraba seguro y convincente.
—Me llevaré al pequeño en mi caballo. Ruslan me seguirá en el suyo, así dispersaremos el rastro y galoparemos más aprisa. Nos ocultaremos en el monte. Si vienen tras de mí, los despistaré con mis huellas y ellos podrán esconderse. Cuando pase el peligro, volveremos.
Radomir movió la cabeza.
—Está bien, Glinka... haz lo que quieras. Toma el caballo rojo, es más rápido. Asegúrate de no correr riesgos innecesarios.
El mozo asintió y saltó sobre su alazán. Entonces miró a los dos hermanos.
—Acércame a Yvan —dijo a Ruslan.
Éste cogió en brazos a la atemorizada chiquilla y la montó en la grupa del guerrero. Yvanka estaba pálida como la cera. Ruslan le susurró algo al oído.
—No temas, Yvan... Agárrate fuerte. Saldremos de ésta, ya lo verás.
A continuación, Ruslan montó en Dama y los dos jinetes partieron, veloces como saetas.
Pasaron la noche escondidos en el monte, mientras oían los lejanos ladridos y vislumbraban las teas luminosas que recorrían los campos alrededor de la aldea. No osaban hablar ni moverse y las horas oscuras se hicieron eternas, sin poder conciliar el sueño. Al amanecer, cuando ya creían que el peligro habría pasado, se dispusieron a regresar. Descendían por el monte, bajo los umbrosos robles, cuando el joven guerrero los detuvo, con un gesto rápido.
—Chist. Creo que oigo algo.
Ruslan detuvo su cabalgadura, con el corazón en vilo. Y, de pronto, los oyó. Eran los ladridos temidos y familiares. Los perros de Sboron y el eco de varias voces, muy cerca. Estaban ascendiendo por la ladera. Yvanka también los oía y tembló, aferrada a la espalda del muchacho moreno.
—Vamos a hacer una cosa —susurró él—. Vosotros desmontad. Esconded la yegua lo mejor que podáis y luego ocultaos. Meteos bajo la hojarasca, si es necesario. Y no os mováis. Confiad en mí.
Ruslan asintió y obedeció, mientras sentía que un sudor frío corría por su espalda y el corazón iba a saltársele fuera del pecho. Tomó a Yvanka de la mano y ambos escondieron a Dama tras un espeso matorral. A continuación se tendieron en el suelo. Ruslan descubrió una cavidad, a buen seguro una madriguera de zorro o comadreja. Esperando y deseando que no estuviera ocupada, metió a Yvanka en la oquedad y él mismo se agazapó a su lado.
Los rastreadores y los perros se habían detenido, merodeando, en un prado a poca distancia de allí. Entonces Glinka apareció ante ellos, caminando despreocupadamente por el soto, llevando a su caballo de las riendas y silbando una tonadilla.
Ruslan atisbo entre la maleza y vio cómo Glinka hablaba con sus perseguidores. Los reconoció. Eran un par de criados de Sboron, que no le guardaban simpatía, el padre de Bladko y otro hombre de la aldea. Desde su escondrijo no podía oír sus palabras, pero veía los gestos expresivos de Glinka. Fuera lo que fuera lo que les dijera, los hombres acabaron volviéndose y reemprendieron el regreso monte abajo. Glinka los acompañaba, seguido por su caballo, mientras los perros no cesaban de husmear y saltar nerviosamente alrededor del corcel del joven.
Pasó un rato. Ni Ruslan ni Yvanka osaban moverse. Cuando Ruslan decidió salir del hoyo, se dio cuenta de que su hermana se había dormido. Había caído rendida, tras la larga noche sin pegar ojo, acurrucada en el calor de la madriguera y del cuerpo de su hermano. Ruslan la miró con honda ternura. «¿Me habré equivocado, trayéndola aquí?». Pero, una vez más, se habían salvado. La besó en la frente y ella se despertó.
—Mmmm, ¿dónde estamos? —murmuró, desperezándose, mimosa, mientras estiraba las piernas y los brazos y topaba con la estrecha hendidura de tierra.
Ruslan sonrió.
—Estamos a salvo —dijo.
El joven guerrero de tez cetrina no tardó en regresar, al galope. Cuando los vio, descabalgó con expresión triunfante.
—Se han ido —declaró—. Los he despistado por completo. Les dije que andaba yo solo, apacentando a mi precioso jaco, y se lo han creído. Como los perros han olido al pequeño en mi caballo no han seguido más adelante. No dejaban de olfatearlo y de enseñarle los colmillos babosos. ¡Se han vuelto locos! Y, por fin, se han largado.
Ruslan lo miró agradecido y respiró.
—Gracias —murmuró, y le tendió la mano.
El otro la tomó y se la estrechó con energía.
—De nada... Ruslan, ¿verdad?
—Sí, así es.
—Yo soy Glinka —repuso él, sonriendo abiertamente—. Y no me des las gracias. Esto es lo que se hace entre camaradas.
Jamás volvieron a saber nada de sus perseguidores. O cejaron en su empeño o, tal vez, los dieron por muertos o definitivamente desaparecidos. Sboron tendría que renunciar a su hermosa yegua, pensó Ruslan, con malicia. Desde aquel instante, se sintió libre. Y lo mejor de todo era que, ahora, tenía un amigo.
El escuadrón de Radomir siguió su trayecto hacia el Sur, hasta alcanzar las inmediaciones del gran río, el Duin, que marcaba la frontera meridional del territorio de Slavamir, sometido al rey Vladi. Durante el recorrido, Ruslan se familiarizó con la vida itinerante de la tropa y también con sus nuevos compañeros. Las penalidades eran muchas. Conocieron el cansancio y el frío, las lluvias, las largas cabalgatas y las caminatas cargando pesados fardos. Había que montar y desmontar el campamento a diario. Y Radomir no perdonó a Ruslan su ofrecimiento. El muchacho acabó siendo indispensable en la compañía, pues todo el mundo acababa encomendándole tareas que Ruslan se apresuraba a cumplir con rapidez y buena disposición. El silencioso Yvan siempre lo secundaba, y los hombres observaron que era ducho encendiendo el fuego, asando carne y cuidando de los caballos. El chiquillo mantenía su mutismo, pero todos acabaron tomándole un cierto cariño, como a un perrillo obediente. Pese al arduo bregar, aquella vida tenía sus compensaciones, reflexionaba Ruslan. Al menos, no pasaban hambre. Y entre los guerreros reinaba una camaradería que dulcificaba la dureza de su existencia. En muy contadas ocasiones alguien levantó la mano contra él, y jamás lo hicieron con Yvanka.
Por las noches se abrigaba bajo la manta con su hermana y los oía cantar, chancearse y bromear, mientras bebían. Entonces deseaba poder llegar a contar un día hazañas similares. Una tarde, en cuanto hubieron acampado, se decidió. Sin previo aviso, Ruslan tomó un manojo de esparto, lo untó en sebo y comenzó a engrasar y a pulir los machetes y las hermosas espadas que llevaban en uno de los carros. Cuando Radomir y los suyos lo vieron, se acercaron un tanto intrigados.
—¿Qué demonios haces con las armas? —gruñó el capitán.
—Las estoy limpiando, señor —respondió Ruslan—. Si queréis tenerlas a punto, es preciso limpiarlas y engrasarlas. Ha estado lloviendo mucho y podrían oxidarse.
Los compañeros de Radomir refunfuñaron algo entre dientes. De pronto, éste los recriminó.
—El chico tiene razón, ¡qué diablo! Las armas deben cuidarse y nadie se ha preocupado por mantenerlas limpias. ¡Sois unos roñosos, eso es lo que sois! El día del combate os quedaréis con la empuñadura en las manos.
Conocían bien a su jefe, pues ninguno se molestó y todos acabaron riéndose de buena gana. Pero la regañina no cayó en balde. Cuando acabó, Ruslan sostuvo una espada en alto.
—¿Se puede saber qué te pasa ahora? —le espetó Radomir, a su lado.
Ruslan casi se sobresaltó. No lo había visto acercarse. Cerró el puño sobre la espada.
—Señor, son magníficas... ¡Me gustaría tanto manejar una!
Radomir lo miró frunciendo el ceño y le quitó el arma de las manos.
—Aún eres demasiado pequeño —rezongó. Ruslan se irguió.
—No lo soy, señor —insistió—. Y os lo puedo demostrar. Yvank... —llamó a su hermana, y se corrigió rápidamente—. Yvan, trae el cuchillo.
Yvanka lo miró, enarcando las cejas. Pero, ante la expresión de su hermano, obedeció con prontitud y le acercó el arma, envuelta en el trapo de lana.
Ruslan desenrolló el bulto y mostró el flamante cuchillo de Iafim a su capitán.
—Si sé manejar esto, bien puedo aprender a usar la espada —dijo.
Radomir se acercó y observó el arma con curiosidad. Al momento, Glinka y varios de sus hombres se acercaron.
—¡Menuda bagatela! —exclamó el deslenguado Agai, con un juramento—. ¿De dónde la has sacado?
—Es un mataosos —dijo Obaim, un hombre grueso y musculoso, mirándolo con ojos expertos—. Hacía mucho que no veía uno tan grande...
—Muchacho, ¿a cuántos has matado con eso? —preguntó otro guerrero, burlón.
Ruslan se sintió, por una vez, orgulloso de su tesoro.
—Lo heredé de mi padre —mintió—, y he matado a un par de osos y no sé cuántos jabalíes, zorros y venados con él.
Los guerreros del grupo más pendenciero también se acercaron, burlones.
—¿Serías capaz de luchar con eso contra uno de nosotros? —lo incitó su líder—. Anda, pruébalo, si a tanto te atreves.
—Claro que me atrevo —exclamó Ruslan, ofendido.
Casi inmediatamente se arrepintió de su bravata. El guerrero provocador se lo había tomado en serio. Se llamaba Turiak y era un hombre fornido y brutal. Él y sus compañeros sacaron las espadas. Ruslan sintió un nudo en la garganta. «¿Por qué no te callaste de una vez, idiota?», pensó para sí. Ahora era tarde.
Radomir intervino.
—¡Eh, basta ya! Dejaos de niñerías, ¿estáis borrachos o qué os pasa? No es más que un chaval, y no tiene ni puñetera idea de lo que dice. Envainad las espadas y vámonos todos a cenar.
Ruslan enrojeció y sostuvo su cuchillo, con el puño apretado.
—A mí me parece que sí sabe de lo que habla —dijoTuriak, con evidentes ganas de bulla—. Miradlo cómo sujeta el arma, apretando los dientes... ¡Uuuh, qué espanto! Por los dioses que da miedo verlo.
Ruslan saltó. Tal vez era lo que el otro esperaba, pues soltó una carcajada feroz y se puso en guardia de nuevo.
—¡Repite eso! —exclamó Ruslan, sin poder creer las palabras que oía salir de su propia boca—. ¡Repite eso y te aseguro que temblarás de verdad!
Sin pensar en lo que hacía, Ruslan se abalanzó contra el robusto soldado, cuchillo en mano. Turiak soltó un juramento y lo salvaron sus rápidos reflejos. En el último momento paró el golpe con su espada. La dentellada de los dos metales resonó en el aire, despidiendo chispas.
—¡Vaya con el arrapiezo! —exclamó Turiak—. Atacas sin avisar... Arrestos no te faltan, no.
Ruslan embistió a Turiak de nuevo, imitando los gestos que había observado en los guerreros mientras entrenaban a los jóvenes reclutas, esperando demostrar a Radomir que era tan capaz como el que más de empuñar un arma.
Pero Turiak era un curtido soldado y apenas tardó unos segundos en desarmarlo. Ruslan dejó caer el cuchillo al suelo mientras se llevaba la mano al antebrazo, sangrante.
—Eso es un aviso —le advirtió Turiak—. No te he matado porque el jefe te quiere vivo... y porque eres bueno como criado —y se regodeó en esta última palabra, arrastrando las sílabas—. Pero ándate con cuidado, mocoso. No quieras meterte con los grandes.
Ruslan escupió a un lado y, tapándose el corte con una mano, recogió su cuchillo. Los demás guerreros, a un gesto de Radomir, se apartaron.
—Eso ha sido una estupidez, hijo —le dijo, acercándose a él—. En la tropa no sirve de nada hacerse enemigos. Recuérdalo. Y te aseguro que Turiak no es bueno como adversario. No lo subestimes.
Ruslan miró a su capitán y Radomir vio de nuevo aquella sombra profunda en los ojos grises del muchacho. Sintiendo una súbita piedad, le revolvió los cabellos.
—¿Sabes? Pensaré despacio en lo que me has dicho antes... Quizá sí, va siendo hora de que aprendas a manejar una espada.
Ruslan no respondió y se retiró. En cuanto pudo se lavó la herida. Yvanka corrió a su lado y se la vendó con fuerza, rompiendo un jirón de su camisa.
—No hagas eso —la reprendió Ruslan, en voz baja—. La ropa debe cubrirte...
—Sólo es una tira —replicó ella, también en un susurro.
Luego echó un vistazo a su alrededor y, viendo que nadie miraba, le dio un fugaz beso en el brazo y se apartó de él. Ruslan se conmovió. «Tal vez éste no es el mejor lugar para ella», pensó de nuevo, «pero, en realidad, soy yo quien la necesito para seguir adelante».
Radomir y algunos hombres de su grupo se turnaron para iniciar a Ruslan en el arte de la lucha a espada. El mismo Turiak se brindó a mostrarle algunos pases y se divirtió de lo lindo a su costa, engañando al inexperto muchacho con sus fintas y tretas. Obaim, Agai y Glinka fueron sus mejores entrenadores. Ruslan no tardó en aventajar a los jóvenes novatos, que lo miraban con rencor.
Mientras tanto, el batallón fue avanzando hasta que llegó junto al Duin. Allí, a orillas del río, se levantaba una gran ciudad amurallada, como Ruslan, Yvanka y los mozuelos de las aldeas jamás habían soñado ver. Era Dazil la próspera, la llamada «Perla del Duin». Y allí, junto a sus muros, se levantaba el campamento del rey Vladi.