15. El escudo

Mordvin, el Implacable, negó toda participación en la emboscada tendida a la tropa real. Vladi envió una delegación en su busca, citándolo en Valmir, y Mordvin se apresuró a acudir, rodeado de una guardia personal armada hasta los dientes.

—Los señores varik siempre hemos sido libres y yo no puedo responder de todos ellos —se defendió Mordvin, y el rey pensó que no hacía mucho había oído palabras similares—. Señor, sería insensato por mi parte enfrentarme a vos, después del ventajoso trato que hemos acordado con Dalvai. Este ataque prueba envidia y mala fe por parte de algunos jefes de clan, que sólo desean mi ruina y mi enfrentamiento contra la corona. Os juro que no es ésta mi intención.

Vladi aceptó las palabras del Implacable pero le exigió una prueba de buena voluntad. Mordvin se avino a elevar la tasa que debería pagar al rey a cambio de la explotación del oro de Dalvai y le brindó cuantiosos regalos que parecía haber traído para la ocasión.

—No quiero regalos —replicó el rey, un tanto ceñudo, viendo el despliegue de armas, pieles y joyas que le ofrecía el taimado señor varik—. Quiero tu lealtad, y lo sabes.

Entonces Mordvin ofreció rehenes.

—Mi esposa y mi hijo mayor vendrán a vuestra corte y permanecerán en ella durante un año entero. El muchacho es nada menos que mi heredero, Erdvin. Pongo en vuestras manos el futuro de mi clan.

Vladi aceptó también este trato, pensando, para sí, que al ambicioso Mordvin no le molestaba en absoluto tener a su esposa y a su primogénito un año alejados de él. El Implacable envió a parte de su guardia a buscar a los rehenes y el rey aguardó en Valmir con su tropa.

En Valmir gobernaba Voidan, un hermano del rey Vladi, cuyo hijo, el príncipe Igor, se incorporó a la tropa aquel verano. El joven Igor era un muchacho de carácter díscolo y veleidoso. Hijo único y huérfano de madre, se había criado bajo la tutela de numerosos criados complacientes. Al contrario que Vladi, Voidan era un hombre de carácter débil, aunque su habilidad negociadora lo había situado en una buena posición entre los señores de Valmir, a quienes arbitraba en sus luchas de poder. Voidan se había percatado de las muchas carencias en la educación de su hijo y deseaba que éste se curtiera y completara su formación como guerrero, incorporándolo al ejército con su tío. Los capitanes acogieron al sobrino del rey con cierta reserva y actitudes diferentes. Mientras que Boris lo trató con severidad, imponiéndole las mismas condiciones que a los demás soldados, otros capitanes se mostraron aduladores con el joven príncipe. Igor se perfilaba como un posible candidato a la sucesión del trono, pues el rey Vladi era viudo, tan sólo tenía una hija y, por el momento, no mostraba intenciones de casarse de nuevo. Algunos capitanes y nobles comenzaron a pensar que, si obtenían los favores del príncipe, esto les beneficiaría en un futuro no muy lejano.

Durante la media luna que pasaron en Valmir, Ruslan se dedicó a recorrer la ciudad y sus alrededores con Glinka y sus compañeros. Aunque renunció a participar en sus parrandas y no quiso acompañarlos en sus visitas a los burdeles. Había prometido no beber jamás y no quería saber nada de las prostitutas. Glinka y los demás lo incitaban.

—¡Te has vuelto muy refinado! ¿Es que ahora no quieres mezclarte con la plebe?

—Ese mocoso es mariquita, ¡os lo digo yo! —exclamaba Turiak, provocador.

Ruslan acabó ignorándolos. Sabía que Radomir, Glinka, Ieraks, Agai y unos cuantos más lo apreciaban sinceramente. Y le bastaba.

Durante su estancia en Valmir, la ciudad más antigua del reino, Ruslan aprendió más sobre la historia de Slavamir y sus ciudades.

—Valmir fue el origen de todo —le explicaba Radomir—. El Gran Slovan, el Unificador, procedía de aquí. Era el jefe de uno de los principales clanes. Él unió todas las ciudades y forjó este reino.

—¿Por qué, entonces, la capital es Dagor? —preguntó Ruslan.

—Ah, muchacho..., por las envidias y las traiciones, tan comunes en la raza humana. Los clanes de Valmir no perdonaron la preeminencia de Slovan y su familia. Conspiraron contra él, lo traicionaron... Slovan se tomó su revancha y decidió trasladar la capital a Dagor. Su esposa era oriunda de esa ciudad. Desde entonces, Dagor no ha dejado de crecer y Valmir se mantiene estancada en sus viejos muros y sumida en las rivalidades atávicas entre clanes.

—¿Y Voidan, el hermano del rey?

—Voidan es un muro de contención —rió el capitán—. Su papel es mantener a raya a las familias aristocráticas del lugar e informar continuamente al rey de cuanto sucede en la ciudad. Es un hombre blando. Pero a fe que no ha desempeñado mal su cometido. En este sentido, supera a su hermano. Voidan es mucho más diplomático y, finalmente, es un hombre noble... ¡lástima que su hijo no se parezca a él!

—El príncipe Igor —dijo Ruslan—. Se dice que los soldados de su grupo no lo soportan. Se pavonea como un general y jamás obedece a sus superiores. Pero a él, por ser sobrino del rey, le permiten hacer lo que quiera.

—Ese muchacho traerá problemas —sentenció Radomir—. En él se suman los peores defectos de su padre y los de su tío, juntos. No es diplomático como Voidan, sino impulsivo, como Vladi. Pero carece de su nobleza y su valor. ¡Veremos cómo se comporta cuando deba entrar en batalla!

Ruslan se paseó con Radomir y Dalebor por las calles de la ciudad, un aglomerado de casas y mansiones de madera, rodeado por una empalizada de troncos afilados. No era tan grande como Dazil pero sus habitantes eran orgullosos y en el ambiente se podía respirar la solemnidad de quienes se saben herederos de nobles estirpes. Miraban a los recién llegados por encima del hombro, con gestos altaneros y condescendientes. Ruslan observó cómo vestían y, de repente, se sintió andrajoso y vulgar.

—Esas gentes se dan muchos humos —comentó Dalebor, con buen humor—. No les hagas ni caso, muchacho. Somos nosotros quienes estamos combatiendo por el reino, apagando conflictos aquí y allá. Ellos no mueven un dedo. Sólo conspiran y alargan la mano para enriquecerse.

—Nos miran como si fuéramos apestados —murmuró Ruslan.

Radomir sonrió al joven.

—Un día, Ruslan, tú los mirarás con arrogancia, desde lo alto de tu caballo, y te aseguro que no tendrás nada que envidiarles... Recuerda estas palabras, hijo.

Ruslan las recordaría, muchos años más tarde, cuando ya habría aprendido a defender su propio honor y debería enfrentarse a aquellos clanes de rancio abolengo.

Lo cierto es que la estancia en Valmir y las palabras de su capitán hicieron mella en el muchacho. Ruslan se reafirmó en sus costumbres cada vez más austeras. No sólo no bebía ni acompañaba a sus amigos cuando iban con mujeres. Comenzó a cuidar su aspecto y la higiene de su ropa y obligó a Yvanka a hacer lo propio. Ella se rebeló un poco ante sus manías.

—¿Se puede saber qué te pasa? ¡Estamos en el ejército! Todo el mundo tiene pulgas y piojos. No podemos lavarnos cada día. ¿Por qué ahora te molesta tanto?

—Es por ti y por tu dignidad —contestó él—. ¿No te das cuenta? Sólo los ignorantes, los pobres y los esclavos van tan sucios y astrosos. Recuerda, Yvanka. Somos hijos de Ianek y Liudena. No podemos manchar el nombre de nuestros padres.

Yvanka hacía largo tiempo que apenas recordaba a sus padres y movió la cabeza.

—Desde que fuiste a la batalla estás muy raro —le espetó, alejándose de él, malhumorada.

Pero Yvanka apenas podía adivinar lo peor. Ni ella ni sus compañeros sabían de las largas noches de insomnio de Ruslan, de sus visiones atormentadas, de sus pesadillas. Ruslan veía una y otra vez ante sí el rostro y el cuerpo de aquel guerrero varik, al que había atravesado con la pica del estandarte. Era su primer hombre muerto. Después de aquél, habían venido otros. Pero sólo recordaba al primero. Su imagen, el chorro de sangre oscura, tremendamente oscura y espesa, y su estertor, lo acechaban continuamente, hasta hacerle perder el sueño y el apetito.

Glinka intuía algo de ello. De noche, cuando dormían, lo observaba en silencio. Ruslan se removía y murmuraba entre sueños. Más de una vez lo sorprendió agitándose, cubierto de sudor, y despertando con un grito ahogado. El joven jinete fingía dormir y se volvía de lado. Pero un día decidió hablar con él. Ruslan se había despertado sobresaltado y se había sentado, cubriéndose la cara con las manos. Glinka podía entreverlo, a la luz del rescoldo a punto de extinguirse.

—Eh, Rus —susurró. Alargó su mano y le acarició el hombro—. ¿Qué pasa, muchacho?

—Nada —Ruslan se volvió bruscamente—. Sólo soñaba. No es nada...

Glinka se incorporó y se sentó a su lado.

—Te ocurre muy a menudo... ¿Sabes una cosa? Después de la primera vez, es muy normal.

Ruslan lo miró. Las ascuas de la fogata, diminutas estrellas rojas, brillaban en los ojos negros de Glinka.

—A mí también me sucedía —continuó el joven, en voz baja—. Y creo que a todos les ocurre lo mismo. Pero nadie quiere reconocerlo... No te preocupes, con el tiempo pasará.

Ruslan asintió, silenciosamente. Glinka le pasó la mano por la espalda y prosiguió.

—Después de la segunda o la tercera batalla, todo te da igual. Es como si te resbalara por la memoria, no sé si me entiendes... Yo, ahora, puedo luchar durante horas y matar a unos cuantos, volver al campamento, comerme un venado entero, beberme una bota de aguardiente y dormir como un tronco. ¡Igual que un niño!

Glinka soltó una risa ahogada.

—No sé, tal vez soy un desalmado... Algunos piensan que no tengo corazón.

—No. Eso no es cierto —replicó Ruslan—. Sí lo tienes... Gracias, Glinka.

—De nada —respondió él—. Si necesitas hablar, o simplemente buscas un hombro donde apoyarte..., ya sabes que tienes el mío.

Reprimiendo las lágrimas, Ruslan se arrojó en brazos de su amigo. Glinka lo estrechó contra su pecho y Ruslan sintió los latidos de su corazón y las manos del joven guerrero, acariciantes, sobre su cabello y su espalda. Y se arrebujó más contra él.

La esposa de Mordvin llegó con su cortejo. La mujer venía con un humor de mil demonios y toda la guardia varik temía sus exabruptos. A su lado, pálido y encogido, de aspecto un tanto enfermizo, Erdvin, el joven vástago, la seguía como una sombra. Los hombres de la tropa pronto se cebaron en ambos personajes.

—¡Parece una osa feroz al lado de un cordero a punto de ser degollado! ¿Ese es el heredero de Mordvin? Desde luego, ¡no será el Implacable, como su padre!

Ruslan no pudo evitar recordar a Ogashka y los chistes que, a su espalda, hacían circular los criados de Sboron.

El ejército y los rehenes emprendieron el trayecto hacia el Norte. El verano estaba avanzado y atravesaron tierras fértiles y grandes campos de labor. Las mieses encañaban, salpicadas de flores. Los bosques exultaban y, más de un día, los hombres de Radomir emprendieron cacerías para cobrarse alguna pieza que luego compartían ante un buen fuego.

Pese a las muestras de buena voluntad de Mordvin, Vladi decidió no dispersar a la tropa y concentró su armada en Dagor, la capital.

Dagor era una gran ciudad que Slovan había ordenado amurallar y Vladi había engrandecido. Lo primero que llamó la atención de Ruslan fue su aspecto de fortaleza. Y lo segundo, su puerta giratoria. Una muralla de no menos de treinta pies de altura rodeaba la ciudad, construida sobre una base de piedra que alcanzaba la talla de dos hombres. A continuación se elevaba un tramo liso de adobe y mampostería y una hilera de estacas coronaba el recinto. La ciudad se cerraba con un gran portón, formado por una hoja de madera que giraba sobre un eje central, en círculo. Para abrirla, varios hombres debían empujarla al amanecer hasta hacerle dar media vuelta. La hoja permanecía perpendicular al umbral y dividía el paso en dos carriles. Cuando caía la noche, la puerta volvía a girarse hasta quedar en línea con la muralla, tapando completamente la entrada. El gigantesco mecanismo tardaba más de un minuto en recobrar su posición.

Vladi ordenó a la tropa acampar a las afueras de Dagor, en las eras de la ciudad, y sus oficiales se ocuparon de organizar su abastecimiento. Los habitantes de la ciudad y el gobernador protestaron. La tropa siempre era una carga y una fuente de conflictos, reyertas callejeras y disturbios. Pero Vladi fue inflexible. Explicó ante el gobernador y sus notables que no se fiaba en absoluto de Mordvin y de los varik. Tampoco esperaba una reacción favorable del señor de Dalvai en cuanto supiera que debería aceptar que uno de sus ríos fuera explotado por gentes de Mordvin, con privilegios reales. Así que era preciso mantener a la tropa en pie. Para aligerar la presión sobre la ciudad y mantener ocupados a sus hombres, Vladi envió a una parte de los soldados a abrir caminos y a desbrozar bosques para trazar una ruta segura hacia Dalvai.

En el centro de Dagor se levantaban dos enormes caserones: el palacio del gobernador y el del rey. Rodeados de prados, establos y múltiples dependencias para los sirvientes, sus torres de madera se erguían como centinelas adustos, rivalizando entre sí. Ruslan, Glinka y sus compañeros estuvieron rondando por sus aledaños durante sus correrías por la ciudad. La mansión real era tan grande como una aldea y estaba cercada por una valla de gruesos troncos, pero sus puertas permanecían abiertas, pues el ir y venir de criados, guardias y jinetes era continuo. En el palacio vivía también la hija del rey Vladi, Olga. Ruslan tuvo la ocasión de ver a la princesa de lejos, montada en su palafrén y acompañada por un par de guardianes. Era una niña pálida y de cabello oscuro, de edad muy similar a la de su hermana, o tal vez un poco mayor. La princesa, al igual que Yvanka, nunca sonreía.

El ejército del rey pasó todo el otoño y el invierno acuartelado en Dagor. El joven Igor se instaló en palacio. No tardó en rodearse de un grupo de Muchachos de las mejores familias de la ciudad con los que se dedicaba a recorrer tabernas y prostíbulos, cuando no provocaban violentas riñas callejeras. Vladi tomó una decisión y envió a su sobrino al campamento, pensando que sus capitanes lo pondrían en cintura. Pero Igor, despechado, pronto formó su propia camarilla de adeptos en el ejército. Siempre tenía dinero y recursos para organizar sus particulares orgías en el campamento. Durante los festines, se solía hablar, y mucho. Al príncipe le complacían las intrigas políticas y los discursos brillantes y audaces. Algunos capitanes jóvenes, como Boiak, el musculoso guerrero de cabeza rapada, y otros más adultos, como el inflexible Kader, quedaron cautivados por sus ideas. Igor era un joven ambicioso con altas miras... y muchos comenzaron a creer en sus sueños.

El escuadrón de Dalvai fue enviado a abrir caminos, con muchos otros hombres. Yvanka los acompañó, junto con los Muchachos. La niña crecía a días vista y Ruslan se endurecía en el trabajo. En su tiempo libre no abandonaba los entrenamientos. Animó a los Muchachos a practicar con él y, poco a poco, comenzó a romper el hielo con ellos. Cuando llegó el invierno y todos regresaron a Dagor, empujados por la nieve, Ruslan, Yvanka y los Muchachos formaban una piña compacta y eran buenos amigos. Se apoyaban y se defendían entre ellos. Tenían un enemigo común: Turiak y sus secuaces.

Con la llegada de la primavera, Vladi recibió noticias alarmantes. Mordvin enviaba aviso al rey, pidiendo su auxilio. Esta vez era el señor de Dalvai quien, disconforme ante la llegada de las cuadrillas varik exhibiendo sus prebendas reales para explotar el oro, había armado una tropa con la intención de rechazarlos. El Implacable apelaba a su lealtad y solicitaba del rey que acudiera en defensa de sus hombres y para detener a Volován y a sus hordas. El soberano se reunió con los capitanes. La situación era sumamente delicada, pues entre sus soldados se contaban muchos de Dalvai. ¿Se avendrían a luchar contra sus propias gentes?

Radomir explicó la situación a sus hombres.

—El rey ha tenido un gesto magnánimo. Por lealtad a la corona y al ejército, deberíamos combatir a su lado. Pero, atendiendo a nuestros orígenes, nos ha dado libertad para elegir. Si no deseamos combatir contra nuestras gentes, nos dará licencia para abandonar la tropa y regresar, sin represalias de ninguna clase.

Los hombres se miraron entre sí, un tanto dubitativos. Nadie pronunciaba palabra.

—Por mi parte —continuó Radomir, con esfuerzo—, yo ya he tomado mi decisión. Es puramente personal, y no obligaré a nadie a que la siga. Si el rey os deja libres, yo no soy más que él para forzaros a elegir.

—¿Qué harás, jefe? —preguntó Agai.

—Continuaré en el ejército y combatiré junto al rey y sus capitanes —respondió Radomir—. En realidad, el tratado que ha establecido Vladi con Mordvin no perjudica ni beneficia a las gentes de Dalvai. Todo es una disputa entre nobles señores que sólo persiguen su beneficio, a espaldas de sus vasallos. Dalvai no será mejor ni peor bajo el dominio de Volován o de cualquier otro. Y, en mi caso, no es el señor de Dalvai quien me paga y me proporciona el sustento. Es el rey quien me alimenta, y me debo a él.

Un silencio sepulcral siguió a sus palabras. Hasta los jóvenes Muchachos parecían calibrar la gravedad de aquella decisión.

—En cuanto a vosotros, ya lo habéis oído. Sois libres para iros cuando queráis.

—Yo también me quedo —sonó una voz, inesperadamente.

Todos se volvieron. Era Ruslan quien había hablado. El muchacho avanzó hacia su capitán.

—Yo tampoco he perdido nada en Dalvai —dijo el muchacho, con voz firme—. El rey Vladi es mi señor y tú mi capitán. Os seguiré.

—¡Toma! —exclamó Glinka, desenfadado—. Y yo. ¡No faltaría más!

La intervención de Glinka suavizó un tanto la tensión del momento.

—Nosotros siempre combatiremos a tu lado —declaró Dalebor y, con él, los Fíeles,

Ieraks y Agai también mostraron su opinión.

—Cuenta conmigo —dijeron, uno tras otro.

—Y con los Muchachos también —dijo el mayor de ellos, y todos lo secundaron.

Finalmente quedaban Turiak y los suyos. Radomir miró a su fiero compañero.

—¿Tendré que decirte adiós, viejo tunante? —dijo Radomir, en tono afectuoso.

Turiak sonrió enseñando los dientes.

—¡Pobre de ti que lo hagas! No te librarás de mí tan fácilmente, bribonazo.

Radomir y Turiak se abrazaron, jocosos, y los demás los vitorearon.

—Muy bien —exclamó Radomir, cuando los ánimos se apaciguaron un poco—. Entonces está decidido. ¡Todos rumbo a Dalvai!

Dagor vivió días de efervescente actividad. Mientras los campesinos se entregaban a las tareas del campo propias de la primavera, el ejército se puso en pie. Largas caravanas de carros con provisiones se iban agrupando alrededor del campamento, mientras las forjas y los talleres no cesaban de trabajar, noche y día, fabricando armas, escudos y corazas.

Un día, Ruslan regresaba de hacer un recado para su capitán cuando, de repente, algo lo hizo detenerse. Caminaba junto al cobertizo donde se almacenaban las armas. Una hilera de adargas de bronce, nuevas y bruñidas, se alineaba contra la pared de troncos. Ruslan las miró de soslayo al pasar y uno de los escudos le devolvió su imagen. El muchacho se paró en seco. Se acercó lentamente y miró de nuevo. La superficie pulida y dorada reflejaba una figura que le resultaba desconocida. Hasta entonces, siempre se había considerado un chico, algo desmedrado, de brazos y piernas largas pero, al fin y al cabo, un niño. La imagen que le devolvía el escudo era la de un joven alto y delgado, pero fuerte. Ruslan la estuvo mirando, sin reconocerse. Así que ése era su aspecto.

No sólo su voz estaba cambiando, pensó. Observó los crecidos cabellos, pajizos y encrespados, los hombros gráciles que se habían ensanchado y su magro torso. A continuación, se miró el rostro. Y esta vez se sobresaltó un poco. El reflejo de sus propios ojos se le clavó en las pupilas y, sin saber por qué, lo hizo estremecerse. Los dos lunares grises lo miraban, inquisitivos y profundos. Su rostro no era desagradable. Incluso podía resultar agraciado. Pero esa mirada fría lo asustaba. Era como mirar dos dardos de hielo.

Se alejó, pensativo. Aquella tarde, mientras los jóvenes preparaban el fuego para la cena, se acercó a Yvanka.

—Yvanka... Tú, ¿cómo me ves?

Ella lo miró con extrañeza, como si estuviera ido.

—¿Qué?

Sus modales se parecían cada vez más a los de aquellos Muchachos asilvestrados, pensó Ruslan, con desagrado. Su hermana siempre conseguía asimilar los ademanes desabridos y las palabras soeces de los golfos más atrevidos que pululaban a su alrededor.

—Pues... te pregunto por mi aspecto. ¿Verdad que... que soy más alto? He cambiado, ¿verdad?

Yvanka hizo una mueca.

—Pues claro. Todos cambiamos, ¿no? Sí, has crecido. Ya no eres un canijo. Pero todavía no pasas a Glinka, no te preocupes.

—¡No pretendo tanto! —exclamó él. Glinka era un joven excepcionalmente alto y esbelto, y, en el grupo, sólo el larguirucho Ieraks lo superaba en altura.

—¿Por qué me preguntas todo eso? —pidió ella—. ¿Qué te pasa ahora?

—Nada —murmuró Ruslan, moviendo la cabeza.

—¿Quieres que te diga que eres guapo? Pues sí, sí lo eres. ¿Era eso lo que querías saber? ¡Presumido!

Ruslan estaba tan sorprendido que no supo qué decir.

—No me refería a eso —se defendió, aunque, en su fuero interno, se sintió halagado—. Quería saber... Yvanka, ¿soy muy serio?

Ahora Yvanka lo miró fijamente a los ojos.

—Sí, también lo eres. Jamás sonríes —dijo ella y, haciendo un mohín, se alejó, en busca de los Muchachos.

La tropa de Vladi se encaminó hacia Dalvai, utilizando la pista recién abierta por sus propios soldados. El ejército era numeroso y estaba bien armado y pertrechado, pero el rey no se sentía satisfecho. Le había pedido refuerzos a Mordvin y éste se había hecho el remolón. Alegando que los demás señores varik estaban amenazándolo, recelosos ante su supremacía, se excusó ante su señor diciendo que tan sólo podía enviarle una pequeña fuerza armada de unos pocos cientos de hombres. Vladi se tragó su indignación y aceptó.

—El rey sospecha que Mordvin hace un doble juego —explicaba Radomir a los suyos—. Por un lado, quiere aprovechar su pacto para explotar una parte del oro de Dalvai. A espaldas del rey, incita a los otros señores varik a enfrentarse a la corona. Pero él nunca aparece en escena... En cambio, llora ante Vladi pidiendo su apoyo y lamentándose porque los otros señores varik desean su ruina.

—¿Y qué diablos pretende conseguir ese botarate? —gruñó Turiak—. ¿Nos quiere volver locos a todos? ¡En buen embrollo nos ha metido! Y el muy gallina no sale a combatir siquiera.

—Creo que es justamente lo que has dicho —respondió Radomir—. Quiere confundirnos a todos... porque él tiene un buen plan, en realidad. Si consigue que Vladi lo apoye contra sus propios aliados varik, se hará con el dominio sobre todas sus tribus. Logrará acumular tanto poder que, un día, podría llegar a amenazar la corona. Por otro lado, con sus rencillas con Volován, sólo pretende que el rey vaya y aplaste a su otro mortal enemigo. Como veis, sabe tender bien su trampa. Conseguirá que Vladi haga lo que él quiera: es decir, que elimine a todos sus oponentes. Una vez se haga fuerte, entonces él mismo desafiará al monarca.

—¿Y el rey no lo ve? —preguntó Ruslan, alarmado—. ¿Por qué le sigue el juego?

Radomir miró al muchacho.

—El rey lo sospecha, por supuesto... ¡Vladi no es ningún insensato! Pero no tiene más remedio que acudir a poner paz en su reino. No puede permitir que los señores se maten entre sí. Si los deja, ofrecerá una imagen de debilidad y perderá su hegemonía inmediatamente. Debe hacer alarde de fuerza para demostrar que, a pesar de todo, él es quien manda.

—Y nosotros vamos a luchar contra nuestra propia tierra... —murmuró Ruslan.

—Te equivocas, muchacho —lo corrigió Radomir—. No vamos a luchar contra nuestra tierra, ni siquiera contra nuestra gente. Vamos a combatir contra un señor y su tropa, no hay más. Nuestra tierra y nuestra gente continuarán existiendo y verán pasar los señores como pasan las aves migratorias y los otoños. Pero la gente, y la tierra, permanecerán. No tengas ninguna duda.

Ruslan asintió. Si había abrigado algún sentimiento de venganza contra su aldea en esta nueva campaña, otros sentimientos comenzaron a aflorar en él. Ahora se trataba de lealtad. Todo era una cuestión de honor y de fidelidad a uno u otro señor. Radomir obedecía a Vladi, y él, como soldado suyo, también. No olvidaba las palabras de su capitán: «Él es quien me da de comer». También él comía de la mano del rey. Gracias a su tropa había encontrado una familia. El escuadrón de Radomir era todo cuanto tenía en este mundo, aparte de Yvanka. Glinka y su amistad, los Fieles, Obaim, Hirson, Agai, Ieraks, los Muchachos... Estaba dispuesto a jugarse la vida por todos ellos. Salvo por uno.

Con la primavera, Yvanka había crecido y, poco a poco, comenzaron a apuntar en ella tímidas curvas femeninas. Pronto cumpliría diez años. Turiak y sus hombres la miraban con mayor lascivia cada vez y, en varias ocasiones, él y Radomir sostuvieron breves y violentas disputas por la muchacha. Ruslan dejaba que la rabia contra él anidara, larvada, en su corazón. Pero sabía que un día estallaría.