8. La fuga

Fue la guerra, que había traído la desgracia a sus vidas, la que, paradójicamente, les ofreció la ocasión que esperaban. Era la primavera en que Ruslan cumplía doce años. Un día, a la caída de la tarde, una partida de guerreros a caballo se presentó en la aldea con gran algazara. Pero no venían a invadir el pueblo. Sboron y los hombres libres salieron a su encuentro y Ruslan escuchó atentamente cuanto decían. El capitán del grupo explicó que su compañía se dirigía hacia el gran río, el Duin, para reunirse con las tropas del rey Vladi. El monarca se disponía a asaltar y conquistar una nueva ciudad, llamada Vaki, y había movilizado a todos los guerreros de su reino.

Durante la cena que Sboron ofreció a los guerreros, Ruslan averiguó más cosas. El rey Vladi, hastiado ante las continuas querellas entre el señor de Dalvai y el ambicioso Mordvin, había optado por una estrategia inteligente. En lugar de tomar partido por uno u otro o intentar aplacar su rivalidad por la fuerza, había decidido unirlos a todos contra un nuevo enemigo común. Vladi logró aunar a sus nobles para combatir a las levantiscas tribus al sur del río Duin y les propuso un objetivo: conquistar la rica ciudad de Vaki, una plaza fuerte que se mantenía independiente del reino, aunque tenía tratos comerciales con algunas ciudades de Slavamir. Así, durante un tiempo, los varik y los hombres de Dalvai habían cesado en sus hostilidades para unirse a las flamantes fuerzas reales. El capitán de aquellos hombres era un militar de cierta reputación, oriundo de Dalvai, y sus compañeros eran guerreros curtidos y un grupo de jóvenes reclutas de la región. Sboron los acogió obsequioso, pero apeló a la pobreza de su aldea para excusarse y no proporcionar refuerzos a la tropa del rey.

Aquella noche, Ruslan no podía conciliar el sueño. Daba vueltas en su jergón, mientras oía las voces de los guerreros, bebiendo y explicando sus proezas. Tal vez todo eran bravatas... o tal vez no. Pero Ruslan los envidió secretamente. Quizá fuera aquella ráfaga de libertad, la alegría agreste o la camaradería que percibió entre ellos. De pronto, Ruslan lo vio claro como el día. Quería ser un guerrero. Si le esperaba algún futuro, sería entre los hombres de armas, y no perdido en una aldea miserable, entre los criados de un señor tiránico e implacable. Huirían, Yvanka y él, y se unirían a aquella compañía. Sí, eran muy jóvenes... Pero eran fuertes y sanos. Podrían emplearse como criados, ¿qué importaba, servir a un señor o a otro? Estaban acostumbrados al trabajo duro. Y, con el tiempo, Ruslan aprendería a luchar y se convertiría en un guerrero más. En cuanto a Yvanka... Ruslan no tenía muy claro que vivir entre aquellos hombres fuera lo mejor para ella. Pero después pensó en Gelasi, en su hermano Silka, en los criados y en el futuro que le esperaba si se quedaba en el pueblo... Pensó en Selianka y en Gadina. «Nada puede ser peor que esto», se dijo. «Y si alguien quiere hacerle daño, sabré defenderla».

Al día siguiente, Ruslan tenía trazado su plan. Los guerreros abandonaron el pueblo y él había meditado cuidadosamente su estrategia. Si marchaban al mismo tiempo, lo más probable era que salieran tras ellos y los atraparan. Debía dejar pasar un día para desviar las sospechas. Ruslan se informó bien de su itinerario y de la ruta que seguirían. Entonces habló con Yvanka.

—Saldremos esta noche, mientras todos duerman. Iremos por el monte, para que no puedan encontrar el rastro con facilidad. Luego tendremos que correr mucho, sin descansar, hasta alcanzarlos. Si logramos sacar un día de ventaja y unirnos a ellos antes, tendremos más posibilidades. Iremos en la yegua Dama.

Yvanka lo miraba, con ojos brillantes.

—¿No nos llevaremos nada?

—Nada. Ni siquiera comida o agua. Sólo iremos a buscar el cuchillo de Iafim al monte, daremos un rodeo por el robledal y tomaremos la ruta pasado el arroyo. Nadie debe sospechar nada. Desapareceremos, sin más.

—Muy bien —dijo ella, excitada con la idea.

Su último día en la aldea se les hizo penosamente largo. Era verano. La prolongada tarde estival parecía eterna y las horas se deslizaban, interminables. Cuando los primeros luceros asomaron, Yvanka recogió el ganado y se dirigió al corral, en apariencia, para pasar la noche.

Ruslan se reunió con ella mucho más tarde, cuando se aseguró de que todos dormían en la casa. Salió al patio, como quien sale a hacer sus necesidades, y entró en el establo. Yvanka lo esperaba, en pie.

—¿Estás lista? —susurró él.

Ella asintió y le mostró su jabalina y su raída capa de lana, anudada a la espalda. Ruslan caminó con sigilo hasta la cuadra de los caballos. No llevaba luz alguna consigo y avanzaba a tientas, con cautela, repasando mentalmente los postes y las estacas de aquel lugar que conocía como la palma de su mano. Como todos los animales lo conocían, ninguno lo extrañó y se mantuvieron tranquilos, apenas se oyó algún leve golpear de cascos.

Dama se dejó conducir, dócil, fuera del establo. Ruslan la hizo salir muy despacio, por la puerta trasera, hacia el cercano prado y no por el patio, donde los cascos podían resonar en el duro suelo, despertando a la servidumbre con el ruido. Cuando estuvieron en la campa, los dos montaron. Y cuando se hubieron alejado de la casa un buen trecho, Ruslan clavó sus talones en los costados de Dama y la espoleó hacia el monte.

La luna creciente asomó, hincando su uña plateada en el telón del cielo. Al llegar al viejo castaño hueco, Ruslan descabalgó y trepó hasta lo alto del tocón. Extrajo el cuchillo de Iafim de su escondrijo y lo envolvió en la capa de Yvanka, liándolo a la grupa de Dama. Inmediatamente montó de nuevo y azuzó al caballo. Montaban a pelo, pues ni siquiera había querido llevarse una de las sillas de montar. La yegua respiró el aire fresco y perfumado de la noche de verano y trotó a placer por los montes. Yvanka se aferraba a la cintura de Ruslan y éste miró, por última vez, el verde valle, donde la aldea dormía en las sombras. Por unos instantes fue recordando a las únicas personas a las que, tal vez, lamentaría no volver a ver.

Rabik y los criados, Gadina, la bondadosa viuda Miakusha, la procaz Selianka... Y pocas personas más. El resto, Sboron, la iracunda Ogashka, sus odiosos hijos, el tío Gennadi y sus primos, sus antiguos amigos, que ya no lo eran, Bladko, Kiril, Liudik... No lamentaba en absoluto dejarlos atrás. Sólo sintió una punzada de tristeza al pensar en su antiguo hogar, quemado y olvidado bajo los abrojos y las flores silvestres. Pero sus padres no estaban allí. Ahora habitaban dentro de él, y en todas partes. Ruslan sabía que, fuera a donde fuera, Ianek, el Leñador, y Liudena, la Bella, lo acompañarían siempre.

Galoparon sin descanso durante toda la noche. Al día siguiente, encontraron la ruta del sur, que se dirigía al Duin. Pero no la tomaron, sino que decidieron seguir su trazado en paralelo, bosque a través. Resultaba mucho más cansado para la yegua y para ellos mismos, pero era la única forma de despistar a sus perseguidores. Al amanecer, el caballo comenzó a dar muestras de cansancio. Yvanka se caía de sueño y en más de una ocasión estuvo a punto de desplomarse desde la grupa. Ruslan decidió que debían reposar un poco.

Buscaron un lugar recóndito en la selva. Ruslan ató a Dama a un árbol y ambos hermanos se hicieron un ovillo entre los arbustos del sotobosque. Apenas tocó el suelo, Yvanka se quedó dormida. Ruslan la miró con ternura y le acarició la frente.

—Ahora ya está hecho —suspiró para sí—. Que los dioses nos protejan...

Se tendió a su lado. Pero, pese al cansancio, la emoción y la tensión de la huida no lo dejaron dormir. Apenas dormitó un par de horas, para volverse a poner en pie. Era pleno día y, sin saber por qué, presintió el peligro hormigueando en su piel.

—¡Vamos, Yvanka! —la sacudió, con cierta brusquedad—. Levántate. Estamos huyendo, ¿lo has olvidado? No podemos quedarnos aquí.

Yvanka murmuró algo entre dientes, pero se incorporó y siguió a su hermano sin rechistar. A los pocos minutos, emprendían el galope por el bosque.

Los alcanzaron al atardecer. Ruslan divisó el campamento de los guerreros junto al camino, a las afueras de una aldea no mucho mayor ni menos miserable que la suya. Los soldados habían plantado algunas estacas cubiertas con pieles, a modo de tiendas, y se reunían junto a una fogata. El muchacho pensó que llegaban a buena hora. Si los rechazaban, por lo menos les dejarían pasar la noche junto a ellos y les darían algo que comer. Si conseguían pernoctar a su lado, tal vez al día siguiente cambiaran de opinión... Espoleó a la agotada Dama y se acercó a la compañía.

El capitán de los guerreros y sus hombres vieron llegar un hermoso caballo oscuro, exhausto a juzgar por su aspecto, pero de pelaje brillante y crin sedosa. Montado a la grupa venía un muchacho, que no tendría más de doce años, pelirrojo y bien parecido, de ojos grises y mirada resuelta. A su espalda se aferraba otro chiquillo, también pelirrojo, más joven y de aspecto arisco.

Los guerreros se acercaron a los recién llegados y los miraron con curiosidad.

—¿Se puede saber quiénes sois y qué buscáis? —les espetó el capitán.

Ruslan lo miró. Era un hombre alto, de cabello y barba castaños, robusto y ceñudo. Aún llevaba puesta su coraza de cuero. Aunque parecía mayor, no debía de pasar de los treinta y tantos años, o quizá aún era más joven. «La edad de papá, más o menos», pensó el muchacho.

Sin descabalgar, se adelantó unos pasos.

—Venimos a unirnos a vosotros. Soy Ruslan, y éste es mi hermano Yvan... Los dos queremos ser guerreros y servir al rey Vladi.

El capitán los miró asombrado y se volvió hacia sus hombres, que lo rodeaban. De pronto, todos estallaron en carcajadas.

—¿De dónde habéis salido? ¿Es que estáis locos? ¡Sois demasiado pequeños para ser guerreros! ¡No podrías sujetar ni una pica!

Ruslan no se arredró.

—Somos muy jóvenes —dijo—. Pero estamos dispuestos a aprender. Mientras no seamos capaces de luchar, os podemos servir como criados. Sabemos cuidar de los animales, hacer fuego y ocuparnos de la comida... También podemos limpiar y guardar las armas, y montar las tiendas. Estamos acostumbrados al trabajo duro.

Ahora todos lo observaban con atención. El capitán se acercó más a ellos y palmeó la cerviz del animal.

—Vosotros... sois esclavos huidos, o ladronzuelos, ¿verdad? ¿De dónde habéis sacado este caballo? Lo habéis robado, ¡no me lo digáis! Y ahora vuestro amo debe de andar loco buscándoos... ¡No, Muchachos! No queremos meternos en líos con la gente de las aldeas... ¡Largaos! Más vale que sea pronto, antes de que os linchen.

Ruslan no se movió. Entonces desmontó y se dirigió hacia el capitán.

—Señor —le dijo, con tono respetuoso pero firme—. Señor, si nos aceptáis en vuestra compañía, no os arrepentiréis. Haremos todo cuanto nos ordenéis. No encontraréis ayudantes más dóciles. Sé que queréis reclutar jóvenes soldados en las aldeas. Os prometo que, si me enseñáis, seré el primero en tomar las armas y luchar por el rey. No me asusta el combate ni la muerte.

El guerrero contempló al muchacho con creciente curiosidad.

—Eres un esclavo, ¿verdad? Buscas la libertad en la tropa...

—No, señor. Soy Ruslan, hijo de Ianek, un hombre libre. Y quiero ser un guerrero.

Ruslan se mantenía erguido ante él. El capitán tenía los ojos negros, agudos y penetrantes. Rara vez sus hombres le sostenían la mirada más de unos segundos. En cambio, aquel arrapiezo de cara pecosa y ojos tristes resistía sin pestañear. No se mostraba insolente, pero tampoco flaqueaba. El guerrero acabó desviando la vista y gruñó.

—Además, señor —continuó Ruslan, súbitamente inspirado—, si nos quedamos, vais a obtener otro beneficio... Nuestro caballo.

Ahora el hombre lo miró con interés. Dos de sus soldados se acercaron al animal. Uno lo acarició con afecto y el otro le examinó la dentadura.

—Es buena pieza —señalaron—. Una yegua. Nos hará buen servicio. Es joven y está sana.

—Es vuestra —dijo Ruslan— si aceptáis nuestra presencia.

El jefe del escuadrón lo volvió a mirar, escrutador. Detrás de él vio al que decía ser su hermano. El otro mozalbete, que también había desmontado, aguardaba con mirada hostil.

—Este rapaz tiene agallas —sonrió, volviéndose a sus hombres—. Y si su hermanito es como él, no tardaremos en tener dos nuevos reclutas... De momento, ya hemos ganado dos criados, ¿qué os parece?

Los guerreros acogieron con risotadas y bromas la decisión de su capitán e invitaron a los dos hermanos a acercarse a la lumbre. Les pasaron su bota de aguardiente y unas tajadas de carne seca. Ruslan e Yvanka comieron, silenciosamente, apretujados el uno contra el otro, en medio de aquella cuadrilla de hombres feroces. Estaban desfallecidos de hambre y el rancio bocado les supo delicioso. Un joven soldado ató a Dama junto a los demás caballos.

Cuando cayó la noche, todos se dispusieron a descansar. Ruslan abrazó a Yvanka y ambos se arrebujaron en la raída manta que envolvía el cuchillo de Iafim. El muchacho se tumbó encima del arma, cuidando de esconderla, y estrechó a su hermana aún más contra sí. Mientras oía su respiración acompasada y los cabellos de la niña cosquilleaban su barbilla atisbo un retazo de cielo, sembrado de estrellas. Comenzaban una nueva vida, pensó. Una vida azarosa y llena de riesgos, con un porvenir incierto. Pero cualquier cosa podía ser mejor que vivir sometido a la esclavitud, a los golpes, a las humillaciones.

Ahora, al menos, eran libres.